Lecturas
La pregunta me toma por sorpresa, pero más me asombra la juventud del interesado. Inquiere detalles sobre Nicolás Manuel de Escobedo, figura ya un tanto olvidada, pero de verdadero relieve y mérito, formada al calor del pensamiento del presbítero Félix Varela, y fundador, en 1820, de El Observador Habanero, una revista, dicen los especialistas, de alto valor literario y que apenas duró un año. Le llamaron el ciego que vio claro. Atacado por el glaucoma, perdió la vista a temprana edad y la imagen que de él se conserva, lo muestra con unas extrañas gafas —casi un antifaz— que le cubren totalmente los ojos. O las órbitas porque leí en alguna parte, hace tiempo, que se hizo sacar los ojos en París a fin de librarse de los terribles dolores que le provocaba la enfermedad.
El escribidor ha visto su apellido escrito indistintamente con «b» y con «v». Escovedo, escribe César García del Pino en Mil criollos del siglo XIX; Diccionario biográfico (2013). Y Escobedo escribe Henríquez Ureña en su Panorama histórico de la literatura cubana (1963). Y también Félix Lizaso en su Panorama de la cultura cubana (1949).
Nicolás Manuel de Escobedo y Rivero nació en La Habana en 1795. Cursó estudios en el Seminario de San Carlos; se hizo bachiller con 17 años, y con 20, tras graduarse de Filosofía y Derecho en la Universidad habanera tenía a su cargo la cátedra de Texto Aristotélico en esa casa de altos estudios.
Fue además un brillante abogado y orador. Al crearse la cátedra de Constitución en el Seminario de San Carlos, se presentó a oposiciones para desempeñarla; la ganó Varela, pero cuando este se traslada a España para asumir su puesto de Diputado a Cortes, es Escobedo quien lo sustituye, mientras que José Antonio Saco lo hace en la cátedra de Filosofía. En 1837 Escobedo proclamaba que nada debía esperar Cuba de España. Impulsó la Academia de Literatura que prohibió el capitán general Miguel Tacón, gobernador de la Isla. Formada por un grupo de notables, la Academia se proponía llevar adelante proyectos en beneficio de la enseñanza y las letras.
Escobedo falleció en París, en 1840, a los 45 años de edad. Sus restos fueron traídos a Cuba. El elogio fúnebre estuvo a cargo de José de la Luz y Caballero. La censura impidió la publicación de las palabras del maestro de El Salvador.
Desde la cátedra de Filosofía, Félix Varela lleva adelante las enseñanzas de sus maestros O‘Gabán y José Agustín Caballero. Quiere lo nuevo, pero entran en sus elencos proposiciones que pugnan con su anhelo de liberar de una vez los métodos de las cargas y trabas que dificultaban la marcha del pensamiento, escribe Lizaso
Es Nicolás Manuel de Escobedo, quien ante una de aquellas incomprensibles proposiciones, le pregunta: Padre Varela, ¿para qué sirve esto?
Diría después Varela: «Confieso que me enseñó más con aquella pregunta que lo que yo le había enseñado en muchas lecciones. Fue para mí como un sacudimiento que despierta a un hombre de un profundo letargo. ¡Qué imperio tienen las circunstancias! Nada más me dijo, y me hizo pensar por muchos años».
En las reformas de Varela resultó decisiva la influencia del Obispo Espada. Prosigue Varela:
«Poco después formé un elenco que aún tenía varias proposiciones semejantes a las que llamaron la atención de Escobedo, bien que yo no percibía su semejanza, y cuando se le presentó al señor Espada, le dijo este a su secretario: Este joven catedrático va adelantando, pero aún tiene mucho que barrer, y le hizo notar como inútiles las proposiciones que yo creía más brillantes».
Agrega el ilustre presbítero: «Tomé, pues, la escoba, para valerme de su frase, y empecé a barrer, determinado a no dejar ni el más mínimo polvo del escolasticismo…».
Max Lesnik, director de Radio Miami, me telefoneó desde esa ciudad para decirme lo que varias personas me habían dicho aquí en la calle. Al anotar tu visita al comandante Morales, el hombre que asumió la defensa del cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, dice Max, dejaste fuera el pollo del arroz con pollo al no referir lo que conversaste con el exmilitar.
No pudiera reproducir ahora aunque quisiera el diálogo que sostuve con Morales y que apareció en la revista Cuba. Yo eludo prestar libros y nunca presto una revista. Si es difícil que te devuelvan un libro, de una revista, ¡olvídate! Dala por perdida de antemano. Pese a esa convicción, presté el ejemplar que contenía la entrevista con Morales y, por supuesto, lo perdí. No puedo precisar ahora la fecha de publicación de la entrevista, y no recuerdo el nombre de pila del militar. El texto formaba parte de un trabajo más largo sobre el Moncada.
Me dijo que aquel 26 de julio él acababa de irse a la cama —había carnavales en Santiago de Cuba— cuando sintió los tiros. Pensó por un momento que se trataba de los voladores habituales de los chinos durante la fiesta, pero cuando se convenció de que no lo eran, tomó el yipi y se dirigió al cuartel.
Allí, en la jefatura, encontró al coronel Ríos Chaviano que solicitaba, por teléfono, refuerzos a La Habana. Cuando lo vio, le encargó que asumiera la defensa de la unidad, lo que hizo pese a que, como inspector general del Regimiento, no tenía tropas a su mando.
En el vivac, Morales aparece con Fidel en más de una foto. Me dijo que en determinado momento, durante el interrogatorio o después, el jefe del ataque pidió un tabaco y que alguien, posiblemente el Coronel, se lo negó y que él, Morales, dijo que sí y dispuso que buscasen el tabaco.
Fue él quien condujo a Fidel desde el vivac hasta la cárcel de Boniato. Debía conducir asimismo a Melba Hernández y Haydée Santamaría, a las que Morales en nuestra conversación, nunca mencionó por sus nombres.
«Para asegurarme de que no sucediera nada desagradable —dijo—, los llevé en mi automóvil. En el asiento delantero viajamos el chofer, Fidel en el centro, y yo en el puesto de la derecha. Detrás, “las mujeres” flanqueadas por mis dos hijos, ambos oficiales de carrera».
En un banco, en el vestíbulo de la cárcel de Boniato, esperaron por los trámites para el ingreso de Fidel en la prisión.
Continuó Morales: «Comandante, siento mucho la muerte de su hermano —me dijo Fidel.
«Mi hermano, también militar, murió durante el ataque, el 26. Le dije que no se apenara por eso. Eran cosas que sucedían en un combate.
«Un rato después entraron los moncadistas. Me dijo entonces: ‘Comandante, aquí me faltan hombres.’»
«¿Qué decirle? Eludí la respuesta. Comenté que la jefatura me había confiado conducirlos a prisión, a él y a “las mujeres”, y que habían llegado sanos y salvos. Yo no soy un asesino ni mis hijos tampoco, recalqué».
Pasaron los años. En 1958, a pedido de Batista, Morales viajó a La Habana. Quería el dictador saber su opinión sobre la situación en Oriente. Se vieron en el Palacio Presidencial. Batista comentó que tenía muy poca gente en quién confiar, sí en él porque ambos podían ufanarse del mismo origen: el golpe de Estado orquestado por los sargentos el 4 de septiembre de 1933.
Para Morales, el gran culpable era Ríos Chaviano, jefe de la provincia y cuñado o concuño del general Tabernilla, jefe del Estado Mayor Conjunto. Se extendió en algunos detalles sobre la conducta personal del Coronel, notoriamente bisexual. Esto, apunta el escribidor, se reafirma en un informe del coronel Orlando Piedra, jefe del Buró de Investigaciones, al general Batista en el que le dice —escribo de memoria— que mientras nuestros hombres mueren en Oriente, Ríos Chaviano, aquí en el Vedado, está encerrado con tres o cuatro muchachos en una habitación del hotel Flamingo. Nada, que el tipo mascaba con los dos carrillos.
No siempre los jefes gustan de escuchar las verdades de sus subordinados. Ríos Chaviano fue ascendido a General y al comandante Morales lo pusieron de patitas en la calle. Lo sacaron de las filas sin derecho a pensión.
Pasaron los meses. Triunfa la Revolución. Corría el mes de octubre de 1959 y Morales se entera de que Fidel estaba en el aeropuerto de Santiago. Tomó su automóvil y corrió hacia allá. El jefe de la Revolución, en compañía de Celia Sánchez, conversaba en uno de los pasillos de la terminal aérea con un grupo de personas. Al ver a Morales, pese a los años transcurridos, lo reconoció en el acto. Le dijo: «Comandante, ¿qué hace usted aquí? ¿Pasa algo?».
Morales explicó lo penoso de su situación. Su expulsión, los largos meses sin cobrar un centavo. «No se preocupe. Eso se va a resolver».
Se resolvió. Contaba Morales que no solo le dieron la pensión a la que tenía derecho por sus largos años de servicio, sino que se la otorgaron desde el momento mismo en que fue separado del Ejército.
Desconocía el escribidor que François Sagan, la célebre autora de Buenos días, tristeza, Una cierta sonrisa y ¿Ama usted a Brahms?, había estado en Cuba, y lo hizo nada menos que como corresponsal del periódico L’Express, de París. Se estrenaba entonces como periodista.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir le habían dado muy buenas referencias de Cuba, dijo. Precisó que la Revolución Cubana era un acontecimiento de trascendencia universal y que ella reportaría sobre los festejos del 26 de julio de aquel año. Permanecería una semana en La Habana.
Tuvo una agenda muy apretada en su intento de conocer las realizaciones y perspectivas del Gobierno Revolucionario. Se alojó en el hotel Riviera y disfrutó una espléndida cena cubana en La Bodeguita del Medio. Quizá dejó su firma en una de las paredes del establecimiento.