Lecturas
En cierta ocasión, un oráculo le aconsejó a Sócrates aprender el arte de su madre para ser más sabio cada día y hacer mejores a los hombres.
¡Por el perro! ¿Cómo podía hacerse más sabio un hombre que profesara un oficio de mujeres? ¿Qué significaba lo de meterse a partero? Por mucho tiempo Sócrates buscó en vano un sentido al enigma.
La respuesta llegó un día al salir del ágora. Se había detenido al pie del Templo de Hefestos para oír a un pitagórico que en cuclillas, rodeado de curiosos, trazaba líneas en el suelo y demostraba un teorema.
En cuanto concluyó, Sócrates reemprendió la marcha, seguido por un esclavo de su padre.
Cuando iniciaban el ascenso por la Cuesta de los Odres, el esclavo comentó que nunca entendía lo que decían los geómetras.
Sócrates tuvo la certidumbre opuesta: el muchacho conocía muy bien lo que acababa de evidenciar el pitagórico, pero creía ignorarlo; al revés de lo que suponían los falsos sabios de sí mismos.
Eran distintas ignorancias.
En ese instante vio un relámpago en el cielo diurno y no tuvo dudas: un mensaje de lo eterno llegaba a su alma.
Se detuvo con los brazos en jarras; se mordió los labios, inspeccionó el terreno y retrocedió hasta un plano al inicio de la cuesta donde se agachó pensativo con el manto apretado entre sus rodillas peludas. También se detuvo el esclavo, que lo siguiera intrigado.
Sócrates alisó con sus manos la superficie polvorienta en derredor y ordenó al esclavo sin mirarlo:
—Deja la carga, misio1; busca una vara derecha y tráemela aquí.
El muchacho, complacido por el inesperado descanso, consiguió un gajo de mimbre seco que Sócrates recortó, le hizo punta con los dientes y se lo devolvió:
—Dibuja aquí una raya bien derecha, que tenga todo el largo de un pie tuyo.
El esclavo estampó la huella de su pie descalzo, se agachó, trazó la raya y borró el resto.
Sócrates asintió y le pidió otra raya contigua, pero con el largo de dos pies. Cuando el esclavo la hubo dibujado, lo interrogó:
—¿Cuántas veces cabe la línea pequeña en la mayor?
El esclavo sonrió ante la seriedad con que Sócrates le hacía una pregunta tan tonta.
—Dos veces, amito.
—Muy bien, misio. Ahora, encima de la raya corta dibuja tres líneas más, también de un pie, para formar un cuadrado. ¿Has entendido?
—Sí, he entendido, oh, hijo de Sofronisco.
Varios transeúntes y puesteros vecinos, al ver al esclavo midiéndose los pies sobre el suelo y a Sócrates observándolo acuclillado, se detuvieron a curiosear.
Un remendón cargado con una ristra de sandalias sobre el hombro, inquirió socarrón:
—¿Te has metido a pitagórico, oh, excelente Sócrates?
—No, Orestes, me he metido a partero como mi madre.
Varios circunstantes se echaron a reír.
—¿Y quién va a parir? ¿El misio ese?
Entonces intercedió Taltibia la verdulera:
—Claro, va a parir dos de sus pulgas por el culo.
Así alentaban los buhoneros de Atenas sin saberlo, con sus pullas y chocarrerías, el nacimiento de la milenaria filosofía platónica.
Sócrates permanecía serio. Tenía conciencia de haber iniciado su primer parto de saber natural: de esos conocimientos no aprendidos, sino insuflados por los dioses inmortales en el alma de los hombres.
Cuando el esclavo terminó su cuadrado, Sócrates se puso de pie y lo hizo girar hasta quedar de espaldas al dibujo.
—Ahora, misio, piensa sin darte prisa. Si contestas bien a mi pregunta ganarás un óbolo; pero si te equivocas, haré que mi padre te deje sin comida.
Taltibia comentó:
—Si tanto lo amenazas, puede abortar.
Hasta el propio Sócrates soltó una carcajada.
—Ponme atención ahora e imagínate un segundo cuadrado construido sobre la línea dos veces más larga.
Los del corro oyeron la pregunta absortos, como si mucho les fuera en ella.
—¿Sería ese cuadrado el doble del que tú hiciste?
El esclavo alzó la cabeza hacia la Acrópolis y cerró los ojos como para invocar en su ayuda a las divinidades residentes.
Sócrates arqueó las cejas y se llevó el índice a los labios para que los del corro no soplaran la respuesta. Muchos contemplaban el trazado o componían figuras con los dedos. Otros se cuchicheaban respuestas al oído.
—Sería más grande que el doble —dijo el misio.
—¿Cuántas veces más grande?
El esclavo balbuceó su respuesta con temor:
—Cuatro veces.
Varios aplaudieron.
Sócrates sonrió y al punto le dio un óbolo que el misio se echó a la boca.
—¿Y si las dos rayas se hubiesen medido con mis pies, que son más grandes que los tuyos...?
—También cabrían cuatro cuadrados —se adelantó la verdulera.
—¿Y si fuera con los pies del Peleida Aquiles?
Varias voces gritaron al unísono:
—¡Cuatro veces!
—¿Podemos decir entonces, que cuando una línea es el doble de otra, el cuadrado construido sobre ella será el cuádruplo del primero?
—¡Sí! —corearon unánimes esclavos y hombres libres.
Sócrates levantó entonces un dedo y alzó mucho las cejas:
—Y ahora, a todos os pregunto: ¿acaso puse yo algún conocimiento que no estuviera ya en la cabeza de este misio o en las vuestras?
Un vendedor de escobas opinó:
—No; pero nos pusiste a pensar con tus preguntas.
—¿Y me has oído dar alguna respuesta?
—No, en verdad.
—¿Podríamos decir entonces que solo ayudé a este esclavo a sacar conocimientos que ya estaban en él?
—Así fue, ¡por Heracles!
—Entonces, ¿puedo afirmar desde hoy que soy partero de almas, como lo es de vientres mi madre Fenareta?
Esta fue la primera demostración pública que ofreciera Sócrates de su mayéutica, el arte que él mismo llamara obstetricia del alma, para ayudar a los mortales a parir conocimientos no aprendidos, instalados en ellos por los dioses.
Y rió el pueblo de Atenas.
¡Qué ocurrente el hijo de Sofronisco, el escultor!
1 Misio: Nativo de la antigua Misia, ubicada al noroeste de la actual Turquía asiática.