Lecturas
Anécdota es sinónimo de narración, historieta, chascarrillo, eco. Viene del griego anekdotos, que quiere decir inédito, y es la relación breve de un rasgo o suceso curioso y particular. Las hay que revelan, como otras pocas cosas, el carácter de su protagonista, y muchas que ponen de manifiesto una enseñanza. Otras hacen reír. A esta categoría pertenecen las que se insertan abajo. No encontré manera mejor de aligerar la página en medio de las fiestas por el fin de año.
Juan Emilio Friguls empezó muy joven el periodismo y se mantuvo vinculado a los medios durante muchos años, hasta el final de su vida.
En una ocasión me contó que cuando, siendo aún estudiante, fue aceptado para escribir la crónica católica en el periódico Información, su director y propietario, el doctor Santiago Claret, le hizo sugerencias y recomendaciones. Entre ellas, que jamás elogiara ni resaltara el quehacer de ningún periodista que no perteneciera a la redacción de Información. Andando el tiempo, Sergio Carbó, director y propietario de Prensa Libre, ganó el premio Justo de Lara, el galardón más relevante en el periodismo cubano de la época, con un artículo sobre la Nochebuena cristiana, y Friguls se sintió obligado a reseñar el hecho en su columna.
Información era un periódico de 60 o 70 páginas, y Claret se lo leía de punta a cabo antes de que saliera para la imprenta. Leía no solo las noticias y los artículos de fondo, sino también los anuncios, los clasificados y las notas necrológicas. Redactores y dibujantes no podían abandonar la redacción hasta que no hubieran recibido la aprobación de Claret por su trabajo. El día en cuestión, Friguls esperaba el OK del director cuando fue llamado a la dirección. Claret estaba hecho una furia.
—¿Me puede explicar el porqué de este artículo? ¿Cómo es posible que usted se atreva a elogiar en mi periódico al director de un órgano de la competencia? —preguntó y, sin dar a Friguls tiempo para responder, inquirió si conocía el cuento del cieguito de Madrid. Ante la respuesta negativa del joven columnista, contó entonces que en los días de la invasión napoleónica a España, todas las mañanas, en la Puerta del Sol, un ciego anunciaba las victorias del ejército español sobre el enemigo.
Decía: «Hoy que nuestro ejército derrotó al abominable ejército francés, una limosnita por el amor de Dios». Y así un día tras otro el invidente pedía su limosna luego de proclamar la victoria española sobre los invasores. Pero en una ocasión, alguien que le escuchaba a diario pregonar aquellos triunfos detuvo su camino para preguntarle si el ejército francés no ganaba ninguna batalla.
—Sí, respondió el ciego. Las gana, pero esas victorias las anuncia el cieguito de París.
Al fin accedió el director de Información a publicar el trabajo de Friguls sobre Carbó. Claret tenía ideas muy particulares de lo que era el periodismo. En su diario elogiaba sin reservas al gobierno de turno hasta que cesaba en el poder. Cuando eso sucedía, comenzaba a elogiar, con el mismo ímpetu, al gobierno siguiente. Decía que Información tenía una línea, una sola línea, y era una línea gubernamental, pero que Información no tenía la culpa de que cambiaran los gobiernos.
Recordaba Nicolás Guillén que en cierta ocasión un evento auspiciado por la Uneac fue clausurado con un almuerzo en la propia casa de los creadores cubanos, en 17 esquina a H, en el Vedado. El poeta José Lezama Lima había terminado ya de comer cuando advirtió que en la bandeja quedaba un bistec y eso bastó para tentar su apetito insaciable. Dijo el autor de Paradiso a alguien cercano a él: «¿Sería usted tan amable de traspasar a mis predios ese pobre bistec que se ha quedado huérfano y que yo puedo ayudar con mis mandíbulas?».
Se lanza la candidatura presidencial de Tomás Estrada Palma y contiende también por la presidencia de la República el Mayor General Bartolomé Masó. Una batalla entre «solitarios». El «solitario» de Central Valley —don Tomás— contra el «solitario» de La Jagüita —Masó—. Los directores de campañas políticas, confiados de la eficacia electoral de las virtudes, presentaban a sus candidatos como símbolos de pureza, honradez, patriotismo… Les llamaban «solitarios». Querían sintetizar así el recogimiento en que vivían, lejos del mundo, apartados de la pugna egoísta, limpios de ambición, pobres y humildes, y como olvidados de su grandeza y del papel ilustre que desempeñaban en la historia. Todavía en los años 30 del siglo pasado, el Coronel Carlos Mendieta era el «solitario» de Cunagua.
El Mayor General Máximo Gómez recorrió el territorio de Las Villas en apoyo a la candidatura del «solitario» de Central Valley —título este que tomaba de la localidad cercana a Nueva York donde el candidato residía y tenía su escuela. Cuenta el gran periodista cubano Manuel Márquez Sterling, quien como una especie de jefe de prensa acompañó al Generalísimo en ese viaje, que cada vez que hacían un alto en el camino, la gente, en oleadas, se precipitaba hacia el tren y daba vivas al héroe de La Sacra y Palo Seco. Precisa Márquez Sterling en un artículo publicado el 10 de septiembre de 1916, en el periódico habanero La Nación, que ante esa muestra de cariño y respeto, Gómez salía a la plataforma del vagón donde viajaba, levantaba la cabeza en gesto de caudillo invicto y hablaba a la multitud con lenguaje paternal, sin adornos retóricos ni entonación tribunicia. Decía: «Cubanos, yo nunca los he engañado; tengo por eso autoridad para aconsejarles que voten por Tomás Estrada Palma para presidente…». La multitud alborotaba. Vivas, abrazos, empujones, discursos a medias. «Oigan, cubanos, añadía el General, y voten también por el doctor Luis Estévez para la vicepresidencia».
Ya rumbo a Sagua la Grande, al nombrar a Estrada Palma, Gómez le dio grados de brigadier y no mencionó a Luis Estévez. Prosiguió el tren su marcha y el periodista se le acercó para interrogarle acerca de la jerarquía militar de don Tomás. ¿Por qué darle trato de brigadier a un hombre que ni siquiera era sargento?
—¡Muchacho!, —exclamó Gómez y clavó en su interlocutor sus ojos fulgurantes—. ¿Tú no conoces a los cubanos? A cada uno es preciso decirle las cosas como mejor las entienda. En este lugar, que yo me sé de memoria, ser brigadier es lo más grande que se puede ser. Aquí brigadier significa ostentar el mando supremo. Aquí yo no soy mayor general, soy brigadier. Brigadier no solo representa poder, sino patriotismo y virtud, porque brigadier nombran únicamente en esta comarca al más valiente, al más sabio, al más bueno.
Hizo Gómez un alto. Se volvió hacia los que conformaban su comitiva. «Estos muchachos solo conocen La Habana» —dijo— y, como para endulzar la censura, añadió con los ojos puestos de nuevo en Márquez Sterling: «Y eso que tú eres de los más enterados. Al menos conoces Camagüey, aunque no tanto como yo».
Un día, ya en Miami, el periodista Max Lesnik preguntó a Carlos Prío Socarrás cuál era el momento más embarazoso de su vida. El ex mandatario no lo pensó mucho. Refirió que en 1948, durante su visita a México como presidente electo, debió encontrarse con Miguel Alemán Valdés, presidente de ese país. Tras la charla, quiso el anfitrión mostrar al visitante algunos de los lugares más atractivos de la ciudad capital. Alemán, Prío y su esposa, Mary Tarrero, harían el recorrido en un automóvil descapotable que pese a las motocicletas de la Policía, que le abrían paso con sus sirenas, avanzaba con dificultad en medio del tumulto citadino, deteniéndose en cuanta luz roja encontraba a su paso.
Aprovechando la parada ante un semáforo, un mexicano de a pie se acercó al vehículo presidencial. Dijo al Presidente: «Óigame, don Miguel, suelte a esa fea que tiene por mujer y búsquese otra tan linda como doña Mary».
Alemán Valdés, recordaba Prío, quedó sin palabras, apenado, con los ojos clavados en un punto lejano. El cubano tampoco hallaba nada que decir, ni a mirar a su anfitrión se atrevía. Prío estaba más apenado que Alemán.
La buena amistad que existía entre Manuel Márquez Sterling y Gustavo Robreño estuvo a punto de romperse a causa de una broma.
Corrían los años iniciales del siglo XX y don Manuel daba a conocer un libro cuya contraportada mostraba una franja roja en diagonal en la que se leía, en grandes letras blancas: «Tome el digestivo Mojarrieta», de seguro porque la empresa productora de ese fármaco había contribuido al pago de la publicación de la obra.
Márquez Sterling envió ejemplares de su nuevo título a la redacción de todos los periódicos habaneros, en busca del consabido comentario, y lo remitió también a La Política Cómica, que dirigía Ricardo de la Torriente, el célebre caricaturista de Liborio; un semanario que contaba solo con dos redactores: Pedro González Muñoz y Gustavo Robreño.
Torriente, fiel a los deberes del compañerismo, encargó a González Muñoz una nota sobre el libro, y González Muñoz, que presumía de ser copropietario del periódico, lo que no le constaba a nadie, pasó el encargo a Robreño, que se resistió a cumplirlo porque hacerlo equivalía a meterle el diente a una obra de más de 400 páginas cuando el tiempo apremiaba y hacía falta para otras cosas menos serias y más en consonancia con la línea editorial de La Política Cómica.
Insistió Torriente en su determinación de que se diera a conocer el comentario, aunque convino al fin en que un juicio crítico, y más de una obra como esa, no encajaba en el perfil de su publicación. Aun así, quiso que se publicara el acuse de recibo y confió a Robreño, como lo había hecho González Muñoz, la tarea de redactarlo.
Robreño, puesto en tres y dos, decidió asumir su trabajo sin pensarlo mucho. Mojó la pluma en el tintero y escribió: «Hemos recibido la última obra del ilustre escritor Manuel Márquez Sterling, cuya lectura aplazamos por falta de tiempo…». Levantó la pluma del papel, vaciló un instante y añadió una mentira piadosa: «… pero de la que nos ocuparemos más adelante».
Releyó Robreño lo escrito y le pareció demasiado frío e impersonal. Volvió a mojar la pluma, la pasó lentamente por los bordes del tintero a fin de escurrirla de tinta, echó otra mirada al volumen y añadió: «Una pregunta. El digestivo Mojarrieta que se anuncia en la contraportada, ¿hay que tomarlo antes o después de leer el libro?».
Años después Gustavo Robreño confesaría que esa broma digestiva indigestó a don Manuel, que la atribuyó a falta de compañerismo y llegó a enfurruñarse con él durante más de un año. Pero —manos dadas y pelillos a la mar— el disgusto pasó y un buen día, al encontrarse de manera casual en la calle, don Manuel tuvo el buen gusto de no recordar el incidente y reanudaron la amistad. Cuando Márquez Sterling fundó en 1913 su periódico Heraldo de Cuba, solicitó la colaboración de Gustavo Robreño, que dio a conocer en sus páginas la columna humorística Aquelarres del sábado.