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Cuatro Caminos

Está a punto de llegar al siglo y lo han dejado como nuevo.  Tras un largo y cuidoso proceso que rescató la edificación y le aportó valores contemporáneos, abrió sus puertas el centro comercial Cuatro Caminos, llamado en sus inicios Mercado General de Abasto y Consumo, y conocido popularmente como Mercado o Plaza de Cuatro Caminos o Mercado Único de La Habana, sitio de referencia en el entramado urbano habanero y uno de los símbolos identitarios de la capital.

Se trata de un edificio de dos plantas con sótano que ocupa totalmente la manzana enmarcada por las calles Monte, Cristina, Arroyo y Matadero. Un puente lo conectaba con uno de los inmuebles de la manzana aledaña. El primer piso, en torno a un patio central, posibilitaba la venta de productos agropecuarios y frutos del mar, entre otros renglones, mientras que  en la segunda planta se asentaban establecimientos para la venta de artículos industriales —ropa hecha, zapatos, sombreros…— y varias fondas y pequeños restaurantes con una oferta muy bien apreciada, en la que sobresalían el arroz frito y la sopa china. Se accedía al edificio por cualquiera de las calles que lo rodean, y una de sus entradas estaba habilitada para el paso de vehículos  con  mercancías. Los valores esenciales del inmueble se respetaron e incluso se rescataron en el proceso de remodelación.

Se edificó en 1920 a un costo de 1 175 000 pesos. Había en esos días, en el Ayuntamiento de La Habana, un grupo de concejales pertenecientes al Partido Liberal que respondía al nombre de El cenáculo y apoyaba a Gerardo Machado. Puestos de acuerdo todos sus integrantes, decidieron conceder al avispado político y empresario Alfredo Hornedo y Suárez la concesión para construir y operar por 30 años el Mercado General de Abasto y Consumo, con ganancias calculadas en unos 2 000 pesos diarios. Cuando dicho permiso estuvo a punto de vencerse, el antiguo concejal, ya Senador de la República y presidente del Partido Liberal, se gastó una fortuna con el fin de hacer elegir como alcalde de La Habana a su sobrino Alfredo Izaguirre Hornedo, que podría prorrogarle la licencia. No consiguió que lo eligieran, aunque con ligeras variantes, la concesión siguió girando a su favor.

El permiso del Ayuntamiento otorgaba a Hornedo para el municipio de La Habana un verdadero monopolio que él operó mediante un testaferro. Prohibía la apertura de un establecimiento similar en un radio de dos kilómetros y medio e impedía asimismo la apertura de casillas de expendio —los humildes puestos de viandas y frutas— en 700 metros a la redonda. De ahí lo de mercado único. Por eso debió cerrar el mercado de La Purísima, en Luyanó, aunque se permitieron mercados libres en El Vedado y en el Cerro.

Hornedo, ¿quién es usted?

En una crónica, el historiador Eusebio Leal lo evoca con bastón y sombrero de jipijapa, «vestido de gris, de chaleco y leontina, de estatura media, de cabellera blanca casi plateada y piel bronceada…», que regalaba  monedas de cinco centavos a los muchachos del barrio que en la mañana acudían a saludarlo en su residencia de Carlos III y Castillejo antes de que abordara su imponente Cadillac negro.

«Se le atribuye una gran fortuna y era un audaz inversionista», escribe Guillermo Jiménez en su libro Los propietarios de Cuba; 1958. Mestizo y de origen humilde, Hornedo fue un hombre hecho por sí mismo. Nació en La Habana, en 1882, y fue vendedor ambulante de frutas y cochero. Propietario de un tren de coches, dicen algunos, mientras que otros aseguran que prestó servicio como cochero a la familia Maruri. Una familia blanca y acomodada. Conoció a Blanquita, la muchacha de la casa con la que sostendría, sin la oposición de la familia, un romance que terminó en matrimonio y que duró hasta que ella falleciera. Si bien se benefició de la posición y el capital de los Maruri, no es menos cierto que multiplicó hasta lo inconcebible  esa fortuna, que tuvo su escalón inicial en el Mercado Único de La Habana.

Fue propietario de los periódicos Excélsior y El País y accionista del diario El Crisol. Presidente y propietario del club Casino Deportivo (actual círculo social Cristino Naranjo) y de la urbanización de ese nombre (reparto Antonio Maceo). También lo fue del Club de Cazadores de La Habana, y, en sociedad con su sobrino, del edificio de propiedad horizontal Río Mar, en La Puntilla. Propietario asimismo del teatro Blanquita (actual Karl Marx) con 6 600 lunetas —500 más que el Radio City Music Hall, de Nueva York, pista de hielo y cafetería para 200 clientes. Propietario del hotel Rosita de Hornedo (actual Sierra Maestra) con 11 pisos, 172 habitaciones y dos pent houses, y al que dio el nombre de su segunda esposa, Rosa Almanza, una enfermera que cuidó de Blanquita en sus últimos años.

Después de presidir el Ayuntamiento habanero, en 1916, Hornedo llegó a la Cámara de Representantes en 1918 y fue relecto en varias ocasiones senador, siempre por los liberales, en 1936, 1944 y 1948. Delegado a la Convención Constituyente de 1940.

Falleció en la Florida, en 1964. Bien merece recordársele en este aniversario de La Habana.

Esquinas

La Habana tuvo un crecimiento lento. Desde su asentamiento a la vera del Puerto de Carenas, demoró más de 300 años para llegar a la calle Galiano. Demoraría 20 años más en llegar a Belascoaín, y otro medio siglo para empatarse con Infanta, aunque ya la población se escurría hacia el Cerro, los Puentes Grandes, los Quemados de Marianao, Jesús del Monte, los caseríos de La Víbora y Arroyo Apolo, El Vedado… Todavía a comienzos del siglo XX las vacas que daban leche a la capital pasaban la noche, en su mayoría, en dos grandes establos: los espacios que ocupan la Central de Trabajadores de Cuba y el Mercado Único. De ahí que para un habanero definitivo como Manuel Sanguily todo lo que quedara más allá de Belascoaín era el campo.

Tres caminos principales arrancaron de la Muralla. Los de Monte —el más importante, que fue hasta prácticamente el otro día la vía principal de entrada y salida entre la ciudad y las afueras— San Antonio Chiquito, que iba hasta el actual Cementerio de Colón por las vías de Reina, Carlos III y Zapata,  y el de San Lázaro. Gracias a la calle Belascoaín—llamada primero Gutiérrez y luego de la Beneficencia— San Lázaro se unió a partir de 1782 con Monte. En Monte y Belascoaín  había una marisma. Se rellenó y surgieron los Cuatro Caminos.

Ahí empezaba el camino del Cerro, que continuó hasta Quemados de Marianao gracias a los Puentes Grandes. De la Esquina de Tejas partió el camino de Jesús del Monte con su puente de Agua Dulce. El caserío de Jesús del Monte existía ya a mediados del siglo XVIII. Dejó atrás ese camino el caserío de la Víbora y se adentró en Arroyo Apolo, donde, en La Palma, se bifurcaba hacia Santiago de las Vegas y Bejucal y hacia El Calvario y Managua. En sentido contrario, Monte dejaba atrás el Parque de la Fraternidad y llegaba a Egido, y Belascoaín se internaba en el mar.

Cuando llovía en La Habana se inundaban los Cuatro Caminos. Rememoraba Eduardo Robreño: «Y es que en efecto, en cuanto caían cuatro gotas, se inundaban los Cuatro Caminos, como si bastara una sola gota para que se inundara cada una de esas cuatro vías».

Hoy el panorama ha cambiado, aunque el escribidor sospecha que las inundaciones son las mismas pese a los esfuerzos encaminados a erradicar el problema. Un edificio se construyó en cada una de sus esquinas, el más alto de todos —nada menos que de tres plantas—. Es el primero de la derecha, según se va para Jesús del Monte y sus portales fueron escenario  de no pocas tragedias. Cuando el tranvía que iba por Belascoaín doblaba para coger Monte, lo hacía tan pegado a sus portales que en más de una oportunidad tomaron desprevenido a un transeúnte y lo comprimieron contra los muros. Se intentó una solución. Una reja de alambre saldría del edificio y alcanzaría la calle. Fue peor el remedio que la enfermedad: el peatón quedaba enredado con la reja. No quedó otra alternativa que dar un corte transversal en la pared del inmueble para evitar esos accidentes que llegaron a 12. En definitiva ya el edificio no existe.

Frente quedaba el café Central, propiedad del asturiano Lucio Fuentes. Este establecimiento estuvo cerrado durante mucho tiempo, lo reabrieron y ofrecía desde fuera una buena impresión. Un día amaneció cerrado. El escribidor pensó en algo pasajero, pero ¡adiós Lola! Nunca más volvió a abrir.

Otro café fue en Cuatro Caminos todo un suceso. Allí, en Las Paredes, que ese era el nombre del establecimiento,  no había mesas ni banquetas y tenía que consumir de pie. El habanero de la época, después del refrigerio, gustaba de permanecer en el café por tiempo indefinido, conversando con otros parroquianos. Nadie lo apuraba. Nadie le pedía que se fuera. Ocurrió sin embargo algo interesante. Era tan buena la oferta de Las Paredes y tan eficiente el servicio que bien pronto ganó la preferencia. Era sitio  ideal en los Cuatro Caminos para beber «la del estribo» luego de haber disfrutado en el cercano teatro Esmeralda de la música de Tata Villegas, Pancho Majagua, Sirique y tantos otros trovadores de entonces.

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