Lecturas
Llama la atención de especialistas e investigadores el hecho de que el Castillo del Morro carezca de un cementerio donde se inhumaran a los que allí fallecían, tanto por enfermedad como por hechos de guerra. No se ha descubierto, al menos, ese espacio, y los pocos restos humanos que han puesto en evidencia las excavaciones confirman la carencia de un sitio destinado a enterramientos.
Esa realidad hace que cobre cuerpo la leyenda de la existencia en la vieja fortaleza del denominado pozo de los muertos, como le llama el periodista Fernando Dávalos; un agujero por donde eran lanzados al mar los fallecidos y también aquellos prisioneros a los que se quería eliminar sin que quedara rastro de ellos, ya que se les arrojaba a aguas infestadas de tiburones.
Ese parece haber sido el destino del revolucionario y periodista venezolano Francisco Laguado Jayme, adversario del dictador Juan Vicente Gómez —«Juan Bisonte»— que había encontrado refugio en La Habana y que desapareció, sin que quedara huella de él, en los días de la dictadura de Gerardo Machado. Se dice que el espadón de Venezuela pidió a su colega de la Isla ese servicio, pese a que Laguado era su pariente, y Machado se apresuró en complacerlo.
Otros opositores a Machado corrieron la misma suerte, y es célebre el caso de la mujer que, por el reloj y el yugo que ajustaba el puño de la camisa, reconoció como de su esposo el brazo hallado por unos pescadores en el vientre de un tiburón capturado en las costas habaneras. Con macabro sentido del humor, Machado entonces puso en veda a los tiburones.
¿Fueron lanzados esos hombres a la muerte desde el Castillo del Morro? Si fue así, ¿cuál es entonces el pozo de los muertos? ¿El boquete que se abre, como dice Dávalos, entre los gruesos muros del recinto y cae sobre el mar abierto y profundo y que, en tiempos de la colonia, era utilizado para eliminar los desperdicios de la guarnición? ¿U otro boquete, más discreto, inocente casi, a la vera de uno de los pasillos interiores?
Hace ya mucho tiempo, me parece recordar que en 1960 o 1961, el Morro se abrió por poco tiempo al turismo; un turismo nacional… apenas había otro entonces. Los interesados en visitarlo abordaban, en la calle G, en el Vedado, un vehículo abierto, dotado de numerosos asientos y arrastrado por un tractor. Era el llamado «trencito del INIT» (Instituto Nacional de la Industria Turística). El coche que pretendía, en efecto, imitar un tren, y que contaba con servicio de guía, bajaba por G hacia el mar, doblaba a la derecha en Malecón, atravesaba el túnel de La Habana y subía al Morro, donde se ofrecía una explicación sobre los detalles constructivos de la fortaleza y su historia. ¡Todo por un peso!
Pero a lo que iba. Ha pasado mucho tiempo de aquello; yo andaba entonces por mis 12 o 13 años, y no he olvidado el boquete discreto, inocente casi que el guía mostró al grupo de excursionistas y que identificó como el pozo de los muertos, sin que llegara a usar exactamente esas palabras. Gruesos barrotes empotrados en los muros impedían ya franquear la abertura. A través de estos, y pese a lo oscuro del lugar, se hacía perfectamente visible una escalera. Explicó que eran no más de cuatro o cinco escalones que no conducían a ninguna parte. En tiempos de Machado, de noche, obligaban al recluso a descenderlos hasta que perdía pie y caía al agua… Explicó el guía que a la caída de la dictadura, un grupo de madres que nunca supieron del paradero de sus hijos, pidieron que aquel hueco trágico fuera clausurado para siempre.
Prado es una de las calles habaneras que más nombres ha tenido a lo largo de su existencia. Se le llamó Nuevo Prado, Alameda de Extramuros, Alameda de Isabel II, Paseo del Conde de Casa Moré, Paseo del Prado, Paseo de Martí… pero los cubanos le hemos llamado Prado a secas o, a lo sumo, Paseo del Prado.
Su construcción la inició, en 1772, el Marqués de la Torre, entonces gobernador general de la Isla, y sus sucesores lo mejoraron, en especial don Luis de las Casas y el Conde de Santa Clara, y quedó hermosamente transformado durante el mando del general Miguel Tacón.
Se le pasó también la mano en tiempos de la intervención norteamericana, cuando se sembraron álamos en el Paseo. En tiempos del presidente Alfredo Zayas (1921-25) se le plantaron pinos, y sus laureles actuales son de 1928, cuando Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Públicas en el Gobierno de Machado, se empeñó en transformarlo.
Escribía el arquitecto José M. Bens que Carlos Miguel «trajo los laureles de la finca La Coronela, y ya crecidos fueron sembrados en el Prado, al cual se le dotó de artísticas farolas con excelente iluminación, bancos de piedra y mármol, copas y ménsulas de bronce, con una riqueza y profusión tal que, sumado al bello piso de terrazo, hicieron de este uno de los más típicos e interesantes paseos de las ciudades americanas. El Prado vino a ser el gran salón, el palco escénico de la urbe, alrededor del cual tenían lugar las famosas fiestas de nuestros carnavales y los diversos desfiles cívicos y militares, a tal extremo que hoy no se concibe una Habana sin nuestro Prado, como tampoco sin la Plaza de Armas y sin el Parque Central».
A la etapa de Carlos Miguel corresponden asimismo los leones, colocados en sus pedestales el 1ro. de enero de 1929. Meses antes, el 10 de octubre de 1928, el Paseo en esta nueva versión había quedado inaugurado.
El Prado guarda también recuerdos trágicos.
En la tarde del 9 de julio de 1913 era muerto a balazos, mientras paseaba en compañía de sus dos hijos pequeños, el brigadier Armando de la Riva, jefe de la Policía Nacional y uno de los generales más jóvenes del Ejército Libertador. Por órdenes del secretario (ministro) de Gobernación (Interior) De la Riva se había propuesto acabar con los garitos que alentaba el general Ernesto Asbert, a la sazón gobernador de La Habana y, de seguro, dada su popularidad, futuro presidente de la República. Asbert no toleró la intromisión y un encuentro casual aquella tarde en Prado entre Ánimas y Trocadero, desencadenó la tragedia. Asbert fue a parar de cabeza a la cárcel y aunque amnistiado algo más de un año después, el incidente puso fin a su ascendente carrera política.
Años después, también en Prado, encontraría la muerte Antonio (Antoñico) Jiménez, coronel del Ejército Libertador y jefe de la Porra machadista —cuerpo paramilitar del que se valía Machado para reprimir a sus opositores.
El rumor se había convertido en certeza: era el 12 de agosto de 1933, Machado había renunciado y no estaba ya en Palacio. Pese a eso, Jiménez salió tranquilo de su casa. Quizá pensara en que nada le ocurriría, pero un limpiabotas lo reconoció, y, perseguido de cerca por la población, se vio obligado a refugiarse en el interior de la farmacia del doctor Lorié, en Prado esquina a Virtudes, decidido a vender cara su vida. Durante largo rato sus perseguidores no pudieron penetrar en el establecimiento; Jiménez, pistola en mano, se batía duramente.
Un camión del Ejército pasó por el lugar y se detuvo al observar el revuelo. Un cabo que viajaba en el vehículo, saltó a la calle y de un disparo certero fulminó al jefe de la Porra. Una instantánea captó al militar sobre el techo de un automóvil, con el rifle en alto, en señal de victoria, y aclamado por la multitud. Una foto que dio la vuelta al mundo como símbolo de la caída de la dictadura machadista.
El mismo día, también en el Paseo del Prado, el teniente Julio Le Blanc, temible porrista que se vanagloriaba de numerosos crímenes —algunos de los cuales, es la verdad, no cometió— era apedreado y luego muerto a balazos antes de que, desnudo, fuera arrastrado por la multitud, mientras su esposa y su hijo contemplaban la escena desde un balcón del hotel Pasaje. Una foto lo captó, en sus momentos finales, desplomado en la calle, bajo los efectos del adoquinazo que lo alcanzó en pleno rostro.
También en Prado y Virtudes tuvo lugar el duelo irregular entre los legisladores Quiñones y Collado. Discutieron con aspereza, y cuando la disputa pareció tocar a su fin, Quiñones dio la espalda a su compañero de hemiciclo, ocasión que aprovechó este para balearlo a traición.
Un poco más allá, en Prado entre Ánimas y Trocadero, frente a las oficinas del Primer Ministro, el entonces sargento Lutgardo Martín Pérez —llegaría a teniente coronel y jefe de la Motorizada en tiempos de la dictadura de Batista— y el parlamentario Rolando Masferrer, ultimaron a balazos a Emilio Grillo Ávila y a Francisco Madariaga Mulkay.
Finalizaba el Gobierno del presidente Prío, y Grillo, alias «Pistolita», militaba en un llamado grupo de acción que era enemigo del grupo en el que militaba Masferrer. Le pasaron la cuenta. La muerte de Madariaga —¿casualidad, confusión?— hasta donde sé, quedó en el misterio. Ni siquiera vivía en Cuba. Había venido a La Habana en procura de un puesto de cónsul en Aruba, donde estaba radicado con su esposa, y en el momento de su muerte trataba de conseguir el boleto para retornar a dicha isla, ya que en ese tiempo las compañías de aviación y agencias de pasaje se asentaban, en su mayoría, en el Prado.
Con posterioridad a los hechos, Martín Pérez declaró que su encuentro con Masferrer, frente a las oficinas del Premier, había sido casual. Conversaba con el legislador cuando vio acercarse a cuatro sujetos entre los que reconoció a «Pistolita» y a «El Italianito», que dispararon contra él, aseveró. Madariaga y Vicente Vidal, añadió, conformaban asimismo la pandilla. Dijo el sargento haber ripostado la agresión. Hirió a «Pistolita», que corrió por Prado, y luego persiguió a Madariaga, que se refugió en la agencia de Cubana de Aviación y allí lo abatió a balazos. Negó que Masferrer hubiese disparado, y aseguró que la agresión había sido únicamente contra su persona, porque andaba detrás de «Pistolita» y de «El Italianito» desde hacía mucho tiempo. Al día siguiente, sin embargo, dijo a la prensa que Masferrer y sus acompañantes cooperaron en la persecución de los asaltantes.
Nadie pudo explicar cómo el sargento Martín Pérez repelió la agresión de cuatro sujetos sin recibir un solo rasguño, no ocupó arma alguna a sus agresores e hirió a dos de ellos a cien metros de distancia uno del otro. Lo mejor estaba aún por ver. La prueba de la parafina resultó positiva en el cadáver de «Pistolita», pero las huellas de pólvora eran anteriores al día de los hechos. Fue negativa la prueba en Madariaga, y en «El Italianito», que se presentó de manera voluntaria a las autoridades. Dijo que si la Policía hubiera querido detenerlo, lo hubiera realizado con facilidad, pues todos los lunes firmaba su libertad condicional en dos juzgados habaneros y que, por otra parte, no había dejado de laborar un solo día en los Autobuses Modernos, donde era chofer. La acusación contra Vicente Vidal era incomprensible. Al ocurrir los sucesos de Prado, llevaba cuatro meses preso en el Castillo del Príncipe, y buena parte de ese tiempo en la enfermería, con una pierna fracturada. A la larga, ya en tiempos de Batista, Martín Pérez le pasó la cuenta a «El Italiano», a un costado del cementerio de Colón.