Lecturas
No pocos lectores me han abordado por diferentes vías en el transcurso de las últimas semanas. Eran varias sus inquietudes. Uno me reprochaba que en la página de la semana anterior, sobre los cruces del Almendares, me limitara a hablar del puente de la Avenida 23 y del túnel de Calzada y no acerca del de Línea, que fue la primera de las vías que pasó por debajo del río. El interés de este lector iba un poco más allá y me pedía que escribiese sobre el Parque Metropolitano que se asienta en sus márgenes y sus antecedentes. Otro lector preguntó, a propósito de los «Brochazos electorales», si hubo con anterioridad a 1959 presidentes habaneros, y también con relación a esas notas, cuál fue el papel del parlamentario Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas en el secuestro en la capital cubana del líder obrero dominicano Mauricio Báez. Alguien más me echó en cara que pusiera fin al pasaje sobre Benito Remedios con una frase que era casi un escopetazo y dejara a la gente con las ganas de conocer los detalles de su muerte… Como en todos los casos se trata de inquietudes puestas de manifiesto por más de un lector, intentaré, espacio mediante, dar respuestas a todas en las páginas de hoy.
No es como piensa el lector interesado en los presidentes cubanos. Hubo mandatarios habaneros. Camagüey es el único territorio que no aportó ningún nombre a la Primera Magistratura de la nación, mientras que la antigua provincia de Las Villas es la mejor representada.
Villareños fueron José Miguel Gómez y su hijo Miguel Mariano, nacidos ambos en Sancti Spíritus. Gerardo Machado, en Santa Clara, aunque no son pocos los que ubican su nacimiento en Camajuaní. Alberto Herrera y Carlos Mendieta, en San Antonio de las Vueltas, y Federico Laredo Bru, en Remedios. Curiosamente también eran villareños Manuel Urrutia Lleó y Osvaldo Dorticós Torrado, oriundos de Remedios y Cienfuegos, respectivamente. Dorticós fue el último presidente de la República, cargo que desaparece al entrar en vigor la Constitución de 1976.
En Matanzas (Jagüey Grande) nació García Menocal. Pinareños eran Grau San Martín (La Palma) y Carlos Prío (Bahía Honda). Nacieron en Oriente Tomás Estrada Palma (Bayamo), Fulgencio Batista (Banes) y Andrés Domingo Morales del Castillo (Santiago de Cuba). Fuera de la Isla vieron la luz Carlos Manuel de Céspedes (Nueva York), Manuel Márquez Sterling (Lima) y José Agripino Barnet Vinajeras (Barcelona).
Solo dos habaneros desempeñaron la Primera Magistratura. Carlos Hevia Reyes Gavilán, que pasó poco más de 30 horas en el cargo, y Alfredo Zayas Alfonso, nacido en el Cerro, que desempeñó la presidencia entre 1921 y 1925.
Era público y notorio que Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas era en Cuba uno de los hombres del sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo. De su historial criminal hablamos aquí hace dos o tres semanas. Cumplió sentencia por haber asesinado a un hombre en Santa Clara y volvería a condenársele en 1917 cuando se le halló culpable de la muerte del alcalde Cienfuegos. No cumpliría esta vez la pena en su totalidad. María Teresa Zayas, la hija del Presidente, consiguió que su padre lo indultara y de la mano de ella, con quien contrajo matrimonio, llegó al Congreso de la nación. Su cadena de crímenes, sin embargo, no acabó allí. El 3 de mayo de 1950 se involucraba en un nuevo hecho de sangre cuando, por una cuestión de dinero, cosió a balazos a su compañero de hemiciclo Rafael Frayle Goldarás. La justicia no lo alcanzó entonces porque lo protegió la inmunidad parlamentaria. Aun así viajó a República Dominicana, y de allá regresó con una nueva encomienda: participaría en el secuestro de Mauricio Báez y su posterior traslado a la ensangrentada tierra quisqueyana, donde nunca hubo noticias de su paradero.
Báez saltó a los primeros planos de la actualidad en 1942, cuando convocó a una huelga que paralizó al mayor central azucarero de su país y obligó al Gobierno y a los propietarios del ingenio a acceder a las demandas de los trabajadores. A partir de ahí Trujillo puso precio a su cabeza y Báez empezó a vivir su cuenta regresiva. Estuvo exiliado en México y luego en Cuba, donde figuró en la expedición de cayo Confites, que se preparó para derrocar al sátrapa. En la noche del 10 de diciembre de 1950 tres sujetos, con un pretexto banal, lo sacaron de la casa en que habitaba en la calle Cervantes del reparto Sevillano. Resulta inexplicable que un hombre curtido en la lucha y que sabía con qué enemigo trataba se dejara embaucar. Quizá quiso evitar que se tomaran represalias con la familia que lo albergaba.
Pronto se supo que los secuestradores eran hombres de confianza de Casimiro Eugenio Rodríguez Cartas y se dio por seguro que Báez pasó la etapa inicial de su secuestro en la finca de este, en el Wajay. Luego lo trasladaron a Camagüey. De ahí a la República Dominicana en un avión que despegó presumiblemente desde la pista que Genovevo Pérez Dámera, ex jefe del Ejército cubano, tenía en su finca La Larga. Nunca más volvió a saberse de Mauricio Báez. En Cuba, las investigaciones acerca de sus secuestradores y sus cómplices no condujeron a ninguna parte.
La vida parecía irle viento en popa a Benito Remedios cuando el martes 15 de enero de 1952 un policía puso fin a su vida en la esquina de Reina y Águila.
Ese día, sobre las cuatro de la tarde, en los alrededores de la plaza del Vapor, Remedios ordenó a su chofer que aparcara el automóvil donde pudiera y lo esperara mientras hacía una gestión con vistas a la postulación de su hijo al Parlamento. El vigilante Carlos Gutiérrez Arocha, de posta en el semáforo de la mencionada esquina, vio al vehículo detenerse en una zona vedada de Reina entre Águila y Galiano. Pensó que hacía una parada momentánea, pero como los minutos pasaban y seguía en su mismo sitio, avanzó hacia el automóvil para conminar al chofer a buscar otro espacio libre.
—Usted sabe que aquí no se puede parquear —dijo el vigilante al chofer.
—Este es el automóvil del representante a la Cámara Benito Remedios y puede estar parado en cualquier sitio.
—No; sea quien sea el dueño del automóvil, usted está infringiendo la ley. No tengo más alternativa que multarlo.
El chofer entregó su cartera dactilar y el vigilante lo notificó y regresó a su posta. Y en esta siguió como si tal cosa hasta que vio acercarse, en actitud descompuesta y pistola en mano, a un hombre excepcionalmente robusto y que no aparentaba los 64 años de edad que ya tenía.
—¡Óigame bien! Soy el representante Benito Remedios y ni usted ni el jefe de la Policía me pueden multar. ¡Rompa ese papelito ahora mismo! —exclamó el legislador mientras sujetaba a su interlocutor por la guerrera.
Sobrevino el forcejeo. Sin perder de vista el cañón amenazador del arma que blandía Remedios, el vigilante trataba de zafarse y ofrecer una explicación al ofuscado parlamentario. Pero el hombre no quería entrar en razones y descargó su pesada mano sobre el rostro del policía, acorralado ya contra una columna.
—¡Te mataré como a un perro y no me pasará nada! —dijo y pegó la boca de su pistola a un costado del uniformado, que se abrazó a Remedios, sujetó el arma como pudo y la desvió de su cuerpo. Otro forcejeo y el agresor cayó al suelo. La fractura de un brazo, que sufrió a consecuencia de la caída, lo hizo soltar la pistola. Rápido extrajo el vigilante su revólver reglamentario y disparó tres veces sobre Benito Remedios.
—¡Me has matado… pero te voy a matar yo también! —gritó este y, recuperada su pistola, volvió a amenazar a su rival. El policía lo inmovilizó y sin ayuda alguna introdujo en un automóvil la voluminosa humanidad de Remedios, que llegó cadáver a la Casa de Socorros. Su prepotencia fue mayor que toda su fortuna y terminó perdiéndolo.
Ya en 1912, a poco de un año de inaugurarse el puente de la Avenida 23, existía la idea de convertir la extensa franja verde del río Almendares en un parque urbano. Poco antes de 1930, el urbanista francés Jean Claude Nicolás Forestier, invitado por el presidente Machado y su ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, a concretar un proyecto que diera a La Habana una apariencia moderna y funcional, vio en esa franja la sanidad del ambiente y concibió convertirla en un gran parque nacional. Ese proyecto contemplaba el surgimiento de un parque abierto y vivo de unas dos mil hectáreas. Sus protagonistas serían el río y el árbol. Era una concepción moderna del parque y su ubicación haría factible el acceso desde diversos puntos de la ciudad.
Pese a los impulsos iniciales, poco avanzó el proyecto. Golpeado por la crisis económica y entorpecido por los propietarios de los terrenos comprendidos en la zona, que alegaron los derechos de la propiedad privada, el plan de Forestier terminó por desecharse.
No cayó sin embargo en el vacío. No tendría la ciudad aquel gran parque, pero sí un bosque que se imponía reforestar y en el que se trabajaría en el cuidado y conservación de ejemplares históricos, algunos obtenidos por injerto gracias a la dedicación del sabio Felipe Poey. Poco duró el impulso y ya en 1940 la iniciativa del Bosque de La Habana era letra muerta. Pero tantos empeños frustrados habían terminado por convencer a la ciudadanía de la necesidad de preservar ciertos terrenos para la construcción del parque y de la promulgación de una legislación que lo amparara.
El momento oportuno pareció llegar con el acceso de Grau San Martín a la Presidencia de la República, en 1944. El vasto plan de obras públicas del nuevo Gobierno contempló el Almendares y renacieron las ideas del bosque y el gran parque. A esa altura, mucho se había edificado en la zona y el gran proyecto de Forestier se hacía ya imposible y hubo que dividirlo en sectores. Surgieron así el Parque Zoológico de la Avenida 26 y el Parque Forestal.
Una última intervención se haría en el área a partir de 1959, cuando el Gran Parque Almendares animó una larga faja de la ribera oeste del río, desde la desembocadura hasta los Jardines de la Tropical. Ya en 1963 el Plan Director de la Ciudad retomó la idea del Parque Metropolitano. Ocuparía unas 700 hectáreas y a diferencia de otros grandes parques habaneros, donde se desmontó lo que existía, el nuevo emerge de barrios densamente poblados y con un patrimonio construido extremadamente diverso, reto al que se suma el del rescate ambiental de la zona, la solución de la deforestación y los vertimientos que contaminan el río, y el cuidado y mantenimiento de la flora y la fauna que identifican el espacio.