Lecturas
El edificio que ocupó la Academia Naval del Mariel no fue una fortaleza colonial ni una construcción acometida con fines militares, sino que se construyó para destinarla a casino de juego, aunque también se afirma que se edificó como vivienda.
Su constructor fue Horacio S. Rubens, abogado norteamericano que prestó servicios profesionales a la delegación del Partido Revolucionario Cubano en Nueva York. Fue amigo de José Martí y logró gran identificación con Tomás Estrada Palma. Cuando este, como primer presidente de la República de Cuba, gestionó un empréstito de 35 millones de dólares para pagar al Ejército Libertador, la Casa Speyer y Compañía, que prestó el dinero, nombró a Rubens como su representante en Cuba.
Rubens visitó Mariel y se sintió atraído por la Loma del Vigía, o de La Vigía, y la vista de la bahía y el poblado que desde ella se lograba y tuvo la idea de construir allí un castillo mudéjar, con cuatro pisos y torres circulares. La construcción, que comenzó en 1908, quedó concluida cuatro años más tarde.
Insistía en que esa sería su casa hasta que pensó de otra manera, o alguien lo hizo variar de opinión, y estimó que lo mejor sería destinarlo a casino de juego. Algunos historiadores y cronistas son del criterio que la instalación allí de un gran casino fue siempre el objetivo del abogado norteamericano. No se explica de otra forma el gran patio interior del edificio, con columnas y arcadas moriscas, el piso de granito en colores y sus escaleras de mármol. Sin embargo, da que pensar la Rosa Náutica que adorna el piso de granito del patio. ¿Formó parte del diseño original o fue incorporada después de que se instaló allí la Academia? Esa Rosa Náutica puede datar de 1937, fecha en que se construyó además la escalinata monumental de 262 peldaños que une el pie de la loma con el frente del edificio.
El caso es que el castillo de Rubens no fue nunca casa de vivienda y mucho menos casino. Permaneció vacío luego de su edificación hasta que en 1915, bajo la presidencia del general Mario García Menocal, el gobierno cubano lo adquirió para destinarlo a Academia Naval, inaugurada el 28 de enero del año siguiente.
Guagua¿Ha pensado usted de dónde viene el sustantivo guagua, sinónimo, entre nosotros, de ómnibus, es decir, el vehículo que se destina a la transportación pública de pasajeros?
Se dice que el término nos llegó de Canarias. El cronista Sergio San Pedro, en su libro Vivido ayer, publicado este año, expresa que el nombrecito debe haberlo tomado el habanero «de la corneta eléctrica, que al ser tocada hacía un sonido nuevo, distinto a las campanas metálicas usadas primero por los coches de caballo y más tarde por los tranvías eléctricos...».
Ni lo uno ni lo otro.
Dice Esteban Pichardo en su Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas, que en vida del autor tuvo su cuarta edición en 1875:
«Nombre. Sustantivo. Femenino. Voz indígena –Introducida hace poco tiempo, pero tan generalizada que todo el mundo la usa aplicándola a cualquier cosa que no cuesta dinero ni trabajo, o de precio baratísimo. Cuando se expresa de modo adverbial De guagua, aumenta la significación como absolutamente de balde, sin costo ni trabajo alguno. Antes se decía de Guaguanche, de gorra».
Añade Pichardo:
«Especie de coche u ómnibus usado en La Habana para viajar a los suburbios por un estipendio tan barato que ha merecido la aplicación de aquella palabra, o quizá por la inglesa Wagon».
Incendio en el AlambiqueLa información la ofrece el doctor Marat Simón en su libro Santiago de las Vegas: 300 años de historia.
El 2 de marzo de 1907 un incendio hizo desaparecer el llamado Alambique de Manzaneque, ubicado en un edificio que existía en la calle 13 entre 4 y 6 de esa localidad.
Grandes explosiones se escucharon en la madrugada y sembraron el espanto en la ciudad. Sin embargo, el siniestro, que pudo haber llevado el luto a gran parte de la población, no tuvo las consecuencias trágicas que pudieran suponerse, porque el alambique había sido desactivado meses antes y vaciados sus dos grandes toneles de 50 000 litros de alcohol cada uno. Solo conservaba en sus depósitos unos mil litros de esa sustancia.
Ahora viene lo curioso. El 2 de marzo de 1944, esto es, exactamente 37 años después de aquel suceso, las llamas devoraron el inmueble y las existencias de la tienda de ropa La Marquesita, propiedad del hebreo David Solomiany, que se encontraba instalada justo en el mismo sitio que ocupó el alambique.
Fue este, recuerda Marat Simón, un incendio de grandes proporciones, y que, de no ser por la llegada oportuna de los bomberos de Cerro y de la base aérea de San Antonio de los Baños, hubiera devorado toda la manzana. Quizá se hubiese extendido incluso a la Iglesia Parroquial, restaurada semanas antes.
Otro incendio curioso fue el que ocurrió el 26 de febrero de 1943 en la fábrica de tapetes, frazadas y sobrecamas ubicada en la calle Adolfo del Castillo esquina a Santa María, en Guanabacoa. Destruyeron las llamas el almacén del establecimiento donde se guardaba la materia prima para las confecciones y la mercancía. Aquí no paró la cosa, pues días después otro incendio reducía totalmente a cenizas la fábrica en el momento en que peritos de la agencia aseguradora tasaban los daños del siniestro anterior. Las pérdidas se calcularon en 80 000 pesos y 150 obreros quedaron sin empleo.
El Regador regadoEl cine llegó a la capital cubana trece meses después de que los hermanos Lumière lo inventaran. El 23 de enero de 1897 se ofreció aquí una primera función especial para la prensa en un local que se habilitó al efecto en el Paseo de Isabel II, contiguo al Teatro Tacón, es decir, en Prado entre San José y San Rafael.
Lo trajo Gabriel Veyre que, en misión promocional que le confiaron los Lumière, recorrió Estados Unidos y México antes de hacer su aparición en La Habana. Veyre no solo exhibía las películas que traía desde París, sino que además filmaba en los lugares que visitaba.
En aquella primera ocasión exhibió varias películas: El regador regado, Desfile de un escuadrón de coraceros y La llegada del zar a París, entre otras. Todas de muy corta duración, como era habitual en la época.
Parque de los CabezonesPocos son los que saben que el Parque de los Cabezones de la Universidad de La Habana se llama en verdad El Jardín de la Fama. En sus áreas dejó el escultor francés Philippe Garbielle los bustos de José de la Luz y Caballero, Antonio Bachiller y Morales, Félix Varela... La intención fue buena, pero el artista trabajó esas cabezas en forma tan evidentemente desproporcionada —quizá fuera su estilo— que los estudiantes terminaron dándole el apelativo por el que se les conoce. Con todo, eso no es lo peor. Asombra el parecido que guardan todas entre sí. Como si el escultor se hubiese valido de un solo modelo.
¡Que lo parta un rayo!Guanabacoa tenía una fama legendaria. Nadie había muerto allí a consecuencia de una descarga eléctrica. Álvaro de la Iglesia asegura en sus Tradiciones cubanas, publicadas en 1915, «que no hay memoria hasta la fecha de que un rayo haya causado una sola víctima en Guanabacoa».
El escritor Luis Victoriano Betancourt, que vivió allí entre 1867 y 1868, antes de irse a la guerra de los Diez Años, decía lo mismo, y recordaba que en una ocasión cayó una centella a dos metros de donde se encontraba y no le causó daño alguno.
En Guanabacoa no se tomaban medidas de precaución contra los rayos. No se tapaban los espejos ni se ponían tijeras y cuchillos en cruz en los patios ante la proximidad de una tronada. Hasta los pararrayos se consideraban obsoletos.
Guanabacoa era una garantía contra la maldición popular: ¡Que lo parta un rayo!
Pero el 8 de julio de 1947 terminó la tradicional e invisible protección.
Elio de la Fuente González, un menor de 15 años, vecino de la calle Calvo esquina a San José, se guareció en una tempestad bajo una ceiba.
Y cayó un rayo y quemó el árbol. Mató al menor y acabó para siempre con la leyenda. (Recuerdo a Félix Soloni).
La bella OteroCarolina Otero, que inspiró a José Martí su célebre poema La bailarina española, fue una de las mujeres más deseadas de su tiempo. El millonario norteamericano William K. Vanderbilt se contó entre sus amantes y no fueron pocos los monarcas y príncipes, entre ellos el rey Leopoldo de Bélgica, según se dice, que cayeron rendidos ante los encantos de quien sus contemporáneos llamaron La bella Otero. Se dice asimismo que otros siete hombres prefirieron el suicidio a vivir alejados de sus favores. Entre ellos su «descubridor».
Esa mujer, que conoció el poder y la gloria, tuvo una infancia bien triste, como triste fue su vejez. Aunque se le hacía pasar por andaluza, nació en un lugar perdido de Galicia y vivió de la mendicidad durante sus primeros años hasta que a los 12 fue a parar a un prostíbulo en Pontevedra. La cosa no le fue mejor en Portugal ni Francia, pero allí, en 1889 y en un tugurio de Marsella, la encontró el empresario norteamericano Ernest Jurgens, empeñado en contratar a una auténtica bailarina española a fin de oponerla a la entonces célebre Carmencita, a la que empresarios rivales identificaban como tal, aunque era hija de un albañil polaco y había nacido en los EE.UU.
Jurgens gastó una fortuna para que un afamado profesor, Ferdinando Bellini, puliera a su pupila. Después de darle algunas lecciones, Bellini fue claro en su valoración: «Sus medidas (97-53-92) sus 51 kilos de peso y su estatura de 1,70 harán que el talento no sea todo en la escena. La muchacha tiene algo valioso: fuego en los ojos y en el pelo y, sobre todo, mucha sensualidad en cada uno de sus movimientos». De más está decir que impactó en Nueva York, donde Martí pudo admirarla, y luego en París. Subió como la espuma, mientras que Jurgens se hundía en la ruina moral y se privaba de la vida.
Amasó Carolina Otero toda una fortuna. La dilapidó en los casinos. La edad la alejó de la escena y, con los años, sus amantes se hicieron cada vez más esquivos, y las nuevas conquistas más difíciles y menos provechosas a medida que perdía sus encantos. Durante los últimos años vivió de la pequeña pensión que, se dice, el rey Leopoldo destinó para ella. Falleció en 1965.