Lecturas
Pedro Vargas y Benny Moré cantarían a dúo en La Habana. Días antes de la grabación, el mexicano da al cubano las partituras de los números que interpretarán con el propósito de que las estudie. Llega el día del encuentro y ya a punto de comenzar a grabar, Vargas quiere examinar la música con el Benny a fin de marcarla y establecer quién entrará primero y quién después y quién será voz prima en determinados pasajes y quién la voz segunda.
Benny Moré, el llamado Bárbaro del Ritmo, rechaza el ofrecimiento del Tenor de las Américas.
—Maestro, eso es chino para mí… Yo no sé música —dice Benny y sonríe.
—¿Cómo cantaremos a dúo entonces? Si no sabe música, ¿cómo sabrá en qué momento tiene usted que entrar? —inquiere Vargas.
—Cuando me lo pida el cerebro, Maestro —responde Benny, pero los entendidos están de acuerdo en que dio al mexicano una respuesta incompleta. Debió haber dicho el cerebro, el corazón, el sentimiento… hasta la última partícula de aquel ser intrínsecamente musical que era Benny Moré. Contestación truncada aparte, el caso es que en aquella ocasión grabaron Obsesión y Perdón y lograron con estas dos de los mejores dúos de la música popular.
El escribidor trae a colación esa anécdota con motivo del homenaje que, meses atrás, rindió Cuba a Pedro Vargas en ocasión del aniversario 25 de su fallecimiento. Se le recordó en las jornadas de la XXV edición del Festival Internacional Boleros de Oro. En presencia de familiares allegados del artista, venidos para la ocasión, se dio su nombre a la suite del Hotel Nacional en la que se alojaba generalmente durante sus estancias habaneras, se exhibieron algunas de sus películas y un busto del cantante quedó emplazado en la Avenida del Puerto, muy cerca de la estatua que recuerda al compositor Agustín Lara, su gran amigo.
Vargas fue una especie de puente musical entre Cuba y México. A partir de 1940 visitó la Isla por lo menos una vez al año. Por eso Cristóbal Díaz Ayala, musicógrafo cubano radicado en Puerto Rico, lo define como «casi nuestro». Siempre que se disponía a venir, pedía a Lara y a otros compositores importantes que le entregasen sus últimas producciones para estrenarlas en Cuba, e igual pedido hacía a creadores cubanos al regresar a México. En 1946, el compositor cubano Bobby Collazo, autor, entre otras melodías, de Tenía que ser así y Vivir de los recuerdos, está en México y se dispone a viajar a Santo Domingo. Vargas le pide una canción y Collazo se la escribe a la carrera. Cuando Collazo llega a su destino ya La última noche es un éxito. Otro cubano, Fernando Mulens, compositor de esos boleros emblemáticos que son Qué te pedí y De corazón a corazón, fue su pianista acompañante durante años.
Cuba, en los años 30 del siglo pasado, fue invadida por el tango. Conocerá a lo largo de la década siguiente la irrupción de la música mexicana. La encabeza Jorge Negrete, muy famoso gracias al cine y que visita la Isla en dos ocasiones. Le siguen y gozan de amplio arraigo Tito Guizar, Pepe Guizar y sus Caporales, Pedro Infante, Chucho Martínez Gil, Los Cuate Castilla, Toña la Negra, Amalia Mendoza y Miguel Aceves Mejía, entre otros muchos. Los Pancho, que generaron una legión enorme de imitadores, contaban, aún en los 70, con un programa fijo en la radio nacional y cualquier cubano podía repetir sin la menor vacilación Noche de ronda, de Agustín Lara, y tararear aquello del propio compositor de «en tus ojeras se ven las palmeras / borrachas de sol». Antes había estado en La Habana José Mojica. Vino por primera vez en 1931 y volvió al menos tres veces en los años 50.
Pero si hubo una presencia en Cuba de la música mexicana, la cubana se hizo sentir del otro lado del golfo. El ya aludido Díaz Ayala analiza el fenómeno en su libro Cuando salí de La Habana (Puerto Rico, 2001). El cine mexicano cobró importancia a partir de la cinta El rancho grande (1936). Explotaba el paisaje y la música del bello país. La producción cinematográfica azteca se incrementó y extendió su fama por todo el continente; incluía cantidades generosas de música en cada película. Filmes que abordaban en su mayoría el tema rural y se valían de rancheras y corridos. La cosa se complica cuando la temática se amplía al tema urbano y se da entrada al bolero. En los años 40 se producen en México casi mil películas. Los compositores del patio eran prolíferos, pero no daban abasto, más cuando aparte de boleros debían crear guarachas y rumbas necesarias en cintas que, en su mayoría, se ambientaban en cabarets.
Cuba, escribe Díaz Ayala, acudió a llenar el vacío. El cine y la escena mexicana se desbordaron con rumberas cubanas como María Antonieta Pons, Ninón Sevilla, Lina Salomé, Olga Chaviano, Rosa Carmina, Amalia Aguilar, las Dolly Sisters y muchas más. Para ellas, y también para la rumbera mexicana Meche Barba y Tongolele, de origen tahitiano, se necesitaba la percusión que aportaron los cubanos. Intérpretes mexicanos como Juan Arvizu y Toña la Negra grabaron discos con el respaldo de orquestas cubanas. También lo hizo Pedro Vargas, que utilizó agrupaciones como Casino de la Playa, Riverside y Cosmopolita para realizar sus discos con la Víctor.
Un artista cubano o de paso por Cuba no se sentía enteramente consagrado si no se hacía fotografiar por Armand —Armando Hernández López— el más famoso retratista cubano de los años 40 y 50 del siglo pasado, conocido como El fotógrafo de las estrellas. Pedro Vargas, en una de sus estancias habaneras, no resistió la tentación y visitó al artista del lente en su estudio de Línea entre H e I, en el Vedado.
Las presentaciones iniciales de Vargas en La Habana deben haber tenido lugar en el viejo Teatro
Neptuno, de Heliodoro García, donde también actuó Agustín Lara. Supone el escribidor que actuó en la capital cubana por última vez en marzo de 1959, en el cabaret del hotel Capri. Presentaba ese centro nocturno la producción Capricho cubano, con las actuaciones de la puertorriqueña Lucy Fabery y los cubanos Fernando Álvarez y Raquel Bardisa, y la presencia de Vargas, durante dos semanas, propició allí un lleno completo.
Entre una presentación y otra, actuó muchas veces en el Teatro América. Pedro Urbezo, historiador del coliseo de la calle Galiano, en su libro El teatro América y su entorno mágico (2011) recoge puntualmente las presentaciones del mexicano.
El América se inauguró el 29 de marzo de 1941. Poco después, en la semana del 22 de septiembre, el primer espectáculo o variedad musical que acogió ese teatro estuvo a cargo del famoso tenor, acompañado por el pianista Pepe Agüero y la orquesta de Alfredo Brito. Hizo, de lunes a sábado, dos apariciones diarias: una a las 5:30 de la tarde y la otra a las 9:30 de la noche, y el domingo, además de esas presentaciones habituales, otra a las dos de la tarde.
Tanto éxito tuvo, dice Urbezo, que pese a sus compromisos con radioemisoras cubanas volvió al escenario del América para una función especial, el 3 de octubre de ese año.
Vargas hace una nueva presentación el 23 de enero de 1942, otra vez acompañado por el pianista Pepe Agüero y la orquesta de Alfredo Brito. Escribe Urbezo: «Los asiduos al América daban muestras de admiración y cariño al tenor mexicano con repetidos aplausos».
En 1945 llega Pedro Vargas de nuevo a Cuba. Está de paso. Pero no quiere dejar de hacerse presente en el espectáculo de variedades que artistas de la CMQ presentan, durante una semana, en el América. Participa en las jornadas del sábado y el domingo. Ese día, en la función de la noche, se despide del público habanero que, de pie, lo aplaude a rabiar. La ovación emociona al artista que, con voz entrecortada, expresa su habitual «muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido», promete volver en cuanto sus compromisos se lo permitan.
Vuelve realmente. No podía dejar de cumplir su promesa. Lo hace en la semana del 21 al 27 de enero de 1946. Lo acompañan en la escena Ignacio Villa (Bola de Nieve), Fernando Mulens y la orquesta Cosmopolita.
Tiene compromisos ineludibles con el Circuito CMQ y sale de la cartelera para ser sustituido por Libertad Lamarque. La Novia de América se despide de su público en la función de las 9:30 de la noche del domingo 3 de febrero, luego de haber provocado llenos completos en el teatro. En la semana del 4 al 7 regresa Pedro Vargas. Lo acompaña el cubano René Cabel y hace con él un dúo ocasional que, escribe Urbezo en su libro aludido, «arrancó exclamaciones de entusiasmo y admiración». Añade: «Retemblaron las paredes del moderno coliseo con los gritos de entusiasmo y los atronadores aplausos. ¿Estaría escuchando Enrique Claudín, el Fantasma, desde los sótanos del teatro?».
Prosigue Pedro Urbezo:
«Y, para cerrar aquel ciclo memorable, la siguiente semana, del 11 al 17, cantó Pedro Vargas con otra grande de la escena que por primera vez actuaba en el América: la actriz y cancionera cubana Rita Montaner. Intervinieron en el show, además, René de Montemar, Fernando Mulens y la orquesta Cosmopolita con la animación de Rolando Ochoa».
Pedro Vargas amó mucho a La Habana. Dejó, con su presencia y sus canciones, un buen recuerdo en la Isla, en los que tuvieron el privilegio de escucharlo en vivo, en los que lo conocieron.
Rosa Fornés, que durante siete años consecutivos fue la primera vedette de México y que dejó de serlo solo cuando la prensa mexicana la proclamó como la primera vedette de América, compartió con Vargas el escenario del teatro Tívoli, de la Ciudad de México. Hoy, en su residencia habanera, la Fornés vive rodeada de sus recuerdos mexicanos y conserva en uno de sus salones las fotos de mucha de la gente a la que quiso, entre ellas Cantinflas, que tanto y tan en vano la pretendió, Jorge Negrete, Pedro Infante y, por supuesto, Pedro Vargas, fijo aún en la mente de la estrella con «su chorro de voz inagotable».