Látigo y cascabel
Han transcurrido más de cuatro décadas desde que el desaparecido cineasta Octavio Cortázar decidiera situar su cámara en un pequeño pueblo de oriente, con el fin de apresar en celuloide el natural asombro que de seguro provocaría el encuentro inicial de los pobladores de la serranía con el cine móvil, con las emotivas imágenes de un Tiempos modernos, que despertaban estremecimientos infinitos.
Todavía emociona ver Por primera vez. No terminan nunca de hablarnos esos ojos iluminados que quieren escapar de las órbitas, esas bocas abiertas de tanta fascinación, esas risas que se repiten como insistente eco. Y emociona, porque uno sabe que justo en el instante en que las luces del viejo proyector dejaron de parpadear, la vida de los nuevos espectadores comenzó a resplandecer con mayor intensidad. Ese es el grandioso poder del arte.
Sería interesante regresar a los mismos parajes escogidos por Cortázar, para filmar las reacciones de hoy. Me pregunto qué nos dirían esos rostros que al menos ya conocen la televisión y la sala de video. Me temo que, grabados ahora en digital, en no pocos casos manifestarían, sin embargo, idéntico embeleso, si tuviesen la oportunidad de disfrutar del placer estético que brota del contacto directo con propuestas de alto valor artístico y cultural.
Conversando hace poco con un amigo, reparaba en eso que en nuestro país la gente denomina popularmente como «falta de fijador», para calificar nuestra, a veces enfermiza, inconstancia. Es como si necesitáramos que el agua nos llegue al cuello para entonces buscar alternativas, convertirnos en personas creativas, hasta que todo vuelve a tomar su nivel.
Cincuenta años atrás, era muy común hallar al Ballet Nacional de Cuba improvisando sus presentaciones en el sui géneris escenario de un camión; al Conjunto Folclórico Nacional reviviendo en sus representaciones nuestras tradiciones ancestrales, afianzando en los espectadores ese esencial sentido de pertenencia cultural. Así sucedía invariablemente con lo mejor del talento artístico del país (que tomaba en cuenta también a los más sobresalientes artistas aficionados), volcado en las comunidades más intrincadas y desfavorecidas, consciente de cuánto podían aportar al mejoramiento humano.
De ello también fueron testigos nuestros barrios, bateyes, centros de trabajo y estudio en la década de los 90 del pasado siglo, cuando era difícil la situación económica del país, y la Uneac encabezó un movimiento que aún muestra signos vitales, aunque respira de forma entrecortada. Entonces, pocos se ponían a pensar en la carencia de audio y luces, en la pertinencia de un vestuario (y no pretendo minimizar su significación). Lo importante era salvar la espiritualidad de la gente y, con ello, a la Revolución.
Por suerte, todavía son muchos los que le otorgan tanta importancia a la presentación en un teatro, como al intercambio alma a alma; aquellos que se percatan de cuánto desconocemos aún de nuestra auténtica cultura nacional, y saben lo cardinal que resulta defenderla a capa y espada para poder sobrevivir en el mundo globalizado de estos días, donde la banalidad y la seudocultura florecen como la mala hierba.
Es esperanzador descubrir a los jóvenes artistas y escritores de la vanguardia agrupada en la Asociación Hermanos Saíz con mochilas al hombro y su arte de excelencia a cuestas, emprendiendo cruzadas que recorren los lugares donde se extrañan las galerías, los teatros, las casas de Cultura, los cines..., y que, ansiosos por seguir adelante con sus proyectos de «cultura adentro», solicitan la ayuda de las autoridades gubernamentales y de los centros e instituciones del Ministerio de Cultura, justo cuando ese apoyo debería ser, para estas, una de sus principales responsabilidades.
Cierto que también otros, con una obra verdaderamente sólida, que enriquecería la sensibilidad de su gente, se han desmotivado (espacio que en ocasiones ha sido ocupado por propuestas desechables, limitadas de rigor, deformadoras del gusto), ante la ausencia de condiciones esenciales para el trabajo, de la inexistente promoción, de la desidia de unos cuantos.
En el nuevo escenario que configura el país, le corresponde a los gobiernos en la base propiciar el desarrollo local. Habrá entonces que apelar a la ya probada «junta de patrocinio», en que las instituciones, empresas, organizaciones de masas y organismos del territorio, a partir de la imprescindible jerarquía, se unen en función de hacer posible aquello que nos engrandece a todos.