Lecturas
Hace un par de años este escribidor localizó el lugar y encontró un edificio en ruinas. Sin techo, con alguna que otra pared sosteniéndose a como diera lugar y columnas de hierro todavía enhiestas, el inmueble daba cabida a un depósito de materias primas. Pese a sus reducidas dimensiones, una tarja de bronce se hacía visible entonces en su fachada. Advertía: «Aquí estuvo JM».
¿JM? ¿Julián Marrero, acaso? ¿Jorge Menéndez? ¿Juan Mendoza, tal vez? Frío, frío. JM es nada más y nada menos que José Martí, y el edificio es el de La Caridad del Cerro, la sociedad que auspició fiestas y recepciones renombradas y suntuosas y cuyas veladas políticas y literarias traspasaron los límites de toda adjetivación. Sus salones, en su momento, fueron frecuentados por figuras de la talla de Nicolás Azcárate, Juan Gualberto Gómez, Manuel Sanguily, Alfredo Zayas, Rafael Montoro y, por supuesto, José Martí. Para decirlo en una sola frase. Por La Caridad del Cerro pasó todo lo que en la Cuba de fines del siglo XIX gozaba de verdadero prestigio. Allí Enrique José Varona pronunció no pocas de sus conferencias, entre estas las que dedicó a Emerson, Víctor Hugo, Luz y Caballero y sobre todo, en la noche del 14 de mayo de 1887, al «poeta anónimo de Polonia», cuyas palabras finales, dice la crónica, fueron ahogadas por una de las ovaciones más estruendosas que tuvieron lugar en aquella sala de la Calzada del Cerro entre Santa Teresa y Zaragoza que, por otra parte, servía de sede a la dirección del Partido Autonomista.
La casa perteneció a un miembro de la nobleza de la Isla hasta que en 1875 dio albergue a la sociedad. Federico Villoch describe el local en sus Viejas postales descoloridas. Dice que la sala de actos era amplia y bien distribuida, y ventilados los salones que acogían la biblioteca y la sala de juegos. En el patio, ancho y cuadrado, un frondoso jardín ofrecía gratos rincones para que el espíritu se solazase a sus anchas. El papel que tapizaba las paredes de las salas de recepción y de recreo, iluminado por la luz de gas de ostentosas lámparas de cristal, provocaba en el visitante la idea de una voluptuosa atmósfera de ensueño. Salones en los que rivalizaban en belleza y distinción, Josefina Herrera, Condesa de Fernandina; Esperanza Navarrete, en camino de convertirse en la Marquesa de Larrinaga, la Condesa de Montalvo, la de Calderón… Allí hizo sus primeras armas Regino López, el después muy aplaudido y popular actor de nuestro teatro vernáculo.
Las finanzas no andaban en La Caridad del Cerro a la par de su empuje cultural. A duras penas sobrevivió hasta poco después de estallar la Guerra de Independencia, en 1895. Problemas económicos a los que sus protectores no pudieron corresponder, fueron estrechándola hasta llevarla casi a la indigencia. Entonces sus viejos conserjes, por órdenes superiores, cerraron sus puertas. Cuesta abajo, la noble mansión derivó en casa de inquilinato y fue luego la sala cinematográfica Cerro Garden hasta servir de depósito de materias primas.
Cuando el Generalísimo Máximo Gómez entró en La Habana en 1898, al frente de sus tropas, se dispuso que un grupo de mambises rindiera respeto y homenaje a lo que fue La Caridad del Cerro.
La manzana que ocupa el hotel Habana Libre, enmarcada por las calles 23 y 25, L y M, en el Vedado, era, a fines de los años 40 del siglo pasado, un terreno yermo o casi.
En la esquina de 23 y M se erigía la residencia de Carlos Manuel de Céspedes, ex presidente de la República e hijo del Padre de la Patria. En la esquina de L y 25 se hallaba, a partir de 1939, la casa del doctor Kourí, cuya hija Ada estaba casada con el doctor Raúl Roa. En la esquina opuesta, en 23 y L, existía un parque de diversiones con caballitos de verdad, los ponis; el niño se le encaramaba y un empleado de la instalación llevaba de la rienda al animal. Por cinco centavos se daba la vuelta al terreno. Había también ponis en el hueco de la esquina de 21 y G, en el espacio que ocupa el hermoso edificio proyectado por el arquitecto Rafael de Cárdenas, autor asimismo, entre otras muchas obras, del centro comercial La Rampa, al comienzo de la calle 23.
Por cierto, cuando se proyectaba la construcción del hotel, se imponía la adquisición de la casa de Céspedes para proceder a su demolición y aprovechar así el espacio que ocupaba. La viuda del ex mandatario dijo que no estaba interesada en vender y haciéndose de rogar para que vendiera, consiguió una oferta irresistible por su inmueble.
La casa de los Kourí, dice Raúl Roa hijo en su libro Memoria de mundos varios, «tenía una cúpula azul, un gran traspatio con árboles frutales y un baño “pompeyano” en el segundo piso». El patio, precisa Roa, quedaba aproximadamente debajo de donde está el bar Las Cañitas del Habana Libre.
Eran tiempos en que la calle L se transitaba en ambos sentidos, y por la calle 17 los vehículos circulaban en dirección contraria a como lo hacen hoy. Donde ahora está el edificio Focsa, se hallaba el club Cubanaleco, y enfrente, donde se encuentra el restaurante El Conejito, existía un establecimiento llamado El Liro, reputado por los pollos y huevos que expedía. La Roca era entonces El Colonial, y la pizzería de 21 y L no era una pizzería, sino una cafetería-restaurante que llevaba el nombre de Las Delicias de Medina. No había librería en L y 27, sino una cafetería con entrada por ambas calles. El Café de Artistas, sitio bohemio, propiedad del actor Otto Sirgo, se ubicada una cuadra más abajo, en 25, y el Mocambo Club ocupaba el lugar de Las Bulerías. Había un Restaurante Vienés en la calle K, y una casa de comidas francesas; Le Vendome, en Calzada esquina a C, mientras que el restaurante Gaviria, en Calzada y M, frente al parqueo de la embajada de Estados Unidos, aseguraba una vista espectacular de La Habana.
La esquina de la librería La Moderna Poesía, en Obispo y Bernaza, estaba ocupada, antes de 1900, por la peletería de Manuel Sánchez Cuétaro. Más o menos en la fecha señalada José López Rodríguez, que haría célebre el sobrenombre de «Pote», compró la esquina, liquidó los zapatos, los vendió a lo que le dieron por ellos, y llenó el local de libros viejos.
Entonces La Moderna Poesía, dicen, estaba montada a estilo de una barraca de feria. Una cuantas tablas toscas y sin pintar, que descansaban sobre otros tantos burros de madera, servían de mostrador, y toscos también eran los estantes, abarrotados de libros, viejos por lo general, comprados casi todos de relance.
En la acera de enfrente abría sus puertas la librería de Ricoy. En esta se veía a Varona, a Zayas, a Carlos de la Torre y a otras eminencias de la época, registrando afanosos las tongas de libros y revistas que llenaban la pequeña sala del establecimiento.
El Ministerio de Estado era, al triunfo de la Revolución, la entidad encargada de las relaciones exteriores de Cuba. Su sede radicaba en La Habana Vieja, calle Capdevila número 6, en la antigua residencia de la familia Pérez de la Riva, donde ahora se halla el Museo Nacional de la Música, un inmueble que si bien resultaba ideal para cocteles y recepciones, resultaba inapropiado como lugar de trabajo y oficinas.
El Ministerio necesitaba reubicarse, y, en 1958, la dictadura batistiana decidió hacerlo en terrenos de la manzana enmarcada por las calles Calzada, G, H y Quinta, en el barrio del Vedado. Para ello utilizaría la casona que allí se erigía, en el número 360 de la calle Calzada, y aprovecharía el terreno del fondo para la construcción de un edificio de ocho plantas y con fachada principal sobre la calle Quinta, donde quedarían instaladas las dependencias principales del organismo.
Se ganaba así en amplitud y comodidad para las faenas cotidianas, y se aseguraba a los diplomáticos acreditados en el país un acceso cómodo y rápido desde cualquier punto de la ciudad.
El Vedado se extiende sobre la antigua zona vedada —de ahí el nombre del barrio— donde se prohibía vivir, sembrar, talar y criar ganado en interés de la defensa de La Habana ante ataques de corsarios y piratas. En el área ocupada por el Ministerio de Relaciones Exteriores existió, a partir de 1832, un cementerio destinado a negros esclavos bozales que morían sin bautizar. Como hubo protestas por el estado de dicha necrópolis donde, dicen las crónicas, se enterraba a los negros como animales, se adecentó el lugar, se nombró a un capellán y se decidió destinar la mejor parte del campo a la inhumación de extranjeros protestantes. De ahí el nombre de Cementerio de los Ingleses, que recibió entonces, y Cementerio de los Americanos, como se le designó a medida que ciudadanos de Estados Unidos superaban en número e influencia a los súbditos de Gran Bretaña. Lo clausuraron en 1847.
Tras el fin de la Guerra de Independencia, en 1898, y la instauración de la República, en 1902, la barriada adquirió un auge inusitado. Los ricos de abolengo abandonan la atestada y ruidosa Habana Vieja y compran terrenos y construyen en la barriada. Lo hacen también los nuevos ricos y no pocos altos oficiales del Ejército Libertador que cobran sus haberes.
La familia Gómez Mena decide radicarse en el Vedado. La rama de ella que encabezaba Alfonso Gómez Mena Vila adquirió los terrenos de la calle Calzada, donde edificaría la mansión que sirve de sede a la Dirección de Protocolo y Ceremonial del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Antes de la existencia en estos del cementerio aludido, esos terrenos fueron propiedad de don Antonio de Frías, pariente del Conde de Pozos Dulces, dueño de la finca donde se asentó el Vedado. Pertenecerían después a la Condesa del Loreto, quien, en 1920, los vendió a la dominicana Blanca María Vicini Perdomo. Esta los hipotecó a favor de Alfonso Gómez Mena y terminó vendiéndoselos cinco años más tarde, cuando la fastuosa residencia, que adquirió la condición de habitable en 1926, estaba ya en construcción. Para edificarla, Alfonso fue autorizado a demoler las cinco viviendas allí enclavadas.
Alfonso Gómez Mena Vila encargó los planos de la mansión al afamado arquitecto Francisco Centurión, autor asimismo del pabellón cubano en la Exposición Internacional de San Francisco, California, y para la ejecución del proyecto contrató los servicios de la firma Morales y Compañía, dirigida por el importante arquitecto Leonardo Morales, graduado en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, y egresado de la Escuela de Bellas Artes de París.
Al fallecer Alfonso Gómez Mena en 1936, la casa pasó a nombre de su viuda, María Vivanco, que la habitó hasta 1953. Cinco años antes el inmueble, de 1 659 metros cuadrados de superficie, fue valorado en 115 000 pesos y los terrenos en 200 000. En 1958 el Estado cubano adquirió los terrenos y la casa por 650 000 pesos; cifras esas equivalentes a dólares. En esa fecha declinaba la estrella y la fortuna de los herederos de Alfonso. Su hijo Alfonso Gómez Mena Vivanco se veía obligado a entregar, en ese año, las dos terceras partes de sus acciones en el central Santa Teresa en garantía por la deuda de 700 000 pesos que tenía con una firma corredora de azúcar. Al no poder saldarla en fecha, los acreedores establecieron un procedimiento judicial que concluyó con el embargo del central.
El edificio de ocho plantas de la calle Quinta fue terminado después de 1959. Cuando a mediados de ese año el doctor Raúl Roa asumió la cartera de Relaciones Exteriores, sus oficinas no estaban aún concluidas y las instaló en el edificio que ocuparía poco después la Casa de las Américas.