Lecturas
La aparición en los pantanos de los Everglades, Florida, el 29 de mayo de 1976, del cuerpo sin vida de Jesús González Cartas, alias «El extraño», asesinado en circunstancias no precisadas, vino, de cierta manera, a poner punto final a un incidente ocurrido en La Habana más de 30 años antes cuando en la esquina de Monte y Cienfuegos, frente al Parque de la Fraternidad, era muerto a tiros, desde un vehículo en marcha, Enrique Enríquez Ravena, jefe del Servicio Secreto del Palacio Presidencial. Identificados como autores del crimen fueron, aparte de González Cartas, Luis Salazar, alias «Wichy», y Antonio de Cárdenas, conocido como «Cuchifeo», y a pesar de la conmoción que la muerte inesperada de su subalterno, a quien apreciaba, ocasionó en el presidente Ramón Grau San Martín, el hecho quedó impune por falta de pruebas de convicción. La voz popular aseguró que en el portal del café La zambumbia, en la propia esquina, se encontró un cartel que decía: «Los que nada han hecho nada teman. La revolución venga a sus muertos».
Eran las diez de la mañana del martes 20 de abril de 1945 cuando disparos de ametralladora calibre 45 se mezclaron con el sonido de las alegres notas musicales que salían por los altavoces de la emisora radial CMQ, en Monte y Cárdenas. Un auto marca Ford, proveniente de la calzada de Reina, perseguido por dos vehículos, ganaba la calzada de Monte y se detenía de manera abrupta a la altura de la calle Cienfuegos. Lo tripulaban el jefe del Servicio Secreto de Palacio y Narciso Carrión Rojas «Guanajay», su chofer y hombre de confianza. ¡Agáchate, que te van a tirar!, exclamó el primero antes que una lluvia de balas impactara el vehículo en que viajaba sin darle tiempo a hacer uso de la pistola que portaba siempre. Guanajay salió ileso.
Pese a los años transcurridos se desconoce con exactitud el motivo del atentado. El presidente Grau, con traje blanco y corbata negra y visiblemente emocionado, dijo, en la despedida de duelo, que lo mataron «porque era buen hombre del gobierno, porque era honrado y virtuoso… porque estaba colaborando estrechamente con un gobierno honrado…».
Otros aseveraron que enemigos políticos del Gobierno, en plan de sabotear la obra del presidente, liquidaban a un funcionario de su confianza, mientras que otros atribuían el crimen a una venganza de Acción Revolucionaria Guiteras (ARG) organización del «gatillo alegre» que presidía El extraño, contra el gobierno por la muerte, en un intento de fuga del Castillo del Príncipe, de Gustavo Pino Guerra, cuyo indulto había solicitado la ARG en varias ocasiones.
Se dijo por otra parte que fue un pase de cuentas por las simpatías del occiso con el Gobierno batistiano finalizado en 1944, y sus estrechas relaciones con el comandante Jaime Mariné, director de la Comisión Nacional de Deportes y ayudante de Batista. Es cierto que prestó servicio como optometrista en esa Comisión y fue miembro del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) sin dejar de ser por ello un hombre de la absoluta confianza del doctor Grau San Martín. Por indicaciones suyas ingresó en la Policía Judicial durante el Gobierno de los 127 días y, al caer este, se mantuvo en el cuerpo también por petición de Grau. Sus vínculos con Mariné le permitieron conocer muchas de las interioridades del Gobierno de Batista y dar cuenta de ellas oportunamente a Grau. Algo más importante aún. Las relaciones con Mariné le permitieron conocer los vínculos secretos que muchos que se las daban de opositores mantenían con Batista a través del general Manuel Benítez, jefe de la Policía Nacional y del propio Mariné.
Escribía Enrique de la Osa en Bohemia: «Por esta razón había muchas personas interesadas en eliminar a Enrique Enríquez del mundo de los vivos. Resultaba un testigo demasiado comprometedor para algunos líderes revolucionarios que mantuvieron conexiones subterráneas con los prohombres del régimen barridos por la voluntad popular el 1 de junio de 1944. ¿No serían sus matadores instrumentos ciegos de esos intereses ocultos?».
El mismo día del sepelio de Enríquez, el senador Eduardo Chibás anunció por la radio y los periódicos que en 48 horas la opinión pública sabría el nombre de los asesinos del jefe del Servicio Secreto de Palacio. Faltando poco tiempo para que se venciera el plazo, visitó el parlamentario al coronel Carreño Fiallo, jefe de la Policía, y le dio los nombres de los culpables. Salazar, Cárdenas y González Cartas, y comentó que a las seis de la tarde los daría a conocer por la radio. Sin perder tiempo, Carreño llamó a la prensa y dio la noticia como suya.
Visitó además a Orlando León Lemus, un pandillero que hizo célebre el seudónimo de «El colora’o». Le advirtió que si conocía el paradero de los implicados en el atentado, les pidiera que se entregaran a fin de evitar derramamientos de sangre. El colora’o respondió que ignoraba todo lo concerniente al asunto, pero que le avisaría en cuanto la Policía localizara a los culpables.
Mientras el subsecretario de Defensa aludía a la existencia de un complot encaminado a eliminar, no solo a Enrique Enríquez Ravena, sino también al general Pérez Dámera, jefe del Ejército, al jefe de la Policía y a él mismo, lo que nunca se comprobó, se supo que una autoridad superior mostró a Rogelio Hernández Vega, alias «Cucú», segundo jefe de la Policía Secreta, las fotos de los culpables en la muerte de Enríquez para que procediera a su detención. Puesto en ese trance, Cucú presentó su renuncia porque «una cuestión de delicadeza le impedía actuar contra elementos de su misma filiación revolucionaria».
El cabello le salía desde la frente y los ojos le lucían ligeramente dormidos, pero Jesús González Cartas no tenía nada de extraño; era una persona físicamente normal, con una facilidad extraordinaria, eso sí, para cambiar de fisonomía siempre si podía valerse de una prótesis dental, una peluca y unos espejuelos de aro. Su última dirección de Cuba es la de la calle 72 esquina a 9na., en el reparto Querejeta, Marianao, aunque pasaba temporadas en el domicilio de su esposa, en Lawton.
Ocupó la secretaría general de la ARG y tenía todo un rosario de causas pendientes en los tribunales, como la de su participación, por órdenes del sátrapa Rafael Leónidas Trujillo, en el secuestro del líder obrero dominicano Mauricio Báez, lo que lo convirtió en prófugo de la justicia cubana. En su libro La república de Miami, José Buajasán y Jorge L. Méndez ofrecen la ficha que de El extraño hizo el Buró de Investigaciones de la Policía Nacional cubana. Entre otros hechos de sangre, se le acusaba de haber participado en el atentado donde perdió la vida el excapitán Rafael Díaz Joglar por haber traicionado a Antonio Guiteras, y del asesinato de varios policías, como el cabo Abad Gil, que tuvo participación asimismo en la muerte del héroe del Morrillo. Estuvo además en el asesinato del líder obrero machadista Juan Arévalo, y la Policía lo buscaba por sus implicaciones en el asalto al cuartel Goicuría, de Matanzas, en 1956. Antes, en 1949, tuvo parte en un atentado fallido a Rolando Masferrer.
En Miami y en otras ciudades norteamericanas fue el iniciador de las extorsiones a los que llamaba «emigrados económicos», esto es, cubanos propietarios de negocios que habían llegado a EE. UU. antes del triunfo de la Revolución, o dedicados al tráfico de drogas y al juego prohibido que por lo ilegal de su actuación no lo denunciarían. Escondió en su casa a los asesinos de Luciano Nieves, excapitán del Ejército Rebelde y ayudante del comandante Camilo Cienfuegos. Ya en el exilio trató de buscar un acercamiento con las autoridades de la Isla. Y al parecer fueron los asesinos de Nieves los que pasaron la cuenta a El extraño.
¿Qué se hizo de los otros culpables de la muerte de Enrique Enríquez Ravena?
El 23 de julio de 1948 Cuchifeo Cárdenas sufrió un atentado en El Vedado, pero escapó con vida. El escribidor le pierde el rastro a partir de esa fecha.
Wichy Salazar se dio a la tarea de perseguir a Policarpo Soler, acusado del asesinato de su hermano. Policarpo sin embargo se le adelantó y lo tiroteó en la calzada de Ayestarán. A partir de ahí Wichy sobrevivió nerviosamente como un condenado a muerte sin fecha fija. Le llegaría el momento el 1ro. de septiembre de 1949, también en la calzada de Ayestarán, justo frente a la casa donde sufriera el atentado anterior. Lo acompañaban un amigo y su hermana Efigenia cuando una ráfaga de ametralladora los abatió a los tres. La muchacha quedó gravemente herida y los hombres, habituados a tales lances, usaron sus armas para repeler a los agresores, que ya huían. El episodio no había terminado. Desde un automóvil en marcha, con una ametralladora, tirotearon a los heridos tendidos en el pavimento. Un hombre grueso, de pelo negro y espejuelos oscuros descendió del vehículo y con saña meticulosa remató a los dos hombres casi a quema ropa. Era Policarpo Soler. Cerca, entre otros matones, se movía El colora’o. Efigenia Salazar quedó viva para contar la historia.