Lecturas
En tiempos de Machado, en Santiago de Cuba, figuró entre los sicarios del comandante Arsenio Ortiz, el llamado Chacal de Oriente. Estuvo entre los sargentos del 4 de septiembre de 1933, y más tarde, a las órdenes del entonces coronel Fulgencio Batista, como jefe de la Policía y Gobernador de La Habana, incrementó de manera notable su lista de crímenes.
En 1941, el ya presidente Batista lo destituyó como jefe del Ejército cuando constató que organizaba un golpe de Estado para derrocarlo. En 1945 planeó una conspiración encaminada a defenestrar al presidente Grau San Martín, lo que, descubierto el complot, le costó la cárcel. Ya en libertad, tras 21 meses y diez días de reclusión en las prisiones militares de La Cabaña, se dedicó a disfrutar de su dinero; era propietario del central azucarero Zorrilla, con 1 600 trabajadores, 180 caballerías de tierra y 4 200 cabezas de ganado, pero seguía siendo en el territorio de Las Villas un señor de ordeno y mando, con ascendencia incluso, pese a su condición de civil, en las instituciones militares.
El 16 de abril de 1958 protagonizó lo que se conoce como el crimen de Rancho Boyeros y La Rosa, en La Habana, cuando ametralló en plena vía pública y en presencia de la familia al ganadero Aurelio Vilella y a su hijo de 17 años de edad. En las postrimerías de la dictadura, el 26 de diciembre del 58, Batista, pese a las diferencias pasadas, lo llamó a filas por el Servicio Militar de Reserva. Con grados de mayor general, Pedraza asumió el cargo de Inspector General del Ejército. El dictador, en verdad, quería que restaurara la ley y el orden en la región central de la Isla, donde tropas del Ejército Rebeldey de otras organizaciones revolucionarias ocupaban ya un área de más de 8 000 kilómetros cuadrados y de casi un cuarto de millón de habitantes. Pedraza visitó la ciudad de Santa Clara, arengó a la tropa reunida en el cuartel Leoncio Vidal y apeló a su coraje, recorrió las calles y se exhibió y expuso en lugares públicos. Comprendió que ya poco podía hacerse para salvar al régimen, y no tardó en regresar a La Habana, donde instaló su jefatura en la torre de control del aeropuerto militar de Columbia, y allí repetía a los que quisieran oírlo que lo habían llamado demasiado tarde, como si su presencia en los mandos militares hubiera podido frenar la Revolución y alterar el curso de la historia.
Abordó el último de los aviones, el quinto, que el 1ro. de enero de 1959 salió de Columbia llevando a bordo a figuras civiles y militares del gobierno derrocado. Gracias a él consiguió espacio en esa nave la esposa del teniente coronel Esteban Ventura, con sus dos pequeñas hijas. La señora, sin saber qué hacer y sin tener a quién acudir, vagaba desesperada por el campo de aviación desconociendo que el odiado jefe policiaco se había ido, en el segundo vuelo, sin esperarlas.
José Eleuterio Pedraza y Cabrera nació en La Esperanza, antigua provincia de Las Villas, el 16 de abril de 1903. Se alistó en el Ejército con 16 años de edad y ascendió a cabo en 1922 y a sargento en 1927. Como tal formó parte de la Junta de los Ocho o Junta Revolucionaria de Columbia que comenzó reclamando una serie de reivindicaciones —23 pesos de sueldo en lugar de los 19 que devengaban, gorra de plato y polainas de cuero, dos botones más en la guerrera, la supresión de las ordenanzas, que eran en verdad criados de la oficialidad…— y terminó deponiendo, el 4 de septiembre de 1933, al presidente Carlos Manuel de Céspedes y destituyendo a todos los oficiales que, sin chistar, se dejaron despojar de los mandos. Batista no era el jefe de esa junta, pero más astuto que los otros siete, se apropió del movimiento y de la jefatura de las Fuerzas Armadas; pasó de sargento a coronel en una noche. Pedraza también quería ser coronel y por teléfono, desde Santiago de Cuba, dijo Batista que lo era por su tropa. Batista, que ya lo había ascendido a capitán, lo invitó a La Habana a conferenciar. Pedraza salió de la reunión con grados de comandante y como jefe de la importante plaza militar de Santiago.
Sobreviene el golpe de Estado del 14 de enero de 1934. Batista pone fin al gobierno de los 127 días que encabeza el presidente Grau, y necesita a un hombre enérgico para que rija la Policía Nacional. Ese hombre es José Eleuterio Pedraza, que se rodea de soldados, policías y miembros del cuerpo paramilitar de la Porra machadista tachados de asesinos y torturadores. Tiene su tropa de choque en el Servicio de Inteligencia Militar, creado por Batista y dirigido por dos hombres de su confianza, el comandante Jaime Mariné y el capitán Belisario Hernández. Se apoya asimismo en la Radio Motorizada y en un Servicio de Control destinado a la eliminación de opositores. Entre las fuerzas represivas se pone de moda el purgante conocido como palmacristi —aceite de ricino—. Los oposicionistas son conducidos a lugares apartados y ya allí, a punta de ametralladora, los obligan a ingerir un litro de ese purgante o, lo que es peor, de aceite de aeroplano.
Al comienzo de la huelga de marzo quiere Batista conferenciar con sus organizadores y a ese efecto procura una entrevista con el doctor Enrique Fernández, líder grausista y subsecretario de Gobernación con Guiteras, que acude al campamento de Columbia a conversar con el jefe del Ejército. Enterado de ello, Pedraza demandó a Batista que le concediera 48 horas para dominar la situación. Accedió el coronel y Pedraza puso en práctica un método de terror cuya primera víctima fue el propio Fernández, torturado con sevicia y asesinado. Más de 20 cadáveres aparecieron en lugares apartados de la ciudad. Pedraza puso a La Habana a dormir a las nueve de la noche. A partir de esa hora y hasta la mañana siguiente la urbe parecía un cementerio mientras que esbirros armados patrullaban las calles. La huelga es aplastada, el movimiento oposicionista es sofocado en una orgía de sangre, pero siguen los asesinatos y cientos de revolucionarios se asilan y toman el camino del exilio y las cárceles están atestadas de presos políticos.
Desapolillando archivos aparece una foto curiosa. Las autoridades norteamericanas invitan a los jefes de Policía de América Latina a un seminario en Washington y el presidente Franklin Delano Roosevelt los recibe en la Casa Blanca. A su lado, de completo uniforme, aparece el teniente coronel Pedraza.
Otras dos fotos llaman la atención del escribidor. En una, Batista asciende a coronel a Pedraza que luce todas sus decoraciones a la izquierda de la guerrera y saluda militarmente a su superior jerárquico. La otra imagen los muestra uno junto al otro. Pedraza asume la jefatura del Ejército a la que renuncia Batista para aspirar a la Presidencia de la República. En la despedida al jefe saliente, debe el entrante leer el discurso que llevaba preparado. Pero no puede. Trastrabilla, se salta las palabras, las manos le tiemblan. Al fin, será el doctor Domingo Ramos, ministro de Defensa, quien prosiga el discurso hasta el final. Corre el año 1939.
Trabaja Pedraza poco a poco para sacar del juego a Batista, ya presidente. Consigue que este, mediante decreto, nombre al teniente coronel Bernardo García, su ayudante, jefe de la Policía Nacional. Pero lo disgusta sobremanera que el Ejecutivo disponga que la Policía Marítima y el Servicio de Faros y Boyas pasen al Ministerio de Hacienda, en cuanto a su jurisdicción y pago del personal. En otro decreto, Batista dispone el remplazo en la Policía de Bernardo García por el teniente coronel Manuel Benítez, medida que saca a Pedraza de sus casillas y lo lleva a pedir a la Policía que no obedezca a su nuevo titular. Se presenta en la División Central de ese cuerpo y dice que Bernardo García, aun con traje de civil, permanecerá a su lado disfrutando de la confianza de siempre. Tiene el apoyo de Ángel Aurelio González, jefe de la Marina. Por intermedio del coronel Manuel López Migoya, inspector general del Ejército, solicita Pedraza una entrevista al Presidente. Quiere que el Ejército, la Marina y la Policía queden bajo su mando. No lo reciben.
Sigue Batista el curso de los planes subversivos. Morteros emplazados en la azotea de la jefatura de Policía, en Monserrate y Empedrado, y las baterías del Castillo de la Punta, sede del Estado Mayor de la Marina de Guerra, apuntan hacia Palacio. En la noche del 3 de febrero de 1941, Batista decide no esperar más y cubierto con una chaqueta de cuero, como la de los aviadores, atuendo que se pondría de moda, y tocado con una gorra de pelotero, sale de Palacio hacia la Ciudad Militar de Columbia, en un automóvil de chapa particular. Lo acompañan solo dos hombres, los tenientes coroneles Ignacio Galíndez, jefe del Sexto Distrito Militar, destacado en Columbia, y Manuel Benítez, que sirve de chofer. Ya en el interior del campamento, Batista, en su condición de Presidente de la República, asume el mando superior de las Fuerzas Armadas, destituye al jefe de la Marina y a Pedraza y ordena, en la mañana fría y gris del día 4, llamada general para explicar los hechos. Oficiales y soldados ratifican su lealtad al jefe del Estado que pronuncia allí un discurso de resonancias bonapartistas que, dicen sus biógrafos, es su mejor pieza oratoria y que vista hoy no pasa de ser una alocución llena de cursilería y lugares comunes. Dijo para comenzar: «En esta mañana en que el sol se oculta como abochornado…».
Una foto muestra a José Eleuterio Pedraza y Cabrera, ya destituido. Viste de civil, con sombrero y saco de corte cruzado. Sale hacia Miami y lo despide el coronel López Migoya, nuevo jefe del Ejército, no se sabe si por cortesía o para constatar si el sujeto se marchaba de veras.
Al día siguiente, el periódico Información se hacía eco de la rapidez con que la embajada norteamericana en La Habana tramitó la entrada de Pedraza y de Bernardo García en Florida, pese a no disponer de pasaportes ni haber cumplido las severas formalidades exigidas por la Inmigración de ese país. Mr. Messersmith, embajador norteamericano, acudió a Palacio a felicitar a Batista por su rápida y certera actuación. (Continuará)