Lecturas
La Habana cuenta con el parque urbano más grande del mundo. Se extiende a lo largo de unos ocho kilómetros. Es el Malecón. Su muro se convierte en un asiento de piedra casi sin fin. La ciudad dispone además de avenidas cuyos paseos centrales, arbolados y con bancos, son parques verdaderos. Ahí están, entre otros, los de las calles G y Paseo, en el Vedado, vías que con sus 50 metros de ancho llevan de alguna manera el mar a la ciudad; el de la Quinta Avenida, de Miramar, y el mítico Paseo del Prado, con copas, ménsulas y leones de bronce, farolas, laureles frondosos y bancos de mármol. Y están, por supuesto, los parques de barrio, presididos casi siempre por la estatua de alguien que merece ser recordado. En cada barriada habanera hay un parque llamado de los chivos, que buscan para pasar las horas estudiantes fugados de clase y jóvenes enamorados que quieren librarse de la curiosidad callejera y encuentran en ellos espacio discreto para el amorío. ¿Existen esos parques de los chivos en otras ciudades del país?
La referencia más antigua sobre la construcción de un camino en La Habana data del 14 de febrero de 1575, cuando un acta del Ayuntamiento de la villa anota la inexistencia de esos senderos o veredas y advierte lo conveniente que resultarían para el servicio de la Corona, el bien de la localidad y la comodidad de vecinos y moradores «para que se pueda andar e caminar». Recoge el documento la queja de los regidores por los caminos reales que «se mandaron abrir y no se abrieron», y dispone que 12 indios e igual número de negros horros, con sus hachas y machetes, abran un camino en Guanabacoa y que se valore y se les pague su trabajo.
Muchos años después, en 1796, la Junta de Fomento decidía empedrar el viejo camino de Jesús del Monte y comenzaba a hacerlo por el tramo comprendido entre el puente de Chávez y la Esquina de Tejas. Se empedraron 13 500 varas cuadradas en cinco meses, con un costo de 30 734 pesos fuertes, cifra esta excesiva, expresa la relación de la Junta, porque tuvo que acometerse una excavación de 400 varas de largo, 17 de ancho y 1,5 de profundidad, en la que, durante 45 días, trabajaron cien hombres. Una vara española equivale a poco más de 0,8 metros.
La obra exigió la construcción de dos puentes pequeños y de un petril de sillería sobre muros de mampostería ordinaria y se tragó 10 156 carretadas de piedra. Una carretada equivale, más o menos, a 1 500 kilogramos.
No es sin embargo hasta 1823 cuando se hizo un primer intento de normar la construcción de caminos. La Junta Económica del Real Consulado dedicaba fondos a la apertura de senderos y exigía que los de la ruta central se abriesen con 50 varas de ancho, los provinciales, con 24, con 12 los vecinales y con una anchura de seis varas los caminos domésticos.
Otro documento, Memorias de obras públicas, publicado en 1860 y que cubre los años comprendidos entre 1795 y 1858, consigna la preocupación del Gobierno colonial por lo que allí se llama Camino Central de la Isla.
El camino hacia el Oeste arrancaba en La Habana y terminaba en Pinar del Río, luego de atravesar Marianao, Guanajay, Artemisa, Las Mangas y Paso Real de San Diego, y era —se afirma— «un camino natural sin preparación de ninguna clase, con algunas pocas obras para atravesar ríos, arroyos y cañadas». Un primer tramo hasta Güines comprendía el Camino Central del Este. Proseguía por Unión de Reyes, Jovellanos —que recibía entonces el nombre de Bemba— y Macagua. Continuaba por Santo Domingo, La Esperanza, Santa Clara, Sancti Spíritus y Ciego de Ávila. Y seguía desde allí por Puerto Príncipe, Guáimaro y Las Tunas hasta Cauto Embarcadero. Desde Macagua, esta ruta tenía una extensión de 181,5 leguas, esto es, 770 kilómetros aproximadamente.
El Camino Central al que se alude en las Memorias de 1860 se afirmaba en piedra y tenía un ancho de cinco metros y con esa anchura continuó extendiéndose. El presidente Menocal adelantó en la vía gracias a la ley del 25 de agosto de 1919, que le autorizó a invertir en esta 1 200 000 pesos anuales.
De esa forma se tiraron nuevos tramos del camino y se prolongaron los existentes. Al ascender Gerardo Machado al poder, el 20 de mayo de 1925, los trechos de esa carretera sumaban unos 650 kilómetros, repartidos, de manera discontinua, por las seis provincias de entonces.
Era, en gran parte, una carretera en mal estado, con curvas cerradas y anchura insuficiente, salvo en el tramo de diez kilómetros entre La Habana y San Francisco de Paula, y el de La Habana a Arroyo Arenas (15 km) ambos ensanchados y adoquinados con granito entre 1913 y 1914.
Los trabajos de la Carretera Central propiamente dicha comenzaron en San Francisco de Paula, el 1ro. de marzo de 1927. Tiene una extensión de 1 139 kilómetros. De estos, 690 cruzaron por zonas donde no existían más vías de comunicación que los antiguos caminos reales, y 450 utilizaron total o parcialmente las explanadas de las carreteras que le antecedieron. Comunicó zonas extensas y fértiles y atravesó 60 pueblos y ciudades. Es una de las siete maravillas de la ingeniería civil cubana y los especialistas la catalogan como la obra del siglo XX en Cuba. Es una de las mejores carreteras de América Latina y ejemplo de construcción duradera. Ha resistido, durante decenas de años, cargas muy superiores a las que se suponía que soportara. Acortó distancias y conectó rincones de la geografía insular, lo que redundó en todos los órdenes de la vida cubana: humano, social, cultural, científico, político y económico.
Valga una aclaración. Se ha repetido mucho que la Carretera Central debió tener una anchura de ocho metros, y que Machado y su camarilla la dejaron en seis para apropiarse del dinero que eso hubiera costado. No hay tal. La carretera tuvo siempre los seis metros de ancho con que se construyó. Así se advierte en los planos originales. (Con documentación de Juan de las Cuevas)
El triángulo situado en Monserrate, frente al comienzo de la calle Neptuno y al final del callejón de San Juan de Dios, lo ocupa el parque —más bien parquecito— de Pepe Jerez, famoso y popularísimo jefe de la Policía Secreta de La Habana durante los años iniciales de la República y valeroso oficial del Ejército Libertador.
En 1951 se colocó allí el busto de Manuel Fernández Supervielle, alcalde habanero que se suicidó en 1947 cuando se percató de que no podría cumplirles a los habitantes de la ciudad la promesa de un nuevo acueducto, para el que el presidente Grau le había prometido la ayuda necesaria. Lo curioso es que todos identifican a este parque como de Supervielle, mientras que su nombre oficial duerme en el olvido.
Caso similar sucede con el llamado Parque de San Juan de Dios, espacio enmarcado por las calles Aguiar, Habana, Empedrado y San Juan de Dios o Progreso, sitio ocupado por el primer hospital que, aunque imperfecto, mereció ese nombre en la capital. Se erigió allí una estatua de don Miguel de Cervantes Saavedra, y se pretendió que el nombre del parque fuese el del famoso autor del Quijote, aunque ya anteriormente y de manera oficial el espacio había sido bautizado con el nombre del mayor general Emilio Núñez, del Ejército Libertador.
Ni Cervantes ni Emilio Núñez… El cubano de a pie lo ha llamado siempre Parque de San Juan de Dios.
La calle Galiano debe su nombre a don Martín Galiano, ministro interventor en las obras de fortificación de la ciudad, quien construyó un puente, el cual llevó su apellido, sobre la Zanja Real que recorría la actual calle de este nombre y surtía de agua a la ciudad. Luego, en 1839, se construyó otro puente que permitía el paso del ferrocarril que salía de la Estación de Villanueva, enclavada en parte de los terrenos donde hoy se ubica el Capitolio. Hasta 1842, Galiano estuvo cerrada en la calle San Miguel por una manzana de casas. Desde ahí hasta San Lázaro, Galiano no era Galiano, sino Montesinos, posiblemente un vecino o comerciante del lugar.
Como datos curiosos, añade el escribidor, en la esquina de Zanja existió un baño público, que el terreno donde se encuentra la iglesia de Monserrate se conoció por el nombre De la Marquesa, por pertenecer a la marquesa viuda de Arcos, y que en el entronque de Galiano con San Lázaro se encontraban las canteras de donde se extrajeron piedras para las primeras casas que con ese material se construyeron en la villa.
En 1917 se dio a Galiano el nombre oficial, que no ha sido modificado nunca, de Avenida de Italia.
Hacia 1771 la mejor entre todas las calles habaneras —se dice— era la de Mercaderes, que solo se extendía a lo largo de unas cuatro cuadras, y tenía repartidos por una y otra aceras distintos establecimientos donde podía encontrarse lo mejor en tejidos de lana, lino y seda. Estas tiendas atraían a las damas elegantes, y Mercaderes era entonces lo que fueron más tarde Obispo y luego San Rafael y Galiano, con la diferencia de que en aquella época las damas no abandonaban sus volantas para hacer las compras, porque era de mal gusto penetrar en las tiendas.
Arrancaba dicha calle desde la Plaza de Armas y, al igual que otra calle bien alineada, Oficios, iba a encontrarse en lo que se llamó Plaza Vieja. En este punto, en dirección Oeste, se trazó la calle Real (Muralla) que daba salida al campo por la Calzada de San Luis Gonzaga (Reina) y conducía a una hacienda nombrada San Antonio el Chiquito, donde se fomentó un ingenio de azúcar, que existía en 1762 cuando la toma de La Habana por los ingleses.
A continuación de la de los Mercaderes, se trazó la calle de las Redes (Inquisidor). Paralela a la calle Real se hallaba la del Basurero (Teniente Rey), porque conducía al vertedero de la ciudad.
En la misma dirección, partiendo de la Plaza de Armas, iba la calle de Sumidero (0’Reilly), nombre este que tomó por el Segundo Cabo que vino con el Conde de Ricla a la restauración española, después de la efímera dominación inglesa. Salían desde 0’Reilly, rumbo a la boca del puerto, las calles que se llamaron Habana y Cuba y que a través de los siglos han conservado sus nombres.
En las calles que hemos citado, las casas obedecían a una alineación y equidistancia. En el resto de la ciudad se construía a la diabla, es decir, cada cual establecía su casa donde lo creía conveniente. Todas las casas eran de guano o de madera y estaban cercadas o defendidas por sus cuatro costados con tunas bravas. Cuando llovía la ciudad era intransitable.
Los mosquitos eran insoportables, especialmente para los tripulantes de las flotas. Y había tal cantidad de cangrejos en todo el litoral, particularmente en las cercanías de la Punta y Caleta de San Lázaro, que por las noches, cuando se acercaban en busca de los desperdicios de las basuras domésticas, metían tanto ruido que muchas veces se les tomaba por invasores ingleses.