Acuse de recibo
Nelson Ocampo Pupo escribe preocupado por la situación medioambiental de la holguinera ciudad de Moa —donde él vive en calle Mariana Grajales No. 37— y por la incultura ambientalista de personas jurídicas y naturales de allí.
Sobre todo, le inquieta el daño al río de esa ciudad, por el impacto de construcciones estatales y de viviendas particulares, sin reparar en la cantidad de desechos que se vierten a aquel, además de la poda de árboles, la basura y otros desechos que se acumulan en sus inmediaciones.
En particular, significa lo nocivo que resultan los desechos que vierten al río el Combinado lácteo y el Combinado mecánico del níquel.
«Los manantiales que lo alimentan, afirma, están bloqueados, al igual que las alcantarillas llenas de escombros y basura, las cuales hacen que esas aguas se salgan de su recorrido natural y arrastren todo a su paso».
Precisa que cerca del puente Los Loros hay un centro gastronómico llamado El Rincón de Pepe. Cuando estaba en ejecución, los vecinos alertaron que parte de la cimentación quedaba encima de las raíces de un frondoso y viejo árbol. Si no se reforzaba dicha plataforma el Rincón…, sufriría daños.
Ya hoy no existe el árbol. Terminó partiéndose tal vez por viejo, afirma, y hubo que cortarlo. Pero las raíces levantaron una parte del piso.
Esos problemas, considera, son motivo de preocupación e indignación de muchos moenses, quienes han tramitado sus quejas ante las autoridades municipales. «Pero no ha habido respuesta», concluye.
El 17 de agosto pasado, Orlando A. Cárdenas viajaba con su familia por la Autopista Nacional, en un ómnibus de Transgaviota, hacia la cayería norte de Ciego de Ávila, para disfrutar de un veraneo turístico en sus instalaciones.
Al llegar a la cafetería El avioncito, en Jagüey Grande, provincia de Matanzas, el ómnibus se averió. Y casi a las cinco horas llegó el trasbordo para continuar el viaje. En el ajetreo de abordaje, Orlando olvidó su mochila, que contenía toda la ropa, un medicamento imprescindible de su hija menor y el celular de su esposa.
Se percataron cuando ya el nuevo ómnibus había avanzado. Ante la frustración por lo extraviado, los choferes del vehículo, cuyos nombres no pudo saber, amablemente le recomendaron que llamara a la base de Transgaviota en Varadero y le facilitaron el número.
Lo hizo y desde allí le dieron el número del móvil de Oscarito, el chofer de la guagua averiada, quien le aseguró que tenía en sus manos la mochila y que se la dejaría en la base de operaciones de Transgaviota en La Habana.
También le dijo que, una vez que llegara a su destino en la cayería avileña, contactara en Transgaviota de La Habana con Cuéllar, para que se la guardara hasta que Orlando volviera a la capital.
Contactó con Cuéllar, quien continuó la cadena de amabilidad y confiabilidad. Él guardaría la mochila.
Orlando le explicó que le urgían las medicinas de su hija. Cuéllar le aseguró que al día siguiente saldría un ómnibus hacia el mismo sitio turístico. Su chofer, René, le llevaría la mochila hasta su sitio de hospedaje. Le dio el número de René, y cuando Orlando lo llamó, ya la mochila estaba en manos de este último, quien le dijo que no se preocupara. Se la entregaría en sus manos. Así sucedió al siguiente día.
En cuanto al celular de la esposa de Orlando, después de varias horas y llamadas a este sin respuesta y ya dándolo por perdido, lo llamó desde el mismo teléfono alguien de apellido Falcón, dependiente de El avioncito. Halló el teléfono abandonado sobre una mesa y, al ver la traza de las insistentes llamadas de Orlando, comunicó con él para tranquilizarlo. El móvil estaba en su poder y podía pasar a recogerlo en la cafetería.
Al retorno, Orlando recuperó el celular en El avioncito, lamentando que en ese momento no estuviera allí Falcón, pero lo había dejado a buen recaudo con un compañero de trabajo.
Luego de disfrutar su estancia, la familia volvió a La Habana con el botín de la honradez, que había pasado por tantas manos. «Llegue a todos mi gratitud por hacernos la vida más fácil y digna. Y sobre todo, por hacernos confiar en que no todo está perdido», concluye Orlando, desde su hogar en calle 82, No. 1514, en Playa, La Habana.