Lecturas
Lo contó Elio Menéndez, premio nacional de Periodismo, en las páginas de este periódico. Con la apresurada inauguración de la Ciudad Deportiva, aún sin concluir, el 26 de febrero de 1958, el Gobierno batistiano pretendió lanzar una cortina de humo ante la opinión pública internacional sobre los hechos que estremecían al país. Pocos días antes un comando del Movimiento 26 de Julio había secuestrado a Juan Manuel Fangio, as argentino del volante, con lo que impidió su participación en la carrera por el II Gran Premio de Cuba, que tuvo a La Habana como escenario y en el que Fangio era la atracción principal.
Todo un show publicitario se montó para el estreno del coliseo de Vía Blanca y Boyeros. El plato fuerte del programa de la noche sería la pelea entre el cubano Orlando Echevarría y el norteamericano Joe Brown, campeón mundial de los pesos ligeros. El púgil del patio, alejado del ring desde un año antes, llevaba todas las de perder en el enfrentamiento. Tan escasas posibilidades de triunfo tenía Echevarría que, refiere Elio Menéndez en su crónica, los ejecutivos de la Dirección General de Deportes —que presidía entonces el general Roberto Fernández Miranda, jefe además del Regimiento 7 Máximo Gómez, con sede en la Cabaña, y, sobre todo, cuñado de Batista— pidieron a Brown que diera largo a su rival y estirara la pela a siete u ocho rounds, porque el combate sería transmitido de costa a costa en Estados Unidos y así lo exigían los patrocinadores. La razón era otra. Con aquella transmisión pretendía la dictadura vender al exterior una imagen falsa de la realidad cubana.
Tres días antes, el 23 de febrero, cerca de las nueve de la noche, Fangio fue secuestrado en el vestíbulo del hotel Lincoln, en Galiano esquina a Virtudes, donde ocupaba la habitación 810. Fue una operación relámpago. El campeón acababa de bajar al lobby, copado por agentes de los cuerpos represivos de la dictadura vestidos de paisano. Allí lo esperaban periodistas y admiradores. El argentino conversaba con algunos de ellos cuando un miembro del Movimiento 26 de Julio, luego de identificar al campeón, se le acercó y le dijo que era del 26 y estaba allí para secuestrarlo. Fangio sonrió. Pensó, evidentemente, que se trataba de una broma; pero no demoró en sentir el cañón de una pistola apoyada en sus costillas y así, encañonado, salió por la puerta de Virtudes. Nadie, ni policías ni admiradores, atinó a reaccionar.
Sus captores mantuvieron retenido a Fangio hasta la noche del 24, horas después de terminada la carrera, cuando lo devolvieron sano y salvo. Durante ese tiempo más de mil agentes de todos los cuerpos policiales cubanos lo buscaron en vano. Con su secuestro, el Movimiento 26 de Julio pretendió, y logró, llamar la atención sobre la guerra de guerrillas que se libraba en la Sierra Maestra y la lucha clandestina en las ciudades. Fue una acción que repercutió en casi todo el mundo. Refiere la crónica que en Gran Bretaña dejó en segundo plano la noticia referida a la enfermedad de Winston Churchill, y en la Argentina solo fue superada por la cobertura desmedida que se dio al triunfo en las elecciones del candidato presidencial Arturo Frondizzi. Puede afirmarse que nunca antes palabras como La Habana, Cuba, Fidel, Movimiento 26 de Julio, se habían repetido tanto ni ocupado tanto espacio en las agencias de prensa, y periódicos y revistas. Fangio, por su parte, reconocería años después que aquel secuestro lo había hecho todavía más famoso y que no había entrevista que se le hiciera en la que no se le preguntara sobre el hecho. Bromeó: «Pero de estar mi esposa en Cuba, ella me hubiera encontrado».
El batistato temía que con Brown y Echevarría sucediera lo mismo que con Fangio, por eso los mantuvo escondidos, bajo estrecha vigilancia, hasta el mismo momento de subir al cuadrilátero. El cubano confesaría a Elio Menéndez que lo aislaron en una residencia de la playa de Tarará y que no lo dejaban solo ni para orinar.
Batista, que era fanático del boxeo, anunció su presencia esa noche en la Ciudad Deportiva. Por eso, las sillas más cercanas al ring fueron ocupadas por miembros de las fuerzas armadas, batistianos fuera de toda duda, testaferros del Gobierno y elementos incondicionales. En tanto, las preferencias altas y la gradería se destinaron a empleados públicos obligados a asistir. En definitiva, el dictador decidió mantenerse a buen resguardo. No sería esa la primera vez que el Negociado de Prensa del Palacio Presidencial daba como segura su asistencia a una competencia deportiva, y a última hora Batista decidía no ir y seguía el cartel por televisión. En caso de que se supiera que la TV no lo transmitiría, la Primera Dama pedía de manera pública que se hiciera, solicitud que, por supuesto, siempre era aceptada.
Elio Menéndez, que pudo conversar con Echevarría, dice que el cubano estaba ajeno al acuerdo al que llegaron los directivos del deporte con el púgil norteamericano, en cuanto a estirar la pelea. Sí sabía que su victoria dependía de un golpe de suerte. Por eso, apenas iniciado el combate, sorprendió a Brown con un izquierdazo que le nubló la vista.
«Tras probar la pegada del subestimado rival, el forastero olvida el pacto y organiza su ofensiva. El temporal se cierne sobre el zurdo criollo, que enseguida visita la lona. A la segunda caída, el árbitro Johnny Cruz detiene las acciones y lleva a Echevarría hacia su esquina.
«¡Tan solo han transcurrido dos minutos y cuarenta y cinco segundos de pelea! La farsa no ha cumplido su objetivo».
Construido a un costo de diez millones de pesos, el Palacio de los Deportes y Campos Deportivos de La Habana, llamado después oficialmente Ciudad Deportiva, sustituyó al Palacio de Convenciones y Deportes de Paseo y Mar, como este a su vez había sustituido el Palacio de los Deportes, de San Carlos y Peñalver.
Cuando Cuba aceptó la sede de los II Juegos Centroamericanos salieron a flote dos tristes realidades: la primera, que el país carecía de lugar donde efectuar competencias de trascendencia continental como las que se proponía; la segunda, que no tenía tiempo ni dinero para asumir de manera repentina la titánica tarea de levantar estadios para ofrecer esas competiciones. Fue entonces cuando surgió el ofrecimiento de una empresa cervecera, que construyó a toda prisa y sin visión de futuro el estadio Tropical, donde se escenificaron, en aquellos Juegos, los eventos de campo y pista, béisbol, fútbol y otros. Pero la natación, el tenis, la gimnástica, el básquet, etc., hubo que irlos a efectuar en canchas, piscinas y tabloncillos de escasas dimensiones y, por ende, radicadas en sociedades privadas, con todos los prejuicios raciales propios de la época.
Si descontamos el estadio de La Habana, o Gran Stadium del Cerro, construido ya en los 40 y dedicado exclusivamente al béisbol, aunque en él se hayan efectuado otros eventos deportivos, nada había en nuestra tierra que remedara, siquiera, a los grandes estadios comunes de otras capitales.
El 9 de julio de 1938 se crea la Dirección General Nacional de Deportes (DGND). Su director fue el comandante Jaime Mariné.
Mariné, un catalán que sirvió de testaferro a Batista, llegó a Cuba en los días previos a las elecciones de 1924, en las que se disputaban la presidencia el liberal Gerardo Machado y el conservador Mario García Menocal. Alfonso XIII, rey de España, mandó un caballo de pura sangre de regalo a Menocal, y Mariné fue el caballerizo.
Ante el regalo del caballo, los liberales se lanzaron a la calle con el lema de «¡A pie!». Coreaban: «¡A pie, a pie, a pie!/ Se acabaron los caballos./¡A pie, a pie, a pie!/ No me duelen ni los callos».Y cantaron una vez que Machado quedó triunfador en los comicios: «El Rey de España/ mandó un mensaje./ El Rey de España/ mandó un mensaje/ diciéndole a Menocal:/ devuélveme mi caballo,/ que tú no sabes montar».
Una vez aquí Mariné sentó plaza de soldado. Ascendió de sargento a comandante tras el golpe de Estado del 4 de septiembre de 1933 y, a la sombra del coronel Batista, de quien era ayudante, ocupó diferentes cargos hasta su salida de Cuba en 1944, cuando se estableció en Caracas para hacer grandes inversiones a nombre de su jefe y en su propio nombre.
En 1938 Mariné arrendó el Nuevo Frontón, el llamado Palacio de las Luces, en San Carlos y Peñalver —el frontón de Concordia y Lucena era el Palacio de los Gritos. Por fallas constructivas, el apresuramiento con que se acometió y por los daños que ocasionó en ese inmueble el ciclón del 20 de octubre de 1926, esa edificación se hallaba en un estado lamentable.
Allí radicaron la Dirección de Deportes y los departamentos correspondientes a cada especialidad. Disponía de áreas para la práctica de diversas disciplinas. Contaba con un gabinete médico y una clínica dental, así como un área de veterinaria y una llamada cocina deportiva. Bajo la jurisdicción de ese Palacio de los Deportes, quedaron los estadios Tropical y de Camagüey y la arena Cristal. Auspició la entidad academias de natación, jai alai, atletismo y baloncesto. En la de boxeo matricularon 1 100 alumnos de 12 años en adelante. Para dejarlo inaugurado y dar inicio a sus gestiones, la Dirección de Deportes trajo a La Habana y presentó en su sede a los dos mejores jugadores profesionales del mundo en el deporte de la raqueta: los tenistas Fred Perry y Ellsworth Vines. Se calcula que más de 4 000 personas los vieron jugar. El dinero recaudado en esa y otras competiciones posteriores se destinó al fomento del deporte, pues entonces el Gobierno no tenía crédito alguno destinado a ese fin.
La Dirección de Deportes vendió su edificio al movimiento sindical. Se pensó en restaurarlo y adaptarlo para sede de la Confederación de Trabajadores de Cuba —lo de Central es posterior a 1959. Empezaron los quehaceres constructivos, pero hubo que paralizarlos porque el inmueble no admitía reparación. Por supuesto, se impuso construir desde cero el Palacio de los Trabajadores.
El nuevo Palacio de los Deportes se inauguró en 1944, en el sitio que ocupa desde 1978 la Fuente de la Juventud. Su primer cartel boxístico tuvo lugar el 1ro. de octubre de ese año e incluyó la pelea estelar de Juan Villalba contra Kid Gavilán. Entre otros eventos, ese inmueble fue escenario habitual del circo norteamericano Ringling, que visitaba La Habana todos los años en ocasión de las fiestas navideñas. Funcionó hasta cuando se demolió para que prosiguiera el trazado del Malecón hasta su límite natural del río Almendares.
La Ciudad Deportiva se asienta sobre dos caballerías de terreno. Por su construcción, capacidad y belleza, el Coliseo o Palacio de los Deportes propiamente dicho es la obra más notable del espacio. Lo cubre una cúpula de hormigón armado de 88 metros de diámetro, sin apoyo interior alguno, que permite una perfecta visibilidad de los espectadores y la cual se sostiene por una viga circular, de hormigón, que se apoya en 24 columnas con asiento en forma de «balancín», que le permite realizar los pequeños movimientos de dilatación y contracción que, en el hormigón, producen los cambios de temperatura. Tiene capacidad para entre 12 000 y 15 000 personas, quienes pueden ser evacuadas en diez minutos sin interrupción ni aglomeraciones en las salidas.