Lecturas
Miguel Aceves Mejía, uno de los tres grandes de la canción ranchera, vivió un romance fugaz con una muchacha cubana.
Corría el mes de febrero de 1958, y el llamado Rey del Falsete cumplía en La Habana un contrato con el Circuito CMQ-Radio y Televisión, que contemplaba sus presentaciones en el Casino de la Alegría, el musical más popular en la pequeña pantalla cubana de entonces, cuando Bertha Gulías, una cubanita de 19 años, le robó el corazón. La periodista Daphne E. Marante, de Ediciones Cubarte, ofreció los detalles de esta historia.
Un encuentro casual e inesperado propicia esa relación fugaz. Es una tarde plomiza y aburrida. Los primos de Bertha juegan al dominó, y la muchacha, luego de asomarse una y cien veces a la puerta de la calle en espera de lo que no llega, trata de sacarle música a la guitarra. Mientras tanto, su madre, modista de profesión, trabaja en la confección del vestido que le encargó Rosita Quintana, la actriz mexicana conocida como la Chata, y que pasarán a recoger de un momento a otro.
Tocan a la puerta. Intuye la modista que es el enviado de la Chata y, en efecto, desde el rincón donde permanece pegada a la máquina de coser, escucha que preguntan por el vestido, pero —¡qué pena!— la pieza no está lista. Encara con amabilidad al visitante. Es un modelo de cierta complejidad y cuidado, y había otros encargos previos, le explica. Pero pase adelante, señor, acomódese… ¿Acepta una tacita de café? Es ese ofrecimiento un rasgo común en todos los sectores sociales del país para demostrar hospitalidad, y rara es la casa donde no se brinde al visitante la preciada infusión. Asiente el recién llegado. Claro que degustará ese café, dice, y ante la insistencia de la señora de la casa termina por tomar asiento. No es un mensajero cualquiera el que ha enviado la Quintana por su vestido. Se trata de Miguel Aceves Mejía, el popular intérprete de El jinete y, sobre todo, de La malagueña. Sin ir más lejos, su interpretación de Sonaron cuatro balazos, se escucha una y otra vez en la radio cubana de esos días.
Bertha, con 19 años de edad, tiene sentado en la sala de su casa a uno de los grandes representantes, junto con los ya entonces fallecidos Jorge Negrete y Pedro Infante, de la música ranchera, a una estrella del cine mexicano que en la pantalla comparte roles con grandes figuras como Lola Beltrán —Guitarras de media noche, 1957—, Lola Flores —Tú y las nubes, 1955—, Libertad Lamarque —Cuatro copas, 1957— y María Félix —Camelia, 1953—, y que coprotagoniza uno de los filmes más ambiciosos de la época en el que, entre otros, intervienen Katina Rayniere e Yma Sumac y una cantante de la talla de Edith Piaf.
Aceves Mejía mira a Bertha y el rostro se le abre en una sonrisa. Es cierto, ha trabajado mucho con Rosita Quintana. Lograron tanta química como pareja en la película A los cuatro vientos (1954), que los productores decidieron unirlos en otras producciones como Que seas feliz (1956). La conversación fluye por otros caminos y nadie vuelve a mencionar el vestido de la Chata. Al fin se despide el cantante, no sin antes anunciar que repetirá la visita.
En la tarde del 23 de febrero suena el teléfono de la familia Gulías. Aceves Mejía quiere conversar con Bertha. Se presentará esa noche en el cabaré Sierra, centro nocturno de segunda línea ubicado en la calzada de Concha, en la populosa barriada de Luyanó, y desea invitarla. Es un gustazo para ella, algo grande que él la tenga presente, pero no, no acepta la invitación. Es soltera y los convencionalismos sociales y el «qué dirán» impiden que acuda a un lugar como aquel en la sola compañía de un hombre, un artista por añadidura. Aceves Mejía no cede. Eso no es problema. Bertha puede responder a su invitación en compañía de su señora madre y de todos sus primos, si así lo desean. Queda la muchacha sin palabras. No sabe qué decir, pero al fin dice que sí, que irá. Cuando cuelga el auricular, su familia le hace bromas. Media hora antes de salir para el cabaré desconoce todavía la ropa que llevará. Se ha probado cinco vestidos, que permanecen tirados encima de la cama, y ninguno le acomoda.
Hay en el cabaré Sierra luces y música, lentejuelas y chin chin de copas. Canta Aceves Mejía, y Bertha y el mexicano no desperdician la ocasión para fotografiarse. Una de esas fotos los atrapó con las caras muy juntas. Mejía, de cuello y corbata, aprieta con su mano izquierda el brazo derecho de su compañera, que quiere sonreír, pero que mira a la cámara como asustada.
La Dirección de Deportes del Gobierno del general Fulgencio Batista convoca al II Gran Premio de Cuba, en el que tomarán parte las figuras más importantes de la Fórmula uno del automovilismo mundial, entre ellos el astro argentino del volante Juan Manuel Fangio, cinco veces campeón del mundo y ganador, el año anterior, del I Gran Premio. Competirán asimismo figuras como Stirling Moss y el Marqués de Portago, entre otros 20 corredores extranjeros y cubanos. La dictadura se jacta de la celebración de la carrera el 24 de febrero, de la inauguración de Cinerama y de la pelea de boxeo por la faja mundial de los pesos ligeros que disputarían en La Habana el cubano Orlando Echevarría y el campeón norteamericano Joe Brown.
Un comando del Movimiento 26 de Julio se propone el secuestro de Fangio. Sabe que un hecho como ese repercutiría en todos los continentes y lo asume como una forma de llamar la atención acerca de la lucha que en Cuba se lleva a cabo contra la dictadura batistiana. Demostraría la fortaleza de la Revolución, activa no solo en la Sierra Maestra, sino también en las ciudades e incluso en La Habana.
Diría años después uno de los protagonistas de aquel hecho: «Queríamos llamar la atención sobre el proceso revolucionario cubano y procurar que el mundo conociera la existencia de la contienda guerrillera en la Sierra Maestra y la lucha clandestina en las ciudades. En pocas palabras, que se conociera más de Cuba y de su confrontación por medio de las armas. El secuestro de Fangio sería una breve retención. Una retención patriótica».
Fangio pasaría poco más de 24 horas en poder de sus captores, que lo entregarían a funcionarios de la Embajada argentina, tarde en la noche del día 24. Si el secuestro había sido riesgoso, la devolución resultaba más difícil y arriesgada aun. Abandonar al campeón en cualquier esquina hubiera sido fácil. Pero se temía que la dictadura lo asesinara para culpar luego al 26 de Julio.
Entre el secuestro y la aparición del corredor, todos los cuerpos de la Policía trataron de dar con el paradero de Juan Manuel Fangio. Más de mil agentes policiales, bajo las órdenes del coronel Orlando Piedra, jefe del Buró de Investigaciones, participaron en la extraordinaria búsqueda, acometiendo cientos de registros. Mientras tanto, carros patrulleros del Servicio de Inteligencia Militar y la Sección Radio Motorizada de la Policía Nacional mantuvieron una estrecha vigilancia en carreteras, caminos y aeropuertos para evitar que el astro pudiera ser sacado de La Habana.
Bertha y Aceves Mejía no volvieron a verse nunca más después de aquella noche en el cabaré Sierra. En la conversación que sobre este tema sostuvo con la periodista Daphne E. Marante, ella deja entrever que fue el clima de represión que se instauró en La Habana tras el secuestro de Fangio, lo que hizo que la pareja dejara de verse.
«La conmoción creada por el secuestro de Fangio hizo que esa noche el cabaré cancelara su espectáculo, influyendo en los ánimos de los espectadores, de lo que no pudieron escapar Miguel y Berta. El secuestro de Fangio fue todo un éxito para el Movimiento 26 de Julio, pero el romance quedó trunco», dice Marante.
La explicación parece demasiado simple al escribidor. Otros debieron ser los motivos. Una de las partes pudo haberse desencantado, y la diferencia de edad entre ambos —24 años— debe haber influido. Un hecho no puede pasarse por alto. Es en aquel año de 1958, en que Aceves Mejía, ya con 43 años de edad, decide reanudar relaciones con la argentina Rita Martínez, con la que terminaría casándose en la propia fecha y que sería su esposa para toda la vida.
El mexicano vino por primera vez a Cuba en 1951. Ya para entonces había participado como testigo en la boda de Benny Moré, cuando el Bárbaro del Ritmo contrajo matrimonio con la enfermera mexicana Juana Bocanegra, secretaria del médico cantante Alfonso Ortiz Tirado.
Volvería a Cuba este hombre que tuvo en su repertorio obras de compositores cubanos, como Jorge González Allué —Amorosa guajira—, Ñico Saquito —Así no, papacito, así no—, Israel Cachao López —Repica la tambora—, Miguel Matamoros —Que siga el tren— y Alfredo Brito —Dos letras y un corazón—, entre otros, y que se inició como cantante de boleros y ritmos afrocubanos.
De cualquier modo su última visita no la hizo por voluntad propia. A fines de la década de los 60, Aceves Mejía nos visitó de manera accidental cuando la aeronave donde viajaba entre Santo Domingo y la Ciudad de México fue desviada y obligada a aterrizar en el aeropuerto de Santiago de Cuba. En la terminal aérea, sus admiradores cubanos, que eran y siguen siendo muchos, lo reconocieron y le pidieron que cantara. Aceptó la propuesta con gusto. Interpretó canciones de siempre, aquellas que permanecen enraizadas en el imaginario de la Isla. El jinete, La malagueña, La verdolaga, El pastor, Que seas feliz, La copa del olvido… En el testimonio fílmico de entonces se le ve sonriente y feliz de estar en tierra cubana, como en casa propia, rodeado del afecto de autoridades y pueblo. En esta Habana nuestra, cargada de leyendas, una placa de bronce en la fachada del hotel Lincoln recuerda el secuestro de Juan Manuel Fangio, el 23 de febrero de 1958. Unas cuadras más abajo, en una vivienda modesta, duerme en una caja de cartón la historia de un romance que no llegó a finales.
En el reverso de una de las fotografías que allí se atesoran, se lee:
«Bertita, acuérdate cuando veas esta foto de la noche que pasamos juntos en el Sierra. Miguel».