Lecturas
Cayó en mis manos por pura casualidad (suerte que tiene uno) una valiosa colección de recortes de prensa. Son las crónicas, o parte de ellas, que, bajo el título de Cositas de ayer, escribió Carlos Robreño para el periódico El Mundo, de La Habana, en la década de 1950. Hay de todo en esa papelería. Desde la recreación de sucesos culturales, como los bailes del teatro Tacón y el debut en el teatro Molino Rojo (actual Casa de la Música de Centro Habana) de la Chelito, aquella vedette que, en busca de una pulga, hurgaba bajo su ropa interior y terminaba rifándose ella misma a tanto la papeleta. Por cierto, una noche, mientras buscaba la pulga, rompió el tirante que sujetaba el corpiño que la cubría para dejar adivinar, más que ver, una nívea turgencia con total regocijo del público de hombres solos que abarrotaba la sala. Situación casual que a partir de esa noche formó de manera invariable parte del espectáculo.
Hechos trágicos, como el ciclón del 26 y la desaparición del vapor Valbanera, se evocan asimismo en las páginas de Robreño. Y acontecimientos que marcaron época en sus días como el vuelo de Domingo Rosillo entre Cayo Hueso y La Habana, y el vuelo Sevilla-Camagüey de los españoles Barberán y Collar, poco después desaparecidos para siempre en su intento de llegar a México desde la capital cubana, de donde salieron pese a las advertencias del mal tiempo con que se toparían en el camino.
No faltan en esta relación páginas sobre los viejos teatros. Y los cines y los cabarés de antaño. Tampoco, la inevitable, para los Robreño, Acera del Louvre. Ni la fonda habanera y el delicioso pan con timba, aquel pedazo de dulce de guayaba apresado entre dos tapas de pan, y al que algunos incorporaban, todo un lujo, una lasquita de queso. Emparedado que fue arrinconando el estilo de vida norteamericano con sus hambergues y hot dog. Comidas en El Ariete, famoso por su arroz con pollo, o en El Industrial, a un costado de la Plaza del Polvorín, donde se construyó el Museo Nacional de Bellas Artes.
Las crónicas dedicadas a la noche alegre habanera son antológicas. Sucede que bajo el Gobierno del licenciado Alfredo Zayas (1921-1925) el jefe de la Policía acometió un censo de prostitutas habaneras y obligó a las empadronadas a buscar residencia, no a nivel de calle, sino en pisos altos y a colocar sobre la acera un farolito provisto de un bombillo rojo, con lo que la ciudad, puntualiza Carlos Robreño, parecía aquejada de sarampión.
Escribe el cronista en una de sus Cositas de ayer: «No ha faltado en todas las latitudes el experimento de dedicar sectores urbanos especialmente habilitados para semejante población y aquí en La Habana, a principios de la República, se establecen en un barrio cercano al puerto y que en otra época fue considerado aristocrático, una zona dentro de la cual a Venus se le tolerasen ciertos excesos. Las calles de Damas, Picota, Paula, Desamparados y sobre todo San Isidro fueron prontamente invadidas por un pintoresco conglomerado integrado por algunas mujeres que ya habían envejecido algo en el ejercicio de tan equívoca profesión en sus conocidos domicilios de la calle de la Bomba y en la primera cuadra de San Miguel y ahora iban a formar causa común con unas cuantas provincianas, blancas y negras, y un nutrido contingente de mujeres extranjeras, italianas, españolas y sobre todo francesas».
No faltan en este conjunto de crónicas de Carlos Robreño los carnavales, el circo, los velorios, los pantalones largos y el sombrero de pajilla...
Tampoco personajes de la política nacional como Orestes Ferrara, Octavio Zubizarreta, Loynaz del Castillo y Wifredo Fernández, senador de la República y maestro de periodistas. Creador del cooperativismo, una unión de partidos políticos que garantizó el triunfo del dictador Gerardo Machado en las elecciones de 1928, y que apapipio y adulón como él solo, susurraba al oído de Machado «Gerardo, ha comenzado tu milenio».
A la caída de la dictadura, su casa de Reina, esquina a Escobar, fue «visitada» por el pueblo que destruyó su valiosa y extensa biblioteca, donde leía a Michelet con guantes de cabritilla, mientras que Fernández, provisto de un salvoconducto que le otorgó el Gobierno de Céspedes, lograba abordar el mercante alemán Erfurt, pero una multitud lo hizo descender para llevarlo preso a La Cabaña, donde acabó suicidándose. Olvidado, negado por los que tanto lo adularon, solo dos voces, en la hora aciaga, se alzaron en su defensa, la de Ramón Vasconcelos, la pluma de oro del periodismo cubano, y Pepín Rivero, director del Diario de la Marina.
Recoge Carlos Robreño en una de sus crónicas el duelo de Pepín Rivero con otro periodista, Antonio Iraizos, el único lance que el director de la Marina sostuvo en su vida, y que se llevó a efecto en el escenario del teatro Alhambra. En el mismo sitio tuvo lugar el duelo entre Wifredo Fernández y el maestro de esgrima Lostautot. El honor de este se puso en entredicho por haber rechazado un reto que el Código de Cabriñana lo obligaba a aceptar. Wifredo Fernández, a fin de «tirarle el cabo», lo retó y ya en el desarrollo del lance advirtió que en dos ocasiones Lostautot pudo haberle perforado el vientre con su espada y no lo hizo. Pidió entonces al juez de campo que suspendiese el encuentro porque no podía batirse con un rival que, considerándolo inferior, le perdonaba la vida. Ambos rivales se fundieron entonces en un estrecho abrazo. Wifredo Fernández había sido un gran esgrimista.
Carlos Robreño nació en La Habana, en 1903, hijo de Gustavo, conocido actor, periodista, narrador y autor de teatro y parte de una familia de periodistas que llega hasta hoy. Tenía nueve años de edad cuando publicó sus primeros trabajos en el periódico El Mundo y 20 cuando se graduó de abogado. Escribió numerosas obras costumbristas y de sátira política, como la titulada El general huyó al amanecer, que se llevó a escena en 1959. Como periodista colaboró en numerosas publicaciones, y resultó notable su participación como entrevistador en el programa que en CMQ TV conducía Jorge Mañach. Salió de Cuba tras el triunfo de la Revolución y murió en España. Enrique Núñez Rodríguez, que lo conoció y quiso mucho, lo conceptuó como el más ríspido de los escritores cubanos, un hombre que no tenía paz ni con él mismo. Su lema era «Nunca elogies a nadie».
Confieso que cuando escribí El crimen de la mancha en el espejo, recuento de los grandes asesinatos y hechos delictivos ocurridos en Cuba hasta 1959 y que publicó la editorial Boloña, aludí al crimen de La Osa. Fue una mención de pasada porque desconocía sus detalles, que supe ahora gracias a una de las Cositas de ayer, de Robreño.
En La Osa, finca rústica cercana al Monte Barreto, apareció el cadáver de una mujer joven y atractiva, supuestamente extranjera. Estaba completamente desnuda y cubierta con una fina sábana de hilo.
No se lograba establecer la identidad de la occisa, y un periodista llegó a publicar que se trabaja de una prostituta que vendía sus caricias, y todo lo demás, en una casa situada en San Lázaro, esquina a Blanco, en el habanero barrio de Colón. Llegó incluso a insertar en su nota una foto de la muchacha. Pero esa muerta estaba viva y se personó en el periódico para demostrarlo. Un incidente que contribuyó a hacer mayor su clientela.
La verdad se esclareció con el tiempo cuando el hilo de la sábana llevó al ovillo y se supo lo que había sucedido. Una joven norteamericana vino a La Habana a fin de rencontrarse con un joven de posición con el que había llevado amores. Se encontraron y cuando el sujeto le confesó que estaba a punto de contraer matrimonio con una cubana, la extranjera fue víctima de una muerte súbita, que era como en la época se llamaba a los infartos masivos.
El conocido joven, auxiliado por su chofer, despojó a la muchacha de toda su ropa y abandonó su cuerpo en La Osa sin sospechar que la fina sábana con que la envolvieron llevaría hasta ellos a las autoridades. Desconoce el escribidor qué fue de ambos. No lo consigna Robreño en su crónica. Después de todo, eran autores de un crimen que no fue un crimen.