El Día Mundial de la Lengua Materna, iniciativa de la ONU que promueve la sobrevivencia de idiomas y dialectos autóctonos, se celebra desde 1999 cada 21 de febrero
Ni mármol duro y eterno, / ni música ni pintura, / sino palabra en el tiempo.
Antonio Machado, poeta español.
Desde 1999, el 21 de febrero es la fecha designada para celebrar el Día Mundial de la Lengua Materna, iniciativa de la ONU que promueve la sobrevivencia de idiomas y dialectos autóctonos, algunos casi en extinción a causa de la globalización cultural y económica que dura ya varios siglos.
Para la lengua de nuestros aborígenes, de raíz aruaca, esta acción llega demasiado tarde: los vocablos que aún empleamos cotidianamente han perdido su identidad en el ajiaco del español cubanizado, y muy pocas personas son capaces de identificarlos o rastrear su historia.
Existen diccionarios taínos en versión digital, pero en ellos no aparece ninguna referencia a los asuntos del amor o el erotismo, quién sabe si por mojigatería de los primeros compiladores o porque tales voces sucumbieron a la prepotencia de la conquista española.
El caso es que hoy no sabemos cómo las tribus originarias de esta Isla nombraban el acto sexual, qué cantos acompañaban la supuesta pelea para el rapto de las jóvenes «casaderas»* o qué sonidos empleaban para hablar de sus genitales y otras partes pudendas, por lo general expuestas sin remilgo a cualquier edad y exentas de esa marca de inmoralidad en la palabra y la imagen con que las cubrieron después los colonizadores.
Tampoco nos consta si esos pueblos empleaban algún equivalente a lo que hoy llamamos «malas palabras», recurso que transforma o multiplica el significado de un vocablo al cargarlo con una connotación emocional ajena a su origen semántico, casi siempre relativo al sexo o a la suciedad.
Ese fenómeno del mal hablar pulula en el llamado registro vulgar de cualquier idioma, pero su inventario es muy propio de cada región o país, al punto que palabras inocentes en Cuba resultan groseras u ofensivas en otros países, y viceversa.
Hasta hace poco tiempo, el expresarse vulgarmente en lugares públicos o con la familia servía para estimar el nivel cultural de una persona, o al menos para apreciar cuál fue su crianza y hasta dónde llegó su desarrollo individual y social.
Hoy las malas palabras son comunes en todos los estratos sociales y solo los medios de comunicación se libran —a duras penas— de su empobrecedora presencia. Lo paradójico es que hablar de sexo sigue siendo un tabú, aunque su vocabulario ha devenido referente obligado para clasificarlo casi todo en la vida, como ya ocurrió antes con el lenguaje bélico, el deportivo y hasta el burocrático.
Una cosa es el doble sentido o la insinuante picardía criolla, y otra muy distinta es escuchar en plena calle una frase que describe el sexo oral o incita al anal —por ejemplo—, aunque sea en sentido figurado o en broma. Ningún susto, choque emocional o confianza justifican ese abuso ante oídos ajenos.
También resulta chocante cuando en la cama, o dondequiera que la pareja propicie su tope erótico, alguien opta por un lenguaje académico u otro artificio para ser, a esa hora, más fino que un duque.
Cada momento tiene su lenguaje y sus reglas, no siempre escritas formalmente. La intimidad es un terreno fértil para cultivar recursos que al estudiarlos en la escuela nos parecían ociosos o pedantes, figuras retóricas que de pronto se vuelven perfectas aliadas para allanarle el camino al placer, bien sea a gritos o en un susurro cómplice.
¿Quién no ha personificado sus genitales para «presentárselos» a una pareja potencial? ¿Quién no recurre a las exageradas hipérboles para describir sus dotes amatorias? ¿Quién no ha llenado de metáforas y símiles el retrato hablado de su amor, o no recurrió a la sinestesia para describir sus orgasmos porque los sustantivos habituales le quedaron chiquitos?
Cuando una pareja defiende su riqueza lingüística puede conformar su propio código de comunicación, henchido de intenciones y recuerdos. Bien manejada así la lengua, nadie tiene que sonrojarse por colar alguna palabreja precisa entre un verbo tierno y un adjetivo enaltecedor.
Todo lo que multiplique opciones es loable, y todo lo que limite o empobrezca el repertorio erótico es digno de preocupación. Es más penoso aún, cuando la pereza idiomática se extiende al resto de las áreas sociales, sobre todo si el propósito es atraer miradas de asombro.
En definitiva, el lenguaje vulgar pasa de moda. De tanto usarlas, las palabrotas también pierden sonoridad y terminan siendo sustituidas por otras nuevas. En cambio, las frases ingeniosas siempre logran efecto, reafirman tu identidad y te convierten en deseable compañía en todos los contextos.
A cualquier edad, dominar la lengua materna y servirse de ella sin pedantería es una magnífica carta de presentación, un eficaz recurso para sembrar oportunidades y desatar tibiezas…, como ese aroma de café con bizcocho con que alguien te despierta en la mañana.
*Para evitar la consanguineidad, que aumenta el riesgo de aparición de varias enfermedades, las tribus taínas intercambiaban sus muchachas en edad reproductiva. Estas debían ser raptadas por los jóvenes, pero muchas veces la pelea era solo un ritual acordado entre ambas aldeas.