Látigo y cascabel
Periodista, como canta el otro grande de la trova, Pablo Milanés: El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos..., y esto lo apreciamos cuando vemos el pasado con colores más brillantes que los que realmente tuvo...
Retomo las palabras de mi cibernauta-amigo «toyo55», porque no tengo cómo evitar que el implacable continúe dejando en mí sus huellas, algunas, por cierto, muy tristes, como las que inspiraron al cantor.
Muy lejos estoy, aclaro, de existir idealizando el pasado. Pero coincidirán conmigo en que, como mismo entonces se entronizaron en nuestra sociedad acciones muy poco saludables, de igual modo se pusieron en práctica ideas robustas que mucho bien haría si se trajeran de vuelta.
Aplaudo, por ejemplo, el muy superior acceso a la información que tiene la juventud de hoy, como lamento que esta no haya podido aprovecharla al máximo, justo porque carece de una adecuada educación artística y estética. Y en ello debe desempeñar un rol aún más activo la escuela. Una escuela que, sin dudas, debería abrirse completamente a la comunidad.
Muchas veces escuchamos —sobre todo durante la temporada estival— que esa importante institución debe acabar de asumirse como el centro de cada localidad, a partir de que, junto a la familia, prepara a los adultos del mañana, porque no solo les ofrece conocimientos, sino también hábitos y valores con vistas a que se transformen en mejores seres humanos.
Estoy convencido de que irá camino a ello cuando se convierta en un espacio cultural en el amplio sentido de la palabra. Todavía más en aquellos territorios donde son raras las opciones para enaltecer el espíritu. Y es que la escuela posee los recursos materiales y humanos para trascender su más evidente función social. Más hoy, cuando miles de graduados de instructores de arte forman parte de su nómina.
Cuán bueno sería que los centros de enseñanza tuvieran en cuenta las necesidades sentidas de la gente de su entorno; que cooperaran en la identificación y formulación de los proyectos educativos para la satisfacción de esas demandas de modo integral, al contemplar sus dimensiones económica, social, política y cultural; que pudieran incidir en las formas de sentir, pensar y actuar de sus vecinos.
Claro que esto debe ser una responsabilidad no solo del claustro y su dirección, sino un interés de la comunidad, de modo que consiga funcionar satisfactoriamente para que la mayoría de sus integrantes interactúen de forma armónica, a partir de haber desarrollado esos valores que constituyen la base de las actitudes, motivaciones y expectativas de los ciudadanos.
Menos tediosa sería la vida de los habitantes de un territorio, si tuvieran acceso a esas próximas instalaciones deportivas, si se sumaran al movimiento de artistas aficionados con la guía de los instructores de arte; si allí fueran convidados a cinedebates, tertulias, presentaciones teatrales y de libros...
Sigue siendo un sueño, todavía, que se produzca un verdadero intercambio entre la institución educativa y su contexto, su cultura, los cuales, no pocas veces, esta desconoce; o solo se limita a «aplicarlos» en sus programas, sin conocerlos y comprenderlos cabalmente. Así, engrandeciendo sus horizontes, encontraría un modo eficaz de contagiar con el amor y la fuerza edificadora del arte a lo más cercano: la familia, la comunidad, que es la base sobre la que se levanta la patria toda.