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Romancero criollo de Carlos Enríquez

Cuando se conoce por referencia la vida del gran pintor cubano Carlos Enríquez, uno lamenta no haberlo podido conocer personalmente. Fue uno de los mejores intérpretes del paisaje cubano y un retratista excelente y legó, tanto en su pintura como en sus novelas, una visión muy personal de cuanto lo rodeaba. Supo hacerse acompañar invariablemente de mujeres muy hermosas, fuera una pintora norteamericana, una escritora francesa o una modelo haitiana, pero era un solitario que vivió poseído de un afán de autodestrucción, y el alcohol, que terminó matándolo, lo destruyó primero como artista. Hablaba sobre la obra de amigos y enemigos y se empeñaba en fabricar la frase más brillante para infligir la herida más profunda. «Carlos fálico y diablo», lo definía Nicolás Guillén. Pero era un hombre generoso. En sus últimos años, cuando ya no tenía nada que dar, regalaba a los amigos que interesaban su ayuda algunos de sus cuadros para que les hicieran dinero. Aun así, decía en un poema Félix Pita Rodríguez, se esforzó durante toda su existencia en hacer creer que era tan malo como Benvenuto Cellini y tan perverso como el Marqués de Sade. Esfuerzo inútil, añadía Pita, «aunque algunos, a veces, / te lo confieso ahora / al oído discreto de la muerte, / para verte feliz / fingíamos creerte».

Expulsado

Carlos Enríquez nació el 3 de agosto de 1901, en Zulueta, localidad de la región central de la Isla. Su padre, un profesional de prestigio que sería médico del dictador Gerardo Machado, quiso «darle carrera» y lo envió a estudiar Contabilidad y Comercio a Estados Unidos. Tiene 20 años de edad y está en Trenton. Satisface a su padre, pero ya la pintura es su pasión e ingresa en la Pennsylvania Academy of Fine Arts, de Filadelfia. Lo expulsan; su sensibilidad artística no se acopla con la enseñanza académica de aquel plantel donde adquiere, sin embargo, el instrumental técnico para su pintura.

Como otros de su generación, ambicionaba romper el estancamiento que signaba a la plástica cubana y encontró aquí solo hostilidad e indiferencia. Los académicos lo tildaron de loco, con olvido de que, como decía Kant, un loco es un sujeto que anda despierto. Sus dibujos fueron tachados de obscenos y escandalosos y una muestra de su obra retirada de la sala de la exclusiva sociedad que la exponía el mismo día de la apertura. Administró, con oficinas en la Lonja del Comercio, las carboneras de su cuñado. Volvió a Nueva York y se instaló en Greenwich Village. En 1930 regresa a La Habana y parte hacia Europa donde, durante cuatro años, viaja por Francia, España, Italia e Inglaterra hasta su regreso a Cuba. El surrealismo estaba entonces en lo mejor de su curva, pero los postulados de ese movimiento, del que está cerca, no lo cambiaron en lo esencial. Siguió siendo el pintor de la sensualidad y el embrujo cubanos, el artista que sabía que «pintar es reencontrar la perdida magia del mundo, su esplendor primario».

Algunos lo consideran como el primer surrealista cubano. Para no pocos críticos esa afirmación no es del todo acertada. Expresaba el mismo artista: «Creo que mi pintura se encuentra en constante plano evolutivo hasta la interpretación de imágenes producidas entre la vigilia y el sueño… Sin embargo, esto no quiere decir que sea surrealista… Me interesa interpretar el sentido cubano del ambiente, pero alejándome de escuelas europeas… Me interesan la forma humana, el paisaje y, sobre todo, la combinación de ambos, pues todo hombre tiene su paisaje, interior o exterior, del cual nunca podrá aislarse».

No se piense que cayó en un pintoresquismo vulgar, en un criollismo ramplón, en el realismo pedestre. La fantasía más suelta campeaba en lo mejor de su obra; ganancia del surrealismo, sin duda, en un medio como el Caribe, donde lo surreal es cotidiano.

Aun así, la visita de Carlos a Haití, cuando el pintor está en plena madurez y tiene bien delineada su estética, obra como una suerte de deslumbramiento. «Me siento bordeando lo sobrenatural. La magia es un hecho», escribe mientras hace los apuntes para su Alegoría a la independencia de Haití, mural que quiere pintar en la Citadelle La Ferriere —que en su delirio se mandó a construir el emperador Henri Christophe, un esclavo que acabaría sus días como el primer monarca coronado del Nuevo Mundo— y captaba imágenes callejeras, máscaras, gente, dioses en un intento de aproximarse e interpretar —dar testimonio— del país que se abría ante sus ojos. Dibujos que se exhibieron en Casa de las Américas en 1991 o 92.

Muchas veces pudo el escribidor apreciar en la sala de estar de la casa de Félix Pita Rodríguez, en el reparto Almendares, una de las obras esenciales del artista, Campesinos felices, estampa del guajiro cubano de la época: famélico, desdentado, desnutrido, casi un cadáver viviente. El Desnudo de Eva, más allá de la pintura, sigue siendo impresionante. Realizó las ilustraciones de la primera edición de Elegía a Jesús Menéndez, de Nicolás Guillén, que marca un momento esencial en la poesía cubana. Su pintura más recordada es El rapto de las mulatas (1938), en la que mujeres, caballos y guardias se funden en una especie de danza ritual que confiere un movimiento frenético a la obra. Espléndidas figuras femeninas poblaron su mundo pictórico, singularizado por el uso del color (azules, malvas, rojos) y de la transparencia. Sus caballos y la vegetación de sus cuadros remedan siempre el cuerpo de la mujer. Hay en sus desnudos un disfrute sexual pocas veces visto en nuestra pintura. Carlos gustaba de definir su obra como un romancero criollo. Esa definición puede englobar las tres novelas que escribió: La vuelta de Chencho, La feria de Guaicanama y Tilín García. De estas, solo logró publicar en vida la última, en 1939. Las dos restantes vieron la luz en 1960.

El Hurón Azul

En una época tuvo un perro al que puso por nombre Sósimo el Panopolitano, apelativo que quedaba harto ancho para la minúscula anatomía del canino, según cuenta su amigo el pintor Marcelo Pogolotti en sus memorias. Evoca Marcelo sus cenas casi diarias con Carlos en un restaurante situado en las inmediaciones del hotel Ambos Mundos, en la calle Obispo, los recorridos en busca de lugares interesantes y sus salidas de la ciudad en pos de paisajes, excursiones que alguna que otra vez los obligaron a largas caminatas, como la noche en la que hicieron a pie el camino entre Guanajay y Mariel.

Con dinero heredado de su padre adquirió Carlos una finquita a la vera de la curva de Párraga, más allá de La Palma, en el actual municipio habanero de Arroyo Naranjo. La bautizó con el nombre de El Hurón Azul. Allí, los domingos, recibía a sus amigos. Recuerda Graziella Pogolotti en su libro Dinosauria soy que en esos encuentros dominicales, mientras se asaba el puerco y los frijoles cuajaban, el alcohol animaba el tiempo muerto de la espera y, tras la comida opípara, se cargaba el ambiente de violencia. «Por temor a las saetas de la maledicencia —dice Graziella—, nadie se marchaba».

En El Hurón Azul, Eva Fréjaville, quien había sido esposa de Alejo Carpentier, se sometió al dominio de Carlos, que era un marido muy machista, cuenta Graziella Pogolotti. La pareja permanecía aislada en la finquita y el encierro prolongado condujo a la fatiga. Cuando ella obtuvo permiso para impartir clases de francés en la Institución Hispano Cubana de Cultura, que dirigía Fernando Ortiz, lo hizo bajo la mirada vigilante de Carlos, que no le perdía pie ni pisada. El narrador Enrique Labrador Ruiz se propasó con ella y se ganó la tremenda golpiza que Carlos, ofendido en su honra, le propinó.

«Eva empezaba a mostrar señales de cansancio y se quejaba con amigos. La fortuna heredada por el pintor se consumía rápidamente mientras se acrecentaba su dependencia alcohólica», escribe Graziella.

Para arreglar las cosas, viajan a México. Comenta Graziella: «La reconciliación fue transitoria. La imagen deslumbrante de Tilín García, el hombre a caballo, se resquebrajaba. El triunfador de ayer se hundía lentamente en el bando de los perdedores. Al regreso (de México) se reanudaron las celebraciones dominicales, y en las horas tardías de una noche, cuando Carlos se sumergía en los efectos del alcohol, Eva se dejó raptar por Cynthia Carleton. El dolor, la rabia, la impotencia, fracturaron por siempre la vida del artista. Estaba iniciando el descenso a los infiernos. Nada podía hacer, solo cubrir de pintura el hermoso desnudo de Eva, canto a la sensualidad, que ocupaba la puerta del baño. Intentó librarse del rencor con una imaginería de arlequines perversos de influencia surrealista. Trajo de Haití a una dulce y sumisa mulata, de crianza pequeñoburguesa, incapaz de adaptarse al medio. Solitario, Tilín se estaba convirtiendo en Chencho».

Final con música de fondo

Una mañana, en el barrio habanero del Vedado, Carlos Enríquez cortó el paso a quien sería después uno de los grandes escritores cubanos, Guillermo Cabrera Infante, para preguntarle cómo llegaba al hospital Curie. El pintor lucía sucio, mostraba la barba de varios días y pese a llevar en pleno verano un traje de invierno temblaba como el azogue. El joven escritor sintió deseos de gritar a los transeúntes que aquel derrumbe humano era una gloria de Cuba, pero no lo hizo y, limitándose a indicarle el camino, tampoco quiso dar señas de que lo había reconocido.

Carlos se había bebido toda una destilería. Las botellas vacías formaban pequeñas montañas en torno a la casa de vivienda, y con parte de estas, enterrándolas con la boca hacia abajo, el jardinero de la finca había ido ciñendo los caminos interiores del predio.

Escribe Loló de la Torriente: «Enfermo y muy fatigado pasó los últimos años entre las molestias del hospital y la soledad de su finquita. Pero trabajaba… ¡soñaba! Era el mismo Carlos fascinado de los años mozos: frenético, inestable, malhablado, abatido ahora por un mal que lo iba lamiendo. Mordaz, con los ojos desorbitados, desnudaba cuanto se le ponía enfrente: un paisaje o una mujer, aunque hora a hora, minuto a minuto, iba hundiéndose en la nostalgia de un pasado intenso que aún lo zarandeaba».

En los últimos tiempos, las manos le temblaban tanto que apenas podía guiar los pinceles.

En un amanecer, la sirvienta del artista lo encontró sentado en su sillón, con el radio encendido. Tenía los ojos cerrados y las manos habían dejado de temblarle ya para siempre. Parecía dormido… Ese mismo día se inauguraba una exposición de su obra. Los que llegaron a la galería de la calle Obispo, donde se expondría, encontraron la puerta cerrada y un letrero: «Carlos Enríquez ha muerto».

Era el 2 de mayo de 1957.

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