Lecturas
Fue el licenciado Antonio de Chávez el primer gobernador de la Isla de Cuba que decidió fijar en La Habana la residencia del Gobierno. Esa determinación, en cumplimiento de lo dispuesto por el monarca español, adquiría carácter oficial, en 1556, bajo el Gobierno del capitán Diego de Mazariegos. Impulsaba la resolución de Mazariegos el hecho de ser la villa «el lugar de reunión de las naves de todas las Indias y la llave de ellas», sin olvidar las espléndidas condiciones topográficas del lugar y en especial de su puerto. A partir de ahí todos los gobernadores españoles se asentaron en La Habana, que no mereció hasta 1592 el título de «ciudad», el cual le otorgó Felipe II, aunque desde 60 años antes era la localidad más importante de la colonia.
La Habana, pese a todo, seguía siendo un caserío pobre y despoblado. El 5 de septiembre de 1566, el ayuntamiento habanero dejaba constancia de que, con excepción del gobernador y sus colaboradores y de los miembros del cabildo, la villa contaba solo con 19 vecinos. Eran tan pocos que sus nombres podían consignarse en el acta correspondiente; desde los inevitables Juan de Rojas y Antón Recio hasta Diego de Soto y Francisco Hernández. Entre las mujeres, menciona el documento a María Delgado, Catalina Rodríguez y Eugenia Pérez, pero la mayoría de ellas aparecen registradas solo por sus nombres de pila: Susana, Bartola, Quiteria… y no faltan La Portuguesa y otra que aparece bajo al nombre de su supuesto marido: «la de Juan Alonso».
El comportamiento de las elecciones en años anteriores a ese de 1566 da idea del estado de la población habanera de entonces. En 1550 votaron 31 individuos; 36 en 1551; 15 en 1552; 18 en 1553; seis en 1554 y 14 en 1555. Entre 1556 y 1560, 27 personas ejercieron su derecho al voto en aquellos comicios que para elegir al alcalde y a los regidores del cabildo se llevaban a cabo, anualmente, en la plaza pública, donde los votantes iban congregándose al llamado de una campana.
La población masculina blanca la conformaban las autoridades, los hacendados, los artesanos y los criados que vivían agregados a la casa de los ricos como sirvientes, secretarios, ayudantes o simples protegidos. Los negros eran casi todos esclavos, aunque los había libres (los llamados horros) a los que se les concedía terreno para edificar sus casas y licencia para ejercer algunos comercios. En las Actas Capitulares, todas posteriores al primer semestre de 1550 (no existen las anteriores) apenas hay mención a los indios residentes en La Habana.
De 1550 data la que quizá sea la primera disposición que a favor del medio ambiente se tomó en la villa cuando, a fin de proteger el arbolado de la urbe, se prohibió la tala de cedros y caobas, maderas que la vecinería empleaba sobre todo en la confección de bateas, aunque también les daba empleo en la elaboración de objetos más importantes.
Esa disposición no impidió, sin embargo, que se exportasen a España, en grandes cantidades, maderas preciosas cubanas, lo que obligaba a los habaneros a trasladarse a lugares cada vez más lejanos en su busca cuando necesitaban construir o reparar su vivienda. Las personas que recibían solares para erigir sus moradas, debían edificarlas en un plazo de seis meses. Si no lo hacían en ese tiempo, se les retiraba el permiso de fabricación, se les multaba y se les quitaba el terreno entregado. Todavía en 1555 el gobernador de la Isla residía en una casa de tabla y guano, pero cinco años antes, dos de los vecinos más ricos, los ya mentados Rojas y Soto, se habían hecho edificar viviendas de piedra y tejas.
Durante sus primeras dos décadas de vida, después de su asentamiento definitivo junto al puerto de Carenas, La Habana no fue más que un pobre caserío de bohíos que se extendía entre el comienzo de la calle Tacón o Sanguily, al fondo del Castillo de la Fuerza, hasta el lugar donde se halla el edificio de la Lonja del Comercio.
Entonces, el centro de la villa era la plaza situada donde después se construyó la Fuerza. Se trasladó dicha plaza a un sitio que hoy ya no puede precisarse hasta encontrar su emplazamiento de la actual Plaza de Armas.
Desde allí irradió la población, extendiéndose por las calles Oficios y Mercaderes, como las más próximas al punto de desembarco de los bajeles. Se extendió asimismo por la calle Real (Muralla) que era la salida hacia el campo al proseguirse el camino de San Antonio (Reina). También por la calle Habana y después por las de Aguiar y Cuba, que conducían al torreón de la Caleta donde, de día y de noche, se apostaban vigilantes que avisaban de la cercanía de corsarios y piratas.
Otras vías surgirían a partir de 1584. La calle del Sumidero se convertiría en O’Reilly, y la del basurero, en Teniente Rey. Inquisidor se llamó antes la calle de las Redes.
Es también en 1550 cuando se toma la primera medida en lo que a política de precios se refiere: obligaba a los comerciantes a vender los rábanos a dos por medio. Es por entonces que empieza a estimularse la iniciativa privada a favor del bien público, al sacarse a remate el surtimiento de agua de la Chorrera que se expendería a razón de cuatro botijas por un real. Se fija la vara (36 pulgadas) como unidad de medida y se establecen los primeros impuestos sobre documentos.
En 1521 Juan Verrazano, veneciano al servicio de la Corona francesa, interceptó el barco en que Hernán Cortés remitía a Carlos V una parte de los tesoros de Moctezuma, el asesinado emperador de los aztecas. Más que un hito aislado, esa es la fecha que marca el inicio de la piratería. Apenas cinco años después el Consejo de Indias disponía la fortificación de las poblaciones costeras del Caribe y el cabildo habanero ordenaba que todos los vecinos portaran, tanto de día como de noche, las armas que recibían para hacer frente a los ataques. Se estableció que las rondas se reforzaran con los arcabuces de Alonso Sánchez Corral y de Inés Gamboa, sin duda una mujer de armas tomar.
La corrupción administrativa, la malversación y el desvío de los caudales públicos empezaron temprano en la colonia. En 1539 Lope Hurtado, tesorero de la isla de Cuba, escribía al monarca español que desde años antes, cuando asumió dicho cargo, «siempre he visto hurtar la hacienda de Vuestra Majestad». Males que, se dice, llegaron desde la vecina isla de Santo Domingo y que, en definitiva, eran originarios de la misma España.
Escribe el historiador Ramiro Guerra que durante el mando de Diego Velázquez, el primer gobernador de Cuba, la rudimentaria vida político-administrativa y la precaria vida social se desenvolvieron en un ambiente de relativa paz, normalidad y honestidad. Los escasos habitantes de la Isla vivían consagrados al trabajo, en especial la agricultura, la construcción de barcos, la minería, el fomento de nuevas poblaciones y el trazado de caminos. Muchos vecinos trajeron a sus familias de La Española y otros contrajeron legítimo matrimonio con indias. Los rústicos bohíos primitivos se transformaron poco a poco para hacerlos más cómodos y se importaron desde Sevilla, por el puerto de Santiago de Cuba, prendas de vestir y artículos de uso doméstico: muebles, cacharros de cocina, utensilios para la mesa, adornos… sin que quedaran fuera víveres, vinos y licores, así como velones para el alumbrado que se alimentaban con aceite de oliva.
Muere Velázquez y sobreviene para la Isla una época de decaimiento económico y moral, pobreza, brutalidad y concupiscencia. Están a la orden del día las rencillas, los pleitos, las riñas sangrientas. Escribe Ramiro Guerra que esa situación fue resultado de la vida ruda y salvaje de los primitivos pobladores, incultos y aventureros en su mayoría; del mando sin ley y sin freno; de la servidumbre y explotación del indio, por las encomiendas, y del negro, por la esclavitud; por la amenaza perenne de corsarios y piratas…
Para los que lo sucedieron en la gobernatura de la Isla, Velázquez fue culpable en buena medida de todos esos males. No hay que olvidar que pese a la honestidad relativa que Guerra advierte en su mandato, el primer gobernador de la Isla fue acusado en su momento y multado después de muerto por haberse dejado comprar con presentes y banquetes, consentir exacciones, aplicar de manera selectiva impuestos y aranceles y beneficiar con las encomiendas de indios a amigos y allegados en perjuicio de aquellos que no les simpatizaban.
No fueron mejores los que les siguieron en el cargo. A Gonzalo de Guzmán lo acusaron de consentir blasfemos, jugadores y amancebados y de defraudar las rentas reales. De injusto, ladrón y malo, en su persona y en su cargo, se tachó a Juanes Dávila; y a Juan de Aguilar, de asolar Santiago con robos e injusticias. Un hombre enérgico e inexorable como Antonio de Chávez, el primer gobernador que fijó su residencia en La Habana, tampoco escapó a la destitución. Hizo lo que estuvo a su alcance por aliviar la servidumbre de los indios y obligó a pagar lo que por diezmos, quintos y almojarifazgos adeudaban los poderosos y acabó por hacerse incompatible con la ambiciones de los colonizadores, que terminaron acusándolo de avaricia y falta de probidad.
Entre 1537 y 1541 se organiza el sistema de flotas, que asegura el comercio entre el Viejo y el Nuevo Mundo y La Habana se erige en el punto de reunión de los convoyes. En 1561 las travesías quedan establecidas oficialmente.
Dice el historiador Emilio Roig que un sistema comercial de exclusivismo y monopolio obligó a los habaneros a burlarlo a como diera lugar, lo que los llevó a vivir en la ilegalidad, la transgresión y el irrespeto a la ley. El contrabando fue válvula de escape de una población oprimida y agobiada por el monopolio. Para el habanero, con el consentimiento tácito o explícito de las autoridades, se hicieron habituales el tráfico clandestino, el fraude, el cohecho, el robo de los bienes públicos… todo aceptado y justificado por razones de necesidad suprema, lo que disolvió la vergüenza en el hábito. Provechosa y fatal fuente de ingresos, precisaba Roig en 1963, el contrabando fue tónica para la vida y agente formidable de perturbación moral.
Otro hecho que contribuyó a modelar de manera notable la fisonomía moral de la naciente Habana fueron las flotas. Escala de todas las Indias, era La Habana a mediados del siglo XVI, como ya se dijo, una villa pequeña, de población escasa y marcada pobreza. Los habaneros, en buena medida, vivían del alquiler de sus casas a los tripulantes de las flotas y de la venta de bastimentos para los navíos. La marinería era de nacionalidades diversas y de hábitos relajados.
La ciudad —mercado, garito, lupanar— engullía oro y volcaba concupiscencia, comentaba un historiador. Lo que fue fuente de daños morales que entronizaron el hábito de vivir sin trabajar, la corrupción y el escándalo.