Martí sabía que su verbo sacudía y motivaba, y al mismo tiempo estimaba que la Revolución no podía hacerse solo con palabras Autor: Juventud Rebelde Publicado: 07/04/2025 | 09:45 pm
MUY pocos de los que estaban en Vuelta Grande pudieron sustraerse al impacto de aquellas palabras pronunciadas un domingo. Ese día fue, precisamente, el último en la vida de José Julián Martí Pérez.
Uno de los testigos del discurso, el estrenado mambí Manuel Piedra Martel, escribiría después en su libro Mis primeros 30 años: «¡Y qué frases y qué imágenes tan bellas y grandiosas empleaba Martí para expresar tan nobles postulados!, ¡y qué voz tan dúctil a las inflexiones y tan rica en sonoridades y matices! En ocasiones dijérase el suave susurro del céfiro entre las flores, y en ocasiones el estruendoso rumor de despeñado torrente».
Hoy lamentamos que esa pieza oratoria del 19 de mayo de 1895 nunca fue volcada al papel. Bien se sabe, no obstante, que el Apóstol habló de la futura República, de apartar el odio; habló de patria y generosidad. Y que dejó una expresión tremenda delante de más de 300 integrantes del Ejército Libertador, quienes lo observaban con admiración, flanqueado por Máximo Gómez y Bartolomé Masó: «Por Cuba estoy dispuesto a que me claven en la cruz».
Quizá, entonces, algunos entiendan mejor la tragedia que sobrevino unas horas más tarde: el patriota caía en combate no lejos del sitio del discurso. Y es que luego de tal pieza oratoria «que nos enardeció sobremanera», al decir de Piedra Martel, el Apóstol no quería ni debía quedarse a la zaga, como le indicó el Generalísimo.
Así, en definitiva, era Martí. Sabía que su verbo sacudía y motivaba, y al mismo tiempo estimaba que la Revolución no podía hacerse solo con palabras.
Había sido apodado en Guatemala, por algunos celosos de su cultura, como «el Doctor Torrente», una mofa que terminó dibujando su inmenso caudal oratorio y su magia para convencer.
«Era capaz de persuadir al confundido, levantar al pesimista, alzar al culpable sobre la propia culpa hecha destrozos, y hasta lograba que el exenemigo contribuyera con dinero para la causa», plasmó el colega Victor Joaquín Ortega en una reseña publicada en Cubaperiodistas.
También, como apunta Ortega, provocaba envidia en unos pocos. El mismísimo Martí, en uno de esos discursos, se sorprendió al comprobar el disgusto de un hombre, que se había convertido en la nota discordante en el auditorio.
«Y como desde la tribuna vi a un extraño que sufría con el éxito de mis palabras me afligí de manera y me conturbó su pena de tal modo, que estuve a punto de acabar balbuceando mi discurso», narró el Hombre de La Edad de Oro.
No sabemos cuántos discursos pronunció en su convulsa existencia; claro que son más de los 21 que, según la enciclopedia cubana Ecured, se compilan hasta el presente.
Sí sabemos que era único en la oratoria, como dijo el historiador y abogado cubano Néstor Carbonell. «Único por la forma y por el fondo, por el ademán con que acompañaba la palabra, por el timbre de la voz, cálida, emotiva, que parecía, al compás del asunto que la inspiraba, trino de jilguero, grito de águila, redoble de tambor, susurro de arroyuelo, retumbar de catarata (...) Él no preparaba sus discursos. Desde los comienzos de su vida pública los improvisó (...) En silencio, antes de romper a hablar, apoyaba la barba en la mano, el oído atento, la mirada amplia e inquieta (...) No era él un comediante que recitaba lo que había aprendido de memoria y había ensayado frente al espejo; era un poseído de la elocuencia».
El famoso escritor colombiano José María Vargas Vila (1860-1933), citado en el artículo Martí y la oratoria, de Raúl Carranca Trujillo, describió así las virtudes orales del Delegado: «Sin arrogancia ni porte declamatorio, con sencilla naturalidad, iniciaba, más que un discurso, una conversación. A la espalda el brazo, apoyada la otra mano delante de sí, fluía serenamente su voz sin acritudes, persuasivo, alentando, contagiando, como quien habla de un sueño bello y doloroso del que no ha salido todavía y que termina por hacer soñar a los demás. Hablaba del patriotismo, del deber, del sacrificio, de los largos dolores de la espera… y callaba luego, como si un mar de dolores gritase en su corazón».
¡Cómo debe haber sido aquel timbre que tanto encantaba! ¡Y cómo habrá sido el episodio en Nueva York en que Martí, fatigado y enfermo, perdió la voz en un discurso!
Por desdicha, no hemos podido escuchar todavía alguna grabación de nuestro Héroe Nacional. Varios medios de prensa de Cuba y Estados Unidos publicaron hace 13 años que un ingeniero en sonidos buscaba con afán un viejo cilindro fonográfico grabado por Thomas Edison, en el que había quedado registrada la voz del Apóstol poco antes de que este partiera a Cuba.
«¿Y si apareciera? ¿Se podría comprobar aquello de que tenía una voz dulce, que su tono podía ser un torrente? ¿Qué sorpresa nos aguardaría? Describir una voz es muy difícil. Lo inasible solo se sostiene en el aire», redactaba poéticamente al respecto el destacado periodista santiaguero Reinaldo Cedeño.
De cualquier manera, escuchemos o no al Héroe de Dos Ríos, sus palabras, en llovizna o cascada, tendrían que apoyarnos, con tan inmensas lecciones, hasta el final de los días.