Lecturas
Se dice que Santiago González Palacios, que haría célebre el seudónimo de Don Cándido, fue uno de los mejores reporteros de la prensa habanera. Cuando Rafael Suárez Solís, amante del suceso fragante y vertiginoso, fue jefe de Información del Diario de la Marina, reorganizó los servicios de ese periódico y encargó a González Palacios de la cobertura de los ministerios, entonces secretarías, de Estado —Relaciones Exteriores— y Sanidad, y le confió asimismo lo que se llamaba la «Policía chiquita», que atendía las noticias que generaban las broncas entre vecinas, los resbalones con cáscaras de ron y los enredos de pareja.
En 1927 González Palacios pasó al periódico El Mundo. ¡Qué estupendo repórter! Llevaba cuatro ministerios sobre sus hombros, redactaba informaciones especiales, fabricaba entrevistas callejeras, hacía títulos. Tenía una fórmula especial para superar el calor y el agobio y avivar las ideas: en un jarro de estaño lleno de agua fría vertía una taza de café hirviente; brebaje que consideraba inmejorable.
Eran años trágicos. Época de reajustes laborales, desempleo, pantalones de sacos de harina, tabaquitos de a «quilo», crímenes misteriosos y censura implacable. A su lado, como también ocurriera en la Marina, laboraba Miguel de Marcos, el futuro autor de Fotuto y Papaíto Mayarí. El notable humorista estaba encargado, bajo las órdenes directas de González Palacios, de la sección de Telegramas. Era un duro menester. Los telegramas que los corresponsales enviaban a la Redacción desde el interior contenían textos restringidos, abreviados, elípticos y De Marcos debía, primero, interpretarlos para después reelaborarlos, engordarlos y vestirlos antes de insertarlos en las páginas del periódico.
No siempre resultaba fácil. Llegaban telegramas más escuetos que otros y no era raro que Miguel de Marcos, pese al agua helada con café que generosamente compartía con él González Palacios, sudara tinta en la alta noche en su intento de darles forma, como este que remitían desde Yaguaramas: «Tren 22. Kilómetro 67. Vaca residuos. Corresponsal».
Ante mensaje tan críptico se hacía imprescindible que De Marcos consultara con su jefe. González Palacios lo atendía sin dejar de aporrear vertiginosamente su máquina de escribir o sin desviar la vista del título que elaboraba a ocho columnas, en 72, sangrado y perfectamente medido.
—Una gran información —exclamaba. Y sin desviar la atención de lo suyo, añadía: «Eso quiere decir que el tren 22, que salió da Camagüey a las 11:30 de la noche, al pasar por el kilómetro 67, entre Ranchuelo y Yaguaramas, aplastó a una vaca que se encontraba en la vía férrea. El animal quedó trucidado y no se hallaron sus residuos. Esto es todo un notición. Elabóralo y de paso hazme la sugerencia de título a tres columnas para la primera página de esta forma: «Residuos de vaca en Yaguaramas».
Pese a que el periodista genuino es un individuo de indemne juventud, llegó el momento en que Santiago González Palacios sintió la fatiga de la noticia y se volvió hacia el pasado, no como un historiador, sino como un cronista. Como se dijo el domingo anterior fue entonces que dio a conocer en la revista Carteles, de La Habana, una columna bajo el título de ¿Lo sabía usted?, apuntes breves y desembarazados que en 1947 recogió en un libro que se llamó de la misma manera. Hoy volvemos sobre ese libro que llegó a manos del escribidor gracias al desprendimiento de la lectora Carmen Cantón, y reproducimos tal cual algunos de sus pasajes.
La revista puertorriqueña El Carnaval, en un número que dedicó a Cuba en julio de 1902, a dos meses escasos de la instauración de la República, insertó varios materiales de elogio para la Isla y algunos de sus hombres. Uno de los escogidos fue el poeta Diego Vicente Tejera. Decía El Carnaval sobre el autor de La Hamaca:
«Diego Vicente Tejera es otro puertorriqueño distinguidísimo, casi desconocido de sus compatriotas. Es un ilustrado doctor y escritor correctísimo, autor de la luminosa obra inédita Desde el Zanjón hasta Baire y asiduo colaborador que fue de Patria».
Al leer el artículo en que se aludía a su persona, el fundador del Partido Socialista Cubano y más tarde del Partido Popular Obrero, que sí colaboró en Patria, el periódico de José Martí, se sintió obligado a hacer las enmiendas pertinentes a través de la prensa. Precisó entonces que no era puertorriqueño, sino nacido en Santiago de Cuba. Añadió que tampoco era doctor, ni siquiera licenciado, porque dejó sin concluir las carreras de Derecho y Medicina que matriculó en su momento. Apuntó que Desde el Zanjón hasta Baire no era una obra inédita, sino que ya había sido publicada, pero que su autor era Luis Estévez y Romero, a la sazón vicepresidente de la República.
El público que en la noche del 11 de agosto de 1902 llenaba la sala del teatro Albisu para presenciar la representación de una obra titulada La vuelta al mundo fue testigo de un episodio sangriento y real.
Se simulaba en la obra el asalto a un tren y uno de los asaltantes era un «comparsa» al que apodaban Pantera. En el instante de realizarse el ataque, Pantera se aproximó tanto que uno de los asaltados, el actor Alejandro Garrido, accionó la escopeta que llevaba para su defensa y disparó casi a boca tocante contra los agresores. Pantera, cuando sonaron los disparos, se llevó las manos a la cara y cayó desplomado. Fue algo tan perfecto que los espectadores tuvieron la impresión de haber visto un suceso verídico.
Cayó el telón y Pantera no se levantó. Extrañados, sus compañeros se le acercaron y al incorporarlo vieron, con asombro, que sobre el tablado había un pequeño charco de sangre. El actor estaba herido en un ojo. Un taco de cartón del cartucho de la escopeta le había herido durante el asalto. Garrido fue detenido; las autoridades no lo consideraron culpable y quedó en libertad.
La noche del 18 de septiembre de 1902 los habaneros esperaban atentos el estampido del cañonazo de las 9 para confrontar sus relojes. El tiempo pasaba y el tronar del cañón no se oía. Y cuando ya nadie lo esperaba y muchos se habían recogido, llegó el estampido. Eran las nueve y media. Nunca se dio una explicación oficial por aquella irregularidad.
Debido a la gran escasez de plata macuquina en la región oriental de la Isla, se dispuso por parte del Gobierno colonial que se supliera su falta con papeletas, pero como el papel también llegó a faltar fue necesario echar mano a una partida de barajas francesas que quitó a corsarios portugueses el corsario José Robert.
La nueva moneda no fue del agrado de los comerciantes, que la recibían a regañadientes. Llegó el momento en que se negaron a aceptarla, lo que empujaba al hambre a la población, privada de adquirir los alimentos.
En 1787 se pidió con urgencia al Rey la supresión de la moneda de cartón y que se enviase otra de nuevo cuño. El ruego fue atendido y un año más tarde la moneda de cartón era retirada del mercado.
La moneda macuquina circuló en Cuba hasta el 17 de enero de 1781. Eran piezas de plata esquinadas y sin cordoncillo.
La loma donde se construiría la fortaleza de San Carlos de la Cabaña tenía escaso valor en 1748. En esa fecha su propietario la vendió en 500 pesos.
Referencias de la época confirman que el 28 de febrero de 1748 su propietario de entonces, Miguel de Castro Palomino, vendió a Agustín Sotolongo, tesorero de la Santa Cruzada, las tierras de su pertenencia en la «sierra del Castillo y Real Fuerza del Morro». Palomino heredó el predio de la que había sido su esposa, Margarita Franco, que las heredó a su vez del capitán Juan de Castro, su primer marido, que el 28 de agosto de 1675 las obtuvo por merced del cabildo habanero.
Todavía a comienzos del siglo XX el hielo era un artículo casi de lujo en La Habana y en el resto de la Isla. Solo se disponía de él en banquetes, aunque lo había en algunos cafés y bodegas. Cuando de banquetes se trataba, en la carta-menú se consignaba: «Postres: café, hielo, tabacos».
La noche del 12 de marzo de 1882 se desplomó, a consecuencia de un aguacero torrencial, el ala izquierda del teatro Payret, con el saldo de varios muertos y heridos.
Un voraz incendio se declaró la noche del 27 de enero de 1905 en la Manzana de Gómez, en La Habana. Fue un siniestro que originó pérdidas considerables. Veinticuatro establecimientos quedaron destruidos y solo 11 se salvaron. El fuego comenzó por un comercio denominado El Globo.
Una orden dictada el 9 de agosto de 1832 hizo obligatorio que fueran blancos los mayorales de las fincas de Cuba.
Por resolución del secretario de Gobernación —ministro del Interior—, el 7 de julio de 1905 fue suspendido en sus funciones como Alcalde de La Habana el doctor Juan Ramón O’Farrill. Se le instruyó expediente y se formularon 23 cargos en su contra. Uno de estos, por haber «engavetado» durante meses unos documentos y otro, por haber tramitado un asunto con celeridad extraordinaria.
En una comunicación de 1775 el Ayuntamiento de Santiago de Cuba dice al Gobernador de la Isla que dicho Ayuntamiento veía con reparo que en sus avisos y documentos oficiales ese Gobernador diera al Ayuntamiento de La Habana el título de «Ilustre» y no diera título alguno al santiaguero, cuando Su Majestad lo tiene por «Muy Ilustre y Muy Leal». Lo advierte al funcionario para que se sirva cumplir con lo que la piedad de Su Majestad el Rey (que Dios guarde) lo ha distinguido y no lo omita en sus comunicaciones.