Lecturas
En lo que a pescado relleno se refiere, nada supera en Cuba al pargo que don Francisco Marty Torrens obsequió, el 2 de octubre de 1840, a doña María del Rosario Fernández de Santillán, sevillana, hija de los marqueses de Motilla y esposa del Capitán General de Cuba, don Pedro Téllez Girón, Príncipe de Anglona. La anécdota la cuenta el escritor Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones cubanas.
¿Quiénes eran esos personajes? Don Pedro era hijo segundón del Duque de Osuna, y, como tal, la ley de mayorazgo —que reservaba toda la fortuna y la dignidad para los primogénitos— lo condenaba a la miseria, pero tuvo el favor de un rey que lo hizo cadete a los tres años de edad, capitán a los siete y teniente coronel a los nueve, y en su juventud conquistó gloria y dinero. Gobernó la Isla durante 14 meses.
Don Pancho Marty Torrens llegó a Cuba, como muchos españoles, en alpargatas y con un baúl enorme de ilusiones que logró materializar, pues se convirtió en uno de los hombres de mayor caudal e influencia de su tiempo, con acceso libre y directo al entorno íntimo de los gobernadores generales. Estos cambiaban de cuando en cuando, pero la ascendencia de don Pancho no sufría menoscabo. Y es que fue uno de los más grandes comerciantes de esclavos y una concesión del Gobierno colonial le permitía explotar en su provecho el trabajo de los reclusos de la Cárcel de La Habana.
Con trabajo de presos, precisamente, edificó el Teatro Tacón, el más importante y concurrido de la capital, y se convirtió en su empresario, lo que le permitió esquilmar a los autores que allí veían representadas sus obras.
Poseía, entre otros bienes, varias fincas rústicas y extensas, propiedades inmuebles, así como dos astilleros, donde se reparaban buques destinados a la trata negrera. Ahí no acababa la cosa: don Pancho ejercía asimismo el monopolio del pescado en La Habana, privilegio vitalicio, pese a las protestas del Ayuntamiento habanero.
Muchos se sorprenderán al saber que la hermosa Plaza de la Catedral fue, años ha, una ciénaga formada por las aguas que se derramaban de la llamada Zanja Real, en el Callejón del Chorro, el primer acueducto de la capital. Era precisamente detrás de la Catedral donde Pancho Marty tenía la sede principal de su negocio de pescado, la llamada pescadería El Boquete, con nevería y locales para el expendio de avíos, y donde, pese a todo su dinero, residía, tal vez por aquello de que «el ojo del amo engorda el caballo» o, en este caso, los peces. El Boquete abrió sus puertas por indicaciones del capitán general Miguel Tacón en 1836 y allí estuvo hasta 1895.
La víspera del 2 de octubre, día de la fiesta de la Virgen del Rosario, don Pancho preguntó a la Princesa de Anglona qué quería que le regalase por su santo. La dama no supo qué contestar, pero ante la insistencia del catalán, se decidió. —Pues bien, Marty, mándeme un pargo para el almuerzo— dijo.
Se comprometió don Pancho y al día siguiente, temprano en la mañana, llegó al palacio de los Capitanes Generales un negro de su dotación que portaba, en una bandeja de plata maciza y cubierto por una servilleta de fino encaje, un ejemplar magnífico de los llamados pargos de San Rafael.
Lo acompañaba este mensaje: «Doña Rosario: Que los pase muy felices. Ábrale la barriga al pargo».
El texto de la nota provocó primero la carcajada de los príncipes de Anglona y luego la curiosidad. Examinaron el pargo de un extremo al otro, lo sopesaron. Algo raro había en aquel animal: pesaba mucho, parecía de plomo.
«Este pargo tiene algo dentro», comentó entre dientes don Pedro y ordenó que lo abrieran.
¡Y vaya si lo tenía! De su interior cayeron en la bandeja no se sabe ya cuántas onzas de oro, peluconas legítimas, que dejaron con la boca abierta a la encumbrada pareja.
Se llamaba don Pedro… Su apellido se perdió en el tiempo, en la bruma de la leyenda. Corría el primer tercio del siglo XIX en la ciudad de Matanzas, y en una casona palaciega de la calle Del Río vivía don Pedro. Tenía 48 años de edad, lo servían muchos esclavos y eran cuantiosos sus bienes. Su hijo de 17 años, Fernando, estudiaba en La Habana.
Era el sujeto lo que se ha dado en llamar un hombre de cáscara amarga y corazón de oro. Recto, cumplidor de sus deberes, bondadoso, de mano abierta para el pobre y cristiano de misa diaria y comunión semanal. En realidad, había dos don Pedro, el bueno y el irascible. Se dice que lo único que alteraba la placidez de aquella casona era la irascibilidad del amo, escribe Américo Alvarado Sicilia en una de sus Leyendas matanceras.
Goyo, uno de los esclavos de la casa, se había convertido en la mano derecha de don Pedro. Era un negro cincuentón, también viudo, y padre de una muchacha de 14 años, Isabel; cuerpo de mujer escultural, cara de niña traviesa y ojos donde la alegría ponía a diario su luz cascabelera. Don Pedro la había visto crecer en su casa y la favorecía. Cuando en las mañanas ella entraba a su cuarto para servirle el desayuno, don Pedro trataba siempre de demorarla con cualquier pretexto y conversaba con ella en tono paternal.
Llegó el verano y regresó el niño Fernando, de vacaciones, y volvió a ser lo que había sido siempre para su padre: el centro de la vida; la vida misma. Y la alegría de Isabel, la esclava mimada, apuntó hacia el niño Fernando. El desayuno diario en la cama… La belleza de la muchacha… Los 17 años de él, los 14 de ella… Las ocasiones propicias… Todo se hizo laberinto de amor y la esclava terminó entregándose al imposible. Un hijo de Fernando quedó en el vientre de Isabel cuando él regresó a sus estudios en La Habana.
A partir de ahí la alegría de Isabel se convirtió en escondido llanto. Nadie sospechó de su embarazo. Confesó, sí, sentirse enferma, con el vientre lleno de agua. Quiso don Pedro traer al médico, pero la muchacha se las arregló para aplazar la consulta. Cuando llegó la hora, huyó de la casa. Sabía que en la cueva del Indio, en el abra del río Yumurí, encontraría refugio.
Caía la tarde. La cueva se llenaba de sombras cuando Isabel sentía los dolores de parto. Tuvo miedo. De rodillas, apretada contra una de las paredes de la caverna, ovillada de dolor, pidió ayuda a Dios. Y el pedido fue escuchado. Sobre la cabeza de la muchacha apareció, incrustada en la roca, una cruz negra, y clavado en ella, un Cristo de blancura deslumbrante. Desclavó Cristo sus manos y las extendió sobre Isabel. No temas, dijo. Yo estoy aquí.
Mientras, en la casa de la calle Del Río, don Pedro, hecho una furia, supo que Isabel se hallaba escondida en la cueva. Él mismo la buscaría y le daría su merecido. Látigo en mano entró en la caverna y, cegado por la ira, avanzó hacia la muchacha que imploraba perdón con voz llorosa. De repente, don Pedro vio la cruz negra incrustada en la piedra y, clavado en ella, el Cristo blanquísimo. El látigo cayó al suelo y don Pedro, arrodillado, sintió esperanza, miedo y amor en su corazón. Esta mujer te ha dado un nieto, dijo Cristo. Obligado quedas a velar por ella y por el niño.
Esta es una historia de amor y de odio. De ambición y egoísmo. Transcurre en Matanzas y, como toda buena historia, comienza en invierno. En el ya lejano invierno de 1795, cuando la ciudad yumurina contaba apenas con unos 6 000 habitantes. En ese entonces, en una casucha de tabla y guano que se alzaba a orillas del río San Juan, vivía una vieja esclava a la que todos conocían por Ma Teresa. La acompañaba su nieta. Se llamaba Julia Rosa y tenía una piel de seda y un rostro que, de lindo, daba gusto vérselo. Un rostro subrayado por la perfección de unos ojos verdes que echaban al mundo la alegría de los 17 años de su edad. Ma Teresa no era una esclava cualquiera. Vivía como una negra libre, fuera de la casa familiar, sin más obligación que la de cuidar de Julia Rosa, y gracias a la pensión que, sin faltar una sola vez, le hacía llegar don Sebastián, opulento vecino de la villa, con residencia en una espléndida mansión de la Calle del Medio. Don Sebastián también tenía los ojos verdes y decían las malas lenguas que Julia Rosa, la nieta de Ma Teresa, era hija suya.
Las interioridades del asunto las conocía bien doña Rosario, la hermana de Sebastián. No veía con buenos ojos que Ma Teresa viviera fuera de la casona. La verdad del caso es que doña Rosario sabía muy bien que las visitas frecuentes de su hermano a la casita del río San Juan con la intención de darle vueltas a «la niña», eran la causa de que siguiera vivo el escándalo que sacudió Matanzas cuando don Sebastián lloró en público a Julia, muerta luego de haber dado a luz a Julia Rosa, aquella niña de ojos verdes que bien pasaba por blanca. A doña Rosario, por otra parte, le estorbaba la muchacha. Su hijo Felipe heredaría al tío Sebastián, y parte del capital y las propiedades bien podrían corresponder a Julia Rosa. Había que pensar en esas cosas, pues Felipe tenía ya 25 años y era el deseo de doña Rosario verlo casado con Elvirita, la hija de doña María Elvira.
Cuenta el ya aludido Alvarado Sicilia en otra de sus Leyendas matanceras, que la noticia llegó a la familia por dos vías. La supo doña Rosario en la mañana, al salir de la misa, y la supo don Sebastián por la tarde, mientras tomaba el fresco y veía y se dejaba ver en la plaza de La Vigía. Una noticia sorpresiva, desconcertante: el niño Felipe era visita diaria en la casa de la esclava Ma Teresa prendado, como estaba, de Julia Rosa, sin saber que era su prima. Si la noticia angustió a doña Rosario, más estragos causó en doña María Elvira, la madre de Elvirita, la novia de Felipe. ¿Qué hacer? María Elvira pensó que Tata Mongo, el esclavo más viejo de su casa, podía tener la solución. En efecto, Tata Mongo aseguró que resolvería el asunto del niño Felipe. Él tenía poderes secretos que le confirieron en su tribu cuando lo hicieron jefe de brujos, y que le permitían hablar con los dioses que seguían oyendo sus pedidos e invocaciones. Doña Rosario no lo pensó mucho y ordenó al viejo Tata Mongo que se esmerara en su trabajo.
Tata Mongo llegó a la casita del río San Juan ya cuando anochecía. Ma Teresa había salido y Julia Rosa estaba sola. Llevaba para ella un dulce de coco. Mientras la muchacha lo degustaba, Tata Mongo no dejaba de hablar. Hablaba sobre cómo en África los brujos convertían a las mujeres en pájaros. Él también podía hacerlo. Si te convierto en pájaro, dijo, no morirás jamás. Julia Rosa seguía sus palabras entre interesada e inquieta. Rió mucho, pero enseguida sintió miedo.
Don Sebastián andaba como enloquecido. Ma Teresa lloraba a toda hora. Felipe, desesperado, no sabía ya dónde buscar a Julia Rosa. Doña Rosario comenzó a sentir la mordedura de un remordimiento atroz. Julia Rosa había desaparecido…
Pasó el tiempo. Una noche Ma Teresa dijo saber lo que había pasado con su nieta. Un hechicero la había convertido en gaviota. Nadie la tomó en serio, pero días después, Felipe vio una gaviota que lo miró de un modo raro. Tenía los ojos verdes. Meses después Felipe moría loco, enamorado de una gaviota.
La gaviota de ojos verdes del río San Juan vuela muchas noches sobre la ciudad de Matanzas. No ha muerto. No puede morir.