Lecturas
Está de plácemes el escribidor. Resulta que el pasado día 4 esta página cumplió 15 años. Eso quiere decir que comenzó a aparecer el 4 de noviembre de 2001. Días antes, Rosa Miriam Elizalde, entonces subdirectora editorial de Juventud Rebelde, había llamado por teléfono a quien esto escribe para proponerle la columna: compartiría la página con Enrique Núñez Rodríguez.
He publicado mucho, quizá demasiado: miles de artículos periodísticos y 26 libros en mi haber desde mi estreno en el periódico El Mundo, el 21 de enero de 1967, hará pronto 50 años. Salvo aquel primer texto, que, sin recomendaciones ni nadie que me apadrinara, envié por correo a Luis Gómez-Wangüemert, director del diario, nunca he corrido detrás de ningún editor; he esperado siempre que alguien se interese por lo que hago y lo reclame para su publicación. Desde mucho antes de aquella llamada telefónica, yo quería publicar en Juventud Rebelde, pero esperaba a que me invitaran, si es que lo hacían. Aun así, cuando lo hicieron, puse reparos a la solicitud. Rosa Miriam, sin embargo, no aceptó peros y el sábado siguiente entraba yo por primera vez a la Redacción del periódico con mi artículo.
Estaba dedicado a la vida y la obra de Félix B. Caignet, el autor de El derecho de nacer, y se titulaba Paciencia, mucha paciencia, frase popularizada por Chan Li Po, el detective chino, y que algunos vieron como la apelación que a sus lectores hacía el periodista al iniciar una relación en la que el tú a tú de cada día actúa en favor o en contra del que escribe, y que por compartir la página con Enrique estaría en la desventaja permanente de la comparación.
Pelayo Terry, que desempeñaría la dirección del diario, expresó que los primeros trabajos fueron una prueba de fuego para el escribidor y para el periódico. Juventud Rebelde había apostado por un periodista de muy larga trayectoria, pero que nunca había tenido la presión de una columna semanal.
Creo, modestamente, que vencí el examen, aunque no se puede ser infinitamente novedoso ni sucesivo. Desde el comienzo, más de 700 páginas han aparecido domingo a domingo. Después de haber escrito mucho —todavía lo hago— para publicaciones que se comercializan en el exterior o en el mal llamado mercado de frontera, el diario me dio la posibilidad de llegar a un lector al que siempre aspiré, el cubano de a pie. Ese que me saluda en la calle como un amigo y me cuenta cosas que a veces aprovecho a la semana siguiente, que se muestra de acuerdo o discrepa y me da la razón o me la quita, pero que agradece siempre, sinceramente, el esfuerzo. En estos 15 años solo cuatro o cinco veces he faltado a la cita dominical y nunca por razones que puedan imputárseme. He conseguido estar, fuera cual fuera la circunstancia, incluso desde la cama de un hospital recién escapado de la muerte.
No he perdido la emoción que experimenté la primera vez que vi mi nombre en letra impresa. Aunque lo vi la noche anterior en internet, todavía espero con ansiedad el dominical de Rebelde, que pago a dos pesos. No hay como el placer de sentir la textura del papel y el olor de la tinta fresca. Por cierto, aquel 4 de noviembre de 2001, un ciclón había penetrado en la Isla por el territorio cienfueguero y azotaba con fuerza la provincia de Matanzas. Llovía copiosamente en La Habana y llegué a pensar que, dado el estado del tiempo, el periódico no circularía. Circuló.
Un día, Enrique dejó de publicar. Ya para entonces su columna aparecía con intermitencia. Otros colaboradores ocuparon su espacio y lo hicieron hasta que, por decisión de la dirección del diario, me calcé la página completa.
Recuerdo vívidamente la última vez que conversé con Núñez Rodríguez. En la esquina de L y 25 le pregunté por qué su crónica no aparecía ya todas las semanas. Me dijo: «Estoy cansado». Hizo una pausa y añadió: «Tú también te cansarás».
Bueno, Enrique, hasta ahora no me he cansado. Son 15 años y seguimos. Por suerte.
Quince años después, aprovecho la ocasión para expresar algunas consideraciones muy personales sobre el oficio de escribidor. Salvando las distancias, hago mías las palabras de la gran periodista italiana Oriana Fallaci cuando dijo: «Somos unos privilegiados. Vivimos en la pasión por contar historias. Tenemos curiosidad por saber lo que pasa o cómo ocurrieron los hechos y gozamos con el placer de contarlo. Y, además, nos pagan por eso».
En 1974, cuando entrevisté a Alejo Carpentier por sus 70 años, me dijo que todo país tiene una gran historia y una pequeña historia. Con la primera, precisó el afamado narrador, se calzan los discursos oficiales y académicos, se confeccionan las efemérides y se escriben los libros de texto. La otra, la pequeña historia, sirve de tema a la novela y a la crónica.
Buscar esa pequeña historia del país, de un personaje, de un suceso; encontrar personajes y sucesos ya perdidos, han sido siempre de mi preocupación e interés. Y a la hora de escribir sobre ellos me gusta hacerlo —que lo logre o no es otra cosa— como si estuviese contando un cuento. Eso es lo que pretendo con esta página que escribo cada domingo. Pero es la misma pretensión que me anima cuando acopio datos para un reportajes de actualidad o me emboco cara a cara con un personaje para entrevistarlo. En el reportaje, la entrevista o la crónica, por llamarles de alguna manera, a la hora de escribir me gusta hacer el cuento de lo que me contaron y recrear, para transmitir al lector la impresión o la emoción que dejó en mí lo que vi, me dijeron o leí. Claro que un texto periodístico no es una historia de ficción y resulta imprescindible apegarnos a hechos, datos, fechas, cifras; pero hay que dosificarlos y colocarlos en el lugar adecuado de forma que no afecten la fluidez del texto.
Ese apego a hechos, datos, fechas, cifras, obligados en el periodismo, no debe imponernos la camisa de fuerza de la cronología. La historia que nos disponemos a contar no siempre tiene que comenzar por el comienzo, sino por lo más interesante, importante, desconocido o novedoso, sin reparar en el lugar que ello ocupe en el relato lineal. Pero eso sí, se impone entrar en materia desde el primer momento. Somos contadores de historias, no filósofos, y en nuestros textos la palabra servirá a la información, a su rapidez, precisión y rigor; no al vicio de escribir por escribir. «Somos reporteros —aseveraba Graham Greene—. Solo los editorialistas pueden permitirse el lujo de creer en Dios». Digo esto porque a menudo se olvida que los hechos son como son y así hay que narrarlos. Los contadores de historias, los reporteros, los entrevistadores, solo, tenemos hechos que narrar y a ellos debemos atenernos.
Conviene no olvidar que la historia nunca es en blanco y negro. Tampoco lo son los personajes. De ahí la importancia de matizar, pero no de calificar de manera absoluta, y dejar que sea el lector quien califique a partir de los elementos que aporta la historia. En eso cobran relevancia singular los pequeños detalles, esos que pocas veces se hacen visibles y hay que hallar a la vuelta de la esquina. Pequeños detalles que siempre sorprenderán al lector y acrecentarán su curiosidad e interés. Y centremos siempre nuestro relato en el hombre que lo hace posible. Para la historia académica la gente carece de rostro, no tiene olor ni brillo en la mirada. Son gente sin humanidad ni pasiones. Se impone entonces tratar a las personas como personas y aunque lo que digamos acerca de ellas no cambie la historia, nos ayudará a crear una imagen más completa.
Más allá de todo cinismo, ironías y descreimientos, tan frecuentes en la profesión, tenemos que entusiasmarnos con el reportaje que hacemos, el personaje que entrevistamos, la historia que relatamos. Debemos ser capaces de transmitir al lector el desconcierto, la sorpresa, la emoción que nos embargó al conocer una noticia, dar con un personaje, buscar el revés de la trama de una situación o de un asunto. Si lo que escribimos, no nos motiva a nosotros mismos, mal podemos motivar a quienes esperan por nuestra página o, lo que es peor, a los que, por una razón o por otra, están en la obligación de leernos. «Si no sientes la emoción de un trabajo bien hecho, serás incapaz de escribir de un modo atractivo», dice el periodista español Manuel Leguineche.
Pero hay en todo el mundo malas noticias para los contadores de historias.
La falta de espacio conspira contra los que quieren hacerlo. El reportaje, el más humano de los géneros, que ofrece la noticia «vestida» y que tiene la virtud de situar al lector dentro de un acontecimiento, va desapareciendo de las páginas donde fue dueño y señor, se relega a las ediciones dominicales o se hace cada vez menos extenso. Pasan por entrevistas meras declaraciones a las que se les inventaron preguntas y que bien pudieran haber ido como una nota simple. La noticia está también en crisis y se comenta y se opina en ella con olvido de que el hecho es el hecho y la interpretación viene después, y se descubre de pronto que la cualidad más importante de una información no es su veracidad, sino la espectacularidad y el sensacionalismo, que posibilitarán venderla mejor. En un intento baldío de competir con la televisión, que muestra el suceso, las revistas se llenan de fotos cuando deben explicarlo y analizarlo de la manera más profunda posible.
Las escuelas de periodismo en las que todo el claustro, incluso los profesores de taquigrafía, lo conformaban periodistas en ejercicio, pasaron a ser facultades de comunicación o de comunicación social, donde se aprende muy poco de las interioridades del oficio y se olvida que en el día a día esta es una profesión con más vínculos con la curiosidad y el sentido común que con un plan universitario de materias concretas. Con la revolución de la electrónica y las comunicaciones, desaparecieron las viejas redacciones y sus salones; al decir de García Márquez, devinieron «laboratorios asépticos para navegantes solitarios».
El periodista es ahora comunicador, aunque los dos términos no sean sinónimos, como no lo son comunicación e información. Comunicar es divertir, interesar, conmover, influir. Informar es razonar, convencer, explicar. La comunicación se dirige a los consumidores, en tanto que la información se ocupa de los ciudadanos, escribió Laurent Joffrin para fundamentar lo que en muchos años antes Hemingway sintetizó en una frase ocurrente: «Para enviar mensajes ya está correos». O lo que es lo mismo: Para comunicar está el teléfono.
Escribamos como si fuésemos la única fuente de información que ese lector tendrá a su alcance y sin pensar y sin que nos importe que en el periodismo la página de hoy nace condenada a morir mañana. Pero no agotemos todos los detalles de una vez. Dejemos al lector con la agradable sensación de que todavía hay más y otro día podemos retomar el asunto, aunque la construcción del párrafo final, que merece tanto cuidado como el de la apertura, dé la ilusión de que se trata de una historia que se cierra en sí misma.