Lecturas
VARIOS jóvenes me interceptaron en la calle para preguntarme si es cierto, como dije hace un par de domingos, que en Cuba existieron generales de cinco estrellas. Claro que es cierto. Existió por lo menos uno. Tenía cinco estrellas y ninguna batalla. Se trata de Francisco Tabernilla Dolz, jefe, con grados de mayor general, del Estado Mayor entre 1952 y 1957, y, a partir de diciembre de ese año, como teniente general, primero, y General en Jefe, después, del Estado Mayor Conjunto. Era el sujeto que, en los días de la guerra en la Sierra Maestra, no se cansaba de repetir que había que darle candela al jarro hasta que soltara el fondo, y ya se sabe lo que pasó. El fondo lo soltaron él y su tropa; los rebeldes derrotaron a sus altos oficiales en toda la línea.
Cuatro generales
Graduado de la Escuela de Aplicación de Oficiales del Ejército, con sede en el Castillo del Morro, e hijo del dueño o el concesionario del Mercado de Colón, en la Plaza del Polvorín —donde se erigió después el Palacio de Bellas Artes—Tabernilla, que era ya primer teniente, es de los pocos oficiales que apoya el golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933 protagonizado por un sargento llamado Batista. Continúa a partir de ahí su carrera de ascensos y llega a general luego de que el Acuerdo-Ley 7 de 27 de enero de 1942 —Ley Orgánica del Ejército— dispone restituir en las Fuerzas Armadas ese grado, eliminado tras el 4 de septiembre, cuando se instituyó que el grado más alto fuese el de comandante, si bien el jefe del Ejército, que era Batista, ostentaría el de coronel y sería secundado por cuatro oficiales que lucirían el grado transitorio de teniente coronel. Eso de transitorio quiere decir que si abandonaban dicho cargo y seguían en el Ejército, serían comandantes, y como tales pasarían a retiro.
Sale Batista del Ejército, gana las elecciones generales y asume la Presidencia de la República el 10 de octubre de 1940. En diciembre de 1941, Cuba rompe hostilidades con Japón y Alemania y entra en la 2da. Guerra Mundial.
La Ley Orgánica de 1942 dispuso que el Ejército contara con cuatro generales de brigada. Uno de ellos, elegido libremente por el Presidente de la República, sería el jefe del Estado Mayor y lo haría con el grado de mayor general, oficial que luciría tres estrellas en el hombro y dos en el cuello de la guerrera. Era un grado transitorio y para desempeñarlo el oficial favorecido debía haber ostentado, por lo menos durante dos años, el grado de general de brigada.
Rumores crecientes.
Sube el doctor Ramón Grau San Martín a la Presidencia, el 10 de octubre de 1944, y, como es lógico, quiere quitarse de encima a los oficiales promovidos al generalato por Batista. Circulan rumores crecientes del pase obligatorio al retiro del mayor general Manuel López Migoya, uno de los sargentos del 4 de septiembre llegado a jefe del Estado Mayor. A fin de conocer la veracidad de esos comentarios, Migoya visita a Grau el 13 de febrero de 1945, y el Presidente le ratifica su confianza absoluta. A fines del mismo mes, sin embargo, el General, «cansado de sus 26 años de servicio y deseoso de volver a la vida privada», solicitaba de manera voluntaria su retiro.
Bohemia, en su edición del 11 de marzo de 1945, dice que así lo informó López Migoya a la prensa y anunció que su sustituto reglamentario sería el general de brigada Alejandro Gómez Gómez, inspector general del Ejército, que era, por cierto, el único general ascendido por Batista que quedaba en la institución. Pero Gómez Gómez se quedó con las ganas —y terminó preso en La Cabaña—, pues casi al mismo tiempo la Secretaría de la Presidencia anunciaba que Grau había firmado el decreto con el que nombraba jefe del Estado Mayor General al coronel Genovevo Pérez Dámera. Asumiría con grados de mayor general, que disfrutaría en propiedad, decía el documento, a los dos años de permanencia en el cargo. Era una situación anómala. Si bien ninguno de los generales de brigada reunía los requisitos que exigía la Ley Orgánica para ocupar la jefatura del Estado Mayor, Genovevo tampoco, pero estaba tocado por la varita mágica del Presidente, de quien había sido ayudante durante su primer mandato (1933—1934). No pudo, sin embargo, calzarse los grados en propiedad. Cuando en 1949 el presidente Prío lo sacó del Ejército por alta conveniencia del servicio, el obeso y vitaminado oficial debió acogerse al retiro de coronel.
Antes de la salida de López Migoya y Alejandro Gómez Gómez, Grau se había sacudido de otro de los generales de Batista. El ya aludido Francisco Tabernilla Dolz, el futuro general en jefe.
Minan el puente de La Cabaña
Grau logró que se prohibiera la bandera multicolor del 4 de septiembre en los institutos armados y consiguió que el día del soldado dejara de celebrarse en esa fecha, y pasara para el 15 de diciembre, en recuerdo de la brillante victoria de Máximo Gómez en Mal Tiempo.
Tabernilla, un connotado batistiano, mandaba en La Cabaña y esa fortaleza, si bien separada por las aguas de la bahía, se ubicaba frente al Palacio Presidencial.
Grau actuó con tacto. Invitó a almorzar a Tabernilla y ya en Palacio le comunicó su propósito de trasladarlo al cuartel de San Ambrosio, unidad de escasa importancia defensiva.
El General, con un gesto desdeñoso, ripostó:
—Mire, Presidente, no haga usted eso. Es en La Cabaña donde más le convienen a usted mis servicios.
Grau, que se las mandaba, respondió:
—General, lo que acabo de comunicarle es una orden.
Tabernilla se puso de pie como un resorte, y en posición de firme convino en aceptar el traslado, pero solo para prepararse a resistirlo. Esa misma noche trató de sublevar la guarnición a su mando, luego de emplazar los cañones con sus bocas amenazantes dirigidas hacia Palacio. Enterado Grau del asunto, llamó a su presencia a Gregorio Querejeta, promovido por él al generalato, y le pidió que a la mañana siguiente tomase el mando de La Cabaña.
—Señor Presidente, ¿sabe usted lo que sucede allí…? Vamos a tener que emplear la fuerza.
—Lo sé y por eso mismo es que confío en usted. Es una situación que hay que resolver con urgencia y por los medios que sean necesarios.
Querejeta sorprendió al Presidente cuando le dijo:
—Le anticipo que ya tengo minado el puente de acceso a la fortaleza. Voy a volarlo si Tabernilla se atreve a mover los tanques.
La sangre no llegó al río. No fue necesario hacer siquiera un disparo. Tabernilla, dócilmente, traspasó el mando de La Cabaña a Querejeta cuando este le informó que el presidente Grau lo había designado para sustituirlo.
En pugna
Las reformas instituidas en las Fuerzas Armadas cubanas a fines de 1957 establecieron que el oficial superior que asumiera la jefatura del Estado Mayor Conjunto ostentaría el grado de General en Jefe. El jefe del Estado Mayor del Ejército sería teniente general, y almirante el jefe de la Marina de Guerra. El General en Jefe luciría en los hombros cinco estrellas de plata en forma de pentágono regular. El Presidente de la República, también General en Jefe, fue distinguido en la Ley con el título de Jefe Supremo.
Pudiera pensarse que Francisco Tabernilla agradecería a Batista haberlo sacado de su ostracismo el 10 de marzo de 1952 y de haberlo colmado de prebendas y honores, entre ellos ese grado de general en jefe, tras su vuelta a la vida militar activa. Por no mencionar que el clan de los Tabernilla vivía de las Fuerzas Armadas. El general «Silito», uno de los hijos del viejo Pancho, era jefe de la División de Infantería Alejandro Rodríguez y del Regimiento Mixto de Tanques 10 de Marzo, además de secretario del dictador y jefe de su Oficina Militar; otro de los hijos, brigadier, era el jefe de la aviación, y un hijo más, piloto de guerra con grado de teniente coronel… No hubo agradecimiento. A medida que el Ejército Rebelde se anotaba victoria tras victoria, las relaciones se agriaban entre los dos viejos cúmbilas y Tabernilla buscaba la manera de zafarse de su jefe. Derrocada la dictadura, y ya en el exilio, ambos se echaron en cara mutuamente la responsabilidad de la derrota. En Respuesta (1960), su libro de memorias, Batista culpa a Tabernilla del desastre militar, mientras que Tabernilla paga a José Suárez Núñez, batistiano hasta la víspera, para que escriba el libro El gran culpable, con el fin de acusar a Batista de lo mismo.
El 24 de agosto de 1960, Tabernilla, desde Florida, dice a Batista, ya en Funchal, Islas Madeira: «En cuanto a su falta de valor, nadie la discute, todo el mundo está de acuerdo, pues su inconsulta y precipitada fuga así lo demuestra sin lugar a dudas. No trate ahora de echarle la culpa a nadie de lo sucedido en Cuba, ya que es usted y solamente usted el único responsable de la catástrofe (…). Añade que Respuesta es un libro mentiroso y acusa a Batista de haber destruido la moral de las Fuerzas Armadas y haber desarticulado su normal desenvolvimiento. Le reprocha que permitiera el auge del juego prohibido, «llegando las fabulosas recaudaciones a penetrar por la puerta principal del mismo Palacio Presidencial, con el fin de engrosar los depósitos para obras de caridad».
Se justifica: «La admiración, lealtad y sincera amistad que le profesaba, nublaron mi entendimiento, no pudiendo darme cuenta a tiempo de su egoísmo, ruindad y maldad. Usted me utilizó a mí de mampara para cubrir sus múltiples fechorías».
Batista tacha de pusilánime a su antiguo subordinado. Lo acusa de comentar con otros oficiales temas que debían permanecer en secreto. De propiciar un entendimiento con los rebeldes. Nada lo molestó tanto como la visita que el 29 de diciembre de 1958 hiciera el viejo Tabernilla al embajador norteamericano. Un agente secreto lo vio entrar a la sede diplomática, en compañía de otros dos oficiales, y Batista lo supo en el acto. Cogido entre la espada y la pared, Tabernilla dijo que lo había ido a ver para «preguntarle si él podía ayudarnos a obtener un arreglo», y como un niño en falta, juró y perjuró que lo hizo por el bien de Batista «porque usted quiere seguir luchando por una causa perdida y todos creen que usted espera el último minuto resignado a pegarse un tiro». Fue, en verdad, a decirle al embajador que el Gobierno estaba destruido y que el Ejército no era apto ya para respaldarlo. Dijo además que un grupo de oficiales había acordado deponer al Presidente y sustituirlo por una junta militar. Preguntó el diplomático si Tabernilla encabezaría esa junta. Lo negó este y preguntó a su vez qué le parecía el general Eulogio Cantillo como jefe.
A esas alturas, el Gobierno había perdido capacidad de maniobra. El Comandante Camilo Cienfuegos estaba a punto de apoderarse de Yaguajay, y Che Guevara mantenía cercada la ciudad de Santa Clara, mientras que en Oriente el Ejército Rebelde mantenía su cerco elástico en torno a Santiago de Cuba.