Lecturas
No son pocos los que insisten en repetir que las condiciones innatas de Ernesto Lecuona para el piano eran casi sobrenaturales. Maurice Ravel, que lo escuchó tocar en una ocasión, comentó que lo que había oído era más que piano, y un crítico tan puntilloso como Adolfo Salazar lo calificó como un ejecutante perfecto.
Las manos del Maestro eran fuertes y ligeras a la vez; grandes, pero sin exageración. Y sus dedos, firmes, y suaves y elásticos, sin embargo, mientras que sus muñecas, por lo flexibles, parecían de goma. Las manos de Lecuona, dice el musicólogo Orlando Martínez, eran garras de león envueltas en seda.
Mucho se ha hablado de la extensión de esas manos, de su alcance en el teclado, lo que a la hora de componer le permitía introducir en la pieza «décimas» simultáneas, no arpegiadas, como lo hizo en Malagueña y Ahí viene el chino, que se convertían en un dolor de cabeza para los ejecutantes. Con relación a esto no falta quien afirme que se hizo operar las manos, entre los dedos índice y pulgar, para aumentar su extensión natural. Es proverbial, por otra parte, el privilegio de su mano izquierda, y sobre eso corre también otra leyenda que sostiene que el autor de La comparsa poseía una habilidad mayor en esa mano que en la otra, cuando en el piano, como en cualquier otro instrumento, la técnica ha de ser pareja en ambas.
La mano izquierda en el piano es la que mantiene el ritmo, y la música de Lecuona, sobre todo sus danzas cubanas, tienen un trabajo muy llamativo en esa mano. Al punto que cuando el pianista ruso Nicolás Orloff pasó por La Habana pidió al cubano que interpretara para él la danza Mis tristezas, una de sus obras más inspiradas y originales. Solo después de escuchársela le confesó el motivo de su petición. Había oído en París la grabación fonográfica de esa pieza, interpretada por su propio creador, y en la repetición final creyó que se recurría al subterfugio de usar dos pianos, dada la diversidad de notas que adornaba rítmicamente la línea melódica de esa danza.
Una intervención quirúrgica entre los dedos índice y pulgar para dar una mayor extensión a las manos, no es aconsejable porque puede dejar comprometido el buen funcionamiento de esa parte del cuerpo.
Lecuona nunca se la hizo. Sí se vio obligado a someterse a una operación cuando, en el baño de su casa, una llave de losa al partirse le cortó el tendón flexor del pulgar de la mano derecha. El accidente ocurrió en mayo de 1933 y el notable cirujano cubano Oscar Ledón Uribe asistió con éxito al célebre compositor.
La anécdota la contó el compositor Gilberto Valdés en una entrevista que concedió a La Gaceta de Cuba.
Preparó un concierto con su música y Rita Montaner sería el centro del elenco. Transcurrieron los ensayos sin inconveniente, pero el día antes de la función, Gilberto recibió una carta de la genial intérprete en la que le decía que no formaría parte del programa. Desesperado, con el tiempo en contra, decidió visitarla en su casa para tratar de hacerla variar de opinión. La cantante se mantuvo en sus trece sin que el autor de Tambor y Sangre africana supiese los motivos de la negativa, que Rita no reveló, aunque supuso que obedecía al hecho de que alguien del elenco no era de la simpatía de la diva.
Rita era así, decía Gilberto Valdés. No soportaba a otra mujer en el escenario; ella «tenía que ser siempre la única intérprete, y si se iban a cantar diez números, los cantaba ella. Y lo único que quizá te permitía era que un hombre cantara una o dos piezas».
Con la urgencia que requería el asunto, el compositor se vio precisado a buscar a otra cantante que la sustituyera. Pensó en Hortensia Coalla, que no quería interpretar su música, y terminó convenciéndola no sin esfuerzo.
Ya en el concierto, todo fue lágrimas y crujir de dientes. Rita llegó y ocupó un asiento al lado de Antonio Beruff Mendieta, el alcalde habanero, y el musicólogo español Adolfo Salazar. Anunciaron a Hortensia Coalla y rompió la música con Gilberto Valdés al frente de la orquesta, cuando, desde su luneta, resonó la voz de Rita Montaner.
—Ahora ustedes verán cómo se canta eso —dijo y en efecto empezó a cantar mientras que la Coalla, humillada y sin saber qué hacer, permanecía muda en el escenario.
La cosa subió de tono. El alcalde de La Habana, molesto, dijo a Rita:
—Señora, si usted no se comporta, la mando a sacar de aquí.
La diva no se amilanó.
—¡Atrévete! Atrévete a intentar sacarme, que si lo haces me quito el zapato y te caigo a taconazos a ti, a Salazar y a María santísima…
Eso no fue todo. Ya antes de comenzar el concierto, tuvo Gilberto Valdés que imponerse a los tamboreros, porque no querían tocar. Y cuando Rita al fin se marchó se originó una nueva lipidia, porque se negaron a seguir tocando. Alegaban que la Montaner había regado pimienta de guinea en el escenario para que se fajaran entre ellos.
Concluía Gilberto Valdés su relato a La Gaceta:
—Y era verdad que la había echado.
Decía Bola de Nieve poco antes de su muerte:
«Yo no tengo aparatos, ni discos, ni tocadiscos, ni televisor, ni reloj, ni almanaque, ni pijama. Solo tengo un piano que es todo para mí y donde estudio entre tres y cuatro horas diarias.
«Escojo por placer las canciones que interpreto. Cuando me gusta una canción la estudio hasta averiguar todos los rincones de su letra y de su música. Muy de tarde en tarde lanzo una canción, y cuando lo hago ya es mía para siempre.
«Cuando la canción que yo canto con esta voz de manguero me gusta más en otra voz, la saco de mi repertorio, que no es tan amplio. Tengo esa pretensión, un poquito petulante.
«Siempre he dicho que yo no canto, sino que expreso lo que canciones, pregones o poemas musicalizados tienen dentro. Cultivo la expresión más que la impresión. No me interesa impresionar. Lo que me interesa es tocar la sensibilidad del que escucha.
«A veces me preguntan, ¿de qué tiene voz usted? Respondo: Tengo voz de persona».
Uno de los sucesos artísticos más relevantes de 1959 surgió en un pequeño centro nocturno situado en la esquina de Infanta y Humboldt, en La Habana. Allí, en el bar Celeste, se daban cita gente de la farándula a fin de comer algo antes de irse a dormir, beber «la del estribo» y disfrutar de alguna descarguita. La máxima atracción del lugar era Fresdesvinda García. Le llamaban Freddy y vivía de una colocación de doméstica, pero tenía una voz de contralto fenomenal; una voz que pesaba 220 libras. Carlos M. Palma, director de la imprescindible revista Show, fue su descubridor y dijo de ella que era la versión cubana de Ella Fitzgerald.
En septiembre del mismo año, aquella mujer gorda y negra, casi naif, llegaba al Capri para poner de pie al público del cabaret y levantar aplausos de teatro, como escribía entonces Marta Valdés en su columna del periódico Revolución. Que una mujer como Freddy se convirtiese en la sensación de un lugar como el Capri fue síntoma inequívoco de que cambiaban las concepciones estéticas y otras formas comenzaban a abrirse camino, expresa la colombiana Adriana Orejuela. Representaba la antítesis de una vedette. Su aparición en el panorama musical de la época no es gratuita ni constituye un hecho aislado, sino que se inserta y participa de una atmósfera nueva que busca y encuentra valor en las expresiones auténticas, desprovistas de toda pompa y que rehuye lo preconcebido y artificioso, precisa la Orejuela.
Poco después de su debut en el Capri, Freddy grababa un disco con el sello Puchito. Aunque Marta Valdés, siempre en su columna de Revolución, lamentó las orquestaciones y el repertorio escogido, y pidió que se le grabara otro donde la cantante nos llegara más íntima, como sabor a café más que a alcohol, casi hay que agradecer aquella placa, porque fue lo único que quedó de ella.
Poco después la cantante marchaba a Puerto Rico y allí murió el 31 de julio de 1961.
Fue fugaz su paso por la vida. Su vida fue una vida de novela.
A Tito Gómez (1920-2000) se le asociaba siempre, y se le sigue asociando, con Vereda tropical, quizá su mayor éxito como intérprete desde que la grabó en la década de los 50. Hasta entonces, esa pieza del mexicano Gonzalo Curiel la habían cantado Juan Arbizu, Toña la Negra, Pedro Vargas, el trío Los Pancho… pero el cubano le puso la tapa al pomo al darla a conocer en tiempo de chachachá.
En ese entonces Tito grababa un disco de larga duración con la orquesta Riverside y faltaban dos números para completarlo. Junto con el de Vereda tropical había recibido el arreglo de Te adoraré más y más, remitidos ambos desde México por Pituko Rigual, y el director de la agrupación quiso incluirlos en la placa. A Tito no le entusiasmó la idea porque tanto un título como el otro eran composiciones ya viejas… Vereda tropical la había escuchado por primera vez, en la voz de Arbizu, casi 20 años antes, en 1937, en los comienzos de su carrera. Pese a la protesta del cantante, el director de la Riverside continuó insistiendo
—No importa que sean de ayer si tienen un arreglo hecho para hoy —argumentó.
Y tuvo visión, porque aquellas piezas metidas de relleno fueron las únicas que pegaron de todas las incluidas en el disco y se convirtieron en hit.
Como su padre no quería que se dedicara a la música, Tito matriculó la carrera de Medicina y la cursó hasta que logró convencer a la familia de que por ese camino jamás concluiría la universidad y tampoco sería cantante. Se llamaba José Antonio Tenreiro Gómez. A Miguelito Valdés, Mr. Babalú, le pareció un nombre apropiado para un cantante de ópera, pero no para uno que se dedicaba a la guaracha y el bolero, y le inventó su nombre artístico.
Fue un intérprete de facultades vocales envidiables. Al final de su larga carrera, Tito mantenía los mismos tonos de sus comienzos. Él no supo nunca a qué atribuírselo, ni su médico personal tampoco, porque a lo largo de su vida fumó sin parar, aunque dejó de hacerlo después de cumplir 60 años, bebió todo lo que pudo e incluso un poco más, y fue un trasnochador sin tregua.
Comentaba al respecto en una entrevista que concedió a la periodista Erena Hernández:
—Barbarito Diez y yo somos excepcionales en eso. Los años han pasado y tenemos la misma voz de cuando empezamos. Pero Barbarito no fuma, no bebe, no trasnocha, no es mujeriego; es un hombre metódico. Si yo llevara la vida que lleva Barbarito, cantaba hasta los 90 años.