Lecturas
En un ciclo de conferencias que en el Aula Magna de la Universidad de La Habana auspició, una década atrás, la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana bajo el nombre de Memorias de la Revolución, el historiador Mario Mencía Cobas aseveraba que el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 fue «el detonante que generó la última fase de la insurrección armada popular».
Al realizar el recuento de sus consecuencias, el autor de El grito del Moncada expresó que aquel suceso dejó en suspenso la Constitución de 1940, cesó en sus cargos a los funcionarios que desempeñaban el Poder Ejecutivo y suspendió las funciones del Congreso de la República, si bien respetó los emolumentos de representantes y senadores, quienes siguieron devengándolos hasta el fin del período congresional.
Por otra parte, los golpistas ponían en vigor la Ley de Orden Público, que prohibía el derecho de huelga durante 45 días y, entre otras arbitrariedades, ilegalizaba las reuniones de más de dos personas y toda manifestación contra el gobierno. Además, suspendieron —primero por 72 horas y por 45 días después— el Reglamento General del Ejército y la Ley Orgánica del Retiro de las Fuerzas Armadas, paso previo a un movimiento de personal ejecutado a plena conveniencia. La purga afectó al mayor general Ruperto Cabrera, jefe del Estado Mayor, y a los generales de brigada Otilio Soca Llanes, Quirino Uría y José H. Velázquez, sacados de Cuba en avión con destino a Miami, el mismo 10 de marzo. Quedaron fuera, asimismo, siete coroneles, dos tenientes coroneles, 13 comandantes, 28 capitanes, 13 primeros tenientes, 13 segundos tenientes, nueve primeros subtenientes, dos segundos subtenientes, seis sargentos de tercera, cuatro cabos y algunos simples soldados.
Precisó Mario Mencía que de 481 oficiales —de general a segundo teniente— contabilizados el 9 de marzo de 1952, un día antes del cuartelazo, la cifra se elevó a 800 en un mes, lo que no incluía a los cien oficiales dados de baja por los nuevos mandos. Hubo 780 ascensos: 63 oficiales y 37 suboficiales fueron ascendidos dos o más grados; 303 oficiales y 55 suboficiales ascendieron un grado, y ascendieron a oficiales 293 sargentos, 18 cabos y 11 soldados.
Quince meses después la cifra se triplicaría al promulgarse, el 9 de julio de 1953, una nueva Ley Orgánica del Ejército. Serían entonces 1 297 oficiales: un mayor general, seis generales de brigada, 18 coroneles, 44 tenientes coroneles, 79 comandantes, 262 capitanes, 325 primeros tenientes y 604 segundos tenientes.
Aparte de esta hipertrofia desorbitada del cuadro de oficiales, se procedió, como medida corruptora, al aumento de sueldo de los integrantes de los institutos armados —Ejército, Marina y Policía—, y resultó peor en la Marina con la designación de oficiales como interventores, en comisión de servicio, en las 21 aduanas marítimas, donde los 20 pesos diarios de dieta eran una cifra ridícula en comparación con lo que podía obtenerse por concepto de contrabando.
En suma, el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 liquidó, hace 65 años, al Presidente y al Congreso democráticamente electos, y una sola persona asumió ambos poderes. Suspendió la Constitución y prohibió derechos individuales. Impidió el desenvolvimiento de los partidos políticos y cercenó el derecho de los trabajadores a la protesta.
El 4 de abril, tres semanas y media después del golpe, se promulgaba la Ley Fundamental de la República. Los también llamados Estatutos Constitucionales, que los funcionarios públicos fueron obligados a jurar si querían mantener sus cargos, establecían que el Gobierno de la República lo conformarían un presidente, un Consejo de ministros y un Consejo consultivo. Los miembros de este último organismo los designaba el Presidente; su función única era la de hacerse oír por el Consejo de ministros. El Consejo de ministros nombraba al Presidente, pero este designaba aquel.
En varias ocasiones el escribidor ha aludido en esta página a los dos golpes de Estado del 10 de marzo de 1952, hace 65 años. El primero, el de un grupo de jóvenes oficiales, encabezados por el capitán Jorge García Tuñón, que derrocó al presidente Carlos Prío, y el segundo, el del mayor general Fulgencio Batista contra esos jóvenes militares.
Diría el propio García Tuñón en una entrevista que concedió a la revista Réplica, de Miami, en marzo de 1972:
«Dimos el golpe por la madrugada. Batista quedó confinado en una oficina del edificio del Regimiento. El mando en Columbia lo teníamos los militares. Pero en casos como estos, por mucho que se haga, siempre hay presente alguna desorganización. Batista logró enviar a un capitán a distintas postas para que ordenara a sus jefes que permitieran la entrada de civiles al campamento. Cuando vinimos a ver, miles de ellos estaban por toda la base militar dando vivas a Batista, confraternizando con los soldados y hasta bailando congas… El mando se nos fue de las manos.
«Lo que se nos ocurrió en el momento fue transmitir una orden por los amplificadores para que los soldados se presentaran ante los jefes de compañías, a fin de que inscribieran sus nombres para los ascensos que se estaban estudiando. Cinco minutos después todos estaban en sus respectivas compañías y dimos órdenes a los jefes de que las formaran para restablecer el mando… Mientras tanto, Batista había salido de la oficina donde lo teníamos y al frente de la muchedumbre de civiles que se había infiltrado en el campamento recorría las postas y compañías donde era aplaudido por los soldados, pues estaba dando la sensación de que el golpe era obra suya y que él era el jefe… Este fue el segundo golpe del 10 de marzo, dirigido contra los que habíamos conspirado con él».
¿Cómo se interrelacionan los dos grupos golpistas? Algunos militares retirados y en activo querían el regreso de Batista al poder, y conspiraban con él en ese sentido. Ajenos a ellos y al propio Batista conspiraba otro grupo de militares. Esta conjura había surgido en la Escuela Superior de Guerra, donde tres profesores —Roberto Agramonte, Herminio Portell Vilá y Rafael García Bárcena, todos civiles y vinculados políticamente con el líder ortodoxo Eduardo René Chibás— propugnaban un golpe de Estado en connivencia con un puñado de militares, entre quienes sobresalía el capitán García Tuñón.
El periodista Luis Ortega, que obtuvo esa información de García Bárcena y del propio García Tuñón, contó al historiador Newton Briones Montoto que esos profesores llegaron a convencer a Chibás de que encabezara el movimiento. Chibás, amargado por su derrota frente a Carlos Prío en las elecciones presidenciales de 1948, se dejó seducir por la idea. No intervino directamente en nada, puntualiza Ortega, pero dio su asentimiento. Desechó el asunto cuando en las elecciones parciales de 1950 volvió a ser elegido senador. Con posibilidades reales de lograr la presidencia en el 52, concluyó que quería alcanzar el poder por la vía electoral. Así lo hizo saber a los profesores que alentaban ese propósito.
Con la negativa de Chibás, los tres profesores y los militares afines se quedaron sin un líder presentable… Los profesores se abstuvieron de seguir promocionando la rebelión. Pero los militares ya estaban obsesionados con la idea de salvar a la República del caos… —ha escrito el historiador Briones, siguiendo el testimonio del periodista Ortega—. Continuaron sus reuniones conspirativas y, a la caza de un líder, se toparon frente a frente con Batista, que quería volver a la presidencia, pero que le sería casi imposible obtenerla por la vía electoral.
Los conspiradores designaron a García Tuñón, que era el más antibatistiano del grupo, para que se entrevistara con Batista y de la manera más amable posible rechazara cualquier tipo de connivencia. Ocurrió lo impensable. El general se metió en el bolsillo al capitán; lo mareó con su retórica. Recordaba García Tuñón en Réplica: «Habló tanto y tan bien, con tanta aparente sinceridad, que confieso que me convenció. Llevé su mensaje a mis compañeros de armas y también se convencieron. Entonces decidimos unir nuestros esfuerzos y fue designada una comisión para entrevistarnos con Batista y acordar el modus operandi y el programa de gobierno que llevaríamos a la práctica, una vez triunfante el golpe militar».
El programa de los militares jóvenes constaba de tres puntos fundamentales: absoluta honestidad administrativa, eliminación radical del gansterismo y respeto a la sucesión constitucional. Cómo armonizaba un golpe militar con eso de la sucesión constitucional es algo que no queda claro para el escribidor, pero para García Tuñón no había contradicción alguna. Le parecía factible que los militares sustituyeran a Prío por el vicepresidente de la República y que Batista se desempeñara como primer ministro. Las elecciones generales, en su criterio, tendrían lugar el 1ro. de junio, como estaban previstas, y el Presidente electo tomaría posesión el 10 de octubre, como indicaba el cronograma electoral. En esos meses, Batista, como premier efectivo y con el respaldo del Ejército, realizaría los cambios necesarios para cumplir los puntos del programa. No podría Batista ser candidato en esos comicios. «Ese era su sacrificio, puntualizaba García Tuñón. Podría aspirar más adelante».
El mismo 10 de marzo, por la tarde, se reunían los principales factores golpistas. El vicepresidente Alonso Pujol no aceptaba la primera magistratura y el presidente del Senado y el titular del Tribunal Supremo se negaban también a aceptarla. Uno de los reunidos propuso para presidente al Doctor Carlos Saladrigas, viejo cúmbila de Batista y su candidato para las presidenciales del 44. Pero no demoró en conocerse su negativa. «Un civil —no recuerdo quién— propuso entonces a Batista como presidente y tuvimos que aceptar porque, como es lógico, estábamos muy preocupados por lo que pudiera ocurrir», decía García Tuñón en la entrevista para la revista Réplica.
Ninguno de los jóvenes oficiales que conspiraron contra Prío ascendió a los escalones principales de mando de las Fuerzas Armadas. El viejo Francisco Tabernilla asumió, como mayor general, la jefatura del Estado Mayor, puesto que, aunque él lo negara, se esperaba que correspondiera a García Tuñón, quien tuvo que conformarse con las estrellas de coronel y el mando del Regimiento 6 Alejandro Rodríguez, con sede en Columbia; lo que no era poco. La protesta de sus partidarios obligó a Batista a ascenderlo a general en el mes de mayo siguiente. Pero sus días en el Ejército estaban contados. Fue trasladado a la jefatura de la Cabaña, evidente descenso en la jerarquía luego de ocupar la jefatura de Columbia. Poco después le cambiaban las estrellas y los entorchados por la casaca de embajador. Terminaría oponiéndose a la dictadura.