Pruebe a ser todo ojos, y colóquese los audífonos del silencio. Descanse del fárrago de palabras, de esa exuberancia oral con que nuestra gente lo hiperboliza todo. Para decirlo con términos de la era multimedia, apáguele el audio al video. Dedíquese a observar al cubano que somos en su lenguaje corporal, como si usted hubiera aterrizado en La Habana, proveniente de Groenlandia.
Vaya hallazgos que tendrá, si es un avezado mirón. El correlato de cualquier conversación en una esquina, va acompañado de una versión gestual, con barroca profusión de códigos, de acuerdo con la historia y los sentimientos que le acompañan: movimientos de cabeza con variadas semánticas, enarcamiento de cejas, ojos que se abren de asombro o se entrecierran de ternura; rictus de labios desde el goce y la alegría hasta el desprecio, la desaprobación o la tristeza; mohínes de hombros que delatan indiferencia; suspiros, flexiones de todo el cuerpo, ya hacia adelante o hacia atrás, ya circulares. Piernas que puntillean impaciencia y obstinación…
Pero la danza más prolífera es la de las manos. Estas son las reinas del lenguaje corporal, versátiles actrices que abarcan con sus filigranas toda la información posible y la más amplia gama de sensaciones. El cubano padece, entre muchas incontinencias, la de sus manos. Esas terminales de la comunicación pueden obrar como anzuelos sentimentales y emisarios de amor y calidez; pero también como catapultas de ira y enojo. Sígale la secuencia a las manos en una conversación, y comprobará que no descansan, moviéndose colgadas de las palabras por hilos invisibles, como marionetas. Sus sugerencias son infinitas, mientras van bordando encajes en el aire.
Quienes nos visitan desde tierras lejanas, se sorprenden con la osadía de la gramática gestual del cubano, que no es solo el cimbrear de caderas, cinturas y nalgas de nuestras hermosas mujeres. Acostumbrados a la cautela y a cierto ensimismamiento, a la concha de sus individualidades, les resulta sumamente curioso ese desenfreno propio de una idiosincrasia abierta y cálida, esa descomunal expresividad que muchas veces raya en la exageración.
De esa misma manera, usted puede estar allá en Alaska, o en las cumbres del misterioso Nepal, y en la muchedumbre identificar a dos cubanos solo por los gestos desmedidos que intercambian.
Quizá la transgresión mayor, la que no abunda en cualquier esquina o camino del mundo, es esa propensión del hijo de esta tierra a acercar afectivamente al desconocido con sus manos, auxiliado por asentimientos de cabeza, rotaciones del cuerpo, señales luminosas en la mirada y palabras como imanes. Ese gesto de tocar el hombro o el brazo de alguien de primer momento llega a asustar a muchos visitantes, que portan toda una vida el anticuerpo de guardar las distancias.
Aun cuando el cubano camine solitario por las calles y sin hablar, delata su gracia y seña. Lleva un soliloquio en su cuerpo. Pareciera que siempre va al encuentro de alguien, que embiste como un cimarrón de vuelta a los suyos, en vez de fugarse a la soledad.
Desde la sublime ingravidez de Alicia Alonso, hasta la regia seducción de una mulata de nuestros solares, dándole cintura y sangre a la rumba de cajón, los de esta Isla parecemos llevar la danza dentro. Es como si estuviéramos hablando a la eternidad, atrapando espacios con esa impenitente manía de acercarlo todo.