Medida esperada, largamente preparada. Deseada. Mucha gente habla de lo que sueña y quiere, ¡y bueno es soñar y querer!, pues ahí radica la base de las realizaciones humanas. Pocos en cambio se preguntan cómo llegar a hacer realidad las aspiraciones y el costo de ese camino. Ya hace años el Ministerio de Informática y Comunicaciones trabajaba en función de crear una infraestructura de cobertura espacial para que los telefonitos de marras, que en realidad se convirtieron en un boom mundial solo a partir de la segunda mitad y hacia finales de los años 90, pudieran ser útiles en todo el territorio nacional, como casi ocurre ahora, que hasta en la Sierra Maestra usted puede comunicarse con ellos. Porque, si no, ¿para qué sirven los celulares?
Como ejemplo crítico, un amigo me recuerda el comienzo de esa década en Moscú. A pesar de la relevancia comunicacional del momento, tener un celular (que entonces era más grande que esos intercomunicadores llamados tronkit) resultaba un lujo de unos pocos diplomáticos, grandes empresarios y escasos medios de prensa internacional. Motorola, el gigante estadounidense, casi controlaba la totalidad de esos equipos. Ericsson, Sony, Samsung y, sobre todo, el rey actual, Nokia, aún daban sus primeros pasos. Los daneses no habían inventado aún la tecnología Bluetooth (en homenaje al rey vikingo Harold Dienteazul) que luego se masificó por el mundo. Y los cubanos, que empezábamos a descubrir el aparatico, ya soñábamos con tener el propio.
De esa época hay una anécdota de la Venezuela neoliberal, adeco-copeyana, para más señas. Según se cuenta, investigadores y empresarios, apercibidos de la demanda de teléfonos móviles entre la población, organizaron un experimento, convocando a una actividad en el famoso Poliedro de Caracas. A la entrada se dispuso un sistema de guardabolsos donde «por razones de seguridad», debido a «la jerarquía de las autoridades participantes», se recogían los «celulares» de los participantes, devolviéndoselos a la salida. La inmensa mayoría de los equipos recogidos en aquella noche eran nada más y nada menos que juguetes, ¡juguetes! Otra cantidad eran teléfonos sin línea. Miles de personas portaban aparaticos falsos o desconectados solo para exhibir un estatus y un poder del que en realidad carecían. Los encendían o no en el transporte y en la calle, marcaban las teclas y hacían que hablaban.
De simuladores como esos está lleno también nuestro patio, justo se les ve entre muchos de los que más reclaman o corren a dar cuentas y quejas. Incluso se les halla entre adolescentes y jóvenes (y vaya; ahí la cosa se va de rosca) a quienes resulta prestigioso y lúdico ir en un Yutong articulado, sacar el «bicho», prenderlo, llevárselo a la oreja, hacer como que esperan llamada, navegar por el menú, jugar, revisar una lista de nombres, comprobar la configuración del equipo y luego volver a guardarlo dirigiendo una mirada a todos los que los rodean como diciendo: «Asere, ¿viste qué talla?». ¡Ah, qué triste escala la simulación! ¡Qué horrible destino la ostentación!
Otra reflexión merecen las quejas y los comentarios publicitados, que se hacen eco solo de quienes obtuvieron una línea de forma ilegal, por una relación en el extranjero o por comprar un servicio de roaming a una empresa foránea, formas «irregulares» y, por lo que dicen los verduleros, únicas por las que se podía acceder a ese servicio en Cuba. Desde luego, los miles de trabajadores y funcionarios cubanos —por cierto, no solo los más importantes y a veces ni siquiera estos— que eran beneficiarios de la telefonía celular por razones e intereses del servicio que prestaban, o la actividad a la que se dedicaban —manual o intelectual— no cuentan; ni siquiera aquellos que en los más recónditos parajes de la Isla no tenían una línea fija, y que gracias al servicio móvil pudieron comunicarse por primera vez con el resto de la Isla.
Consultadas las cifras de penetración de telefonía móvil en el mundo (Wireless World Forum), la realidad se muestra distinta. La vieja, pequeña y presumida Europa va de líder con sus niveles de vida exultantes e inalcanzables para el resto del planeta, ajena a la realidad que le rodea. Ni siquiera los yanquis, tan libres como dicen que son, pueden exhibir un performance tan alentador: solo tienen una cobertura mediana, a pesar de ser la mayor economía del planeta, lo que dice mucho de las colas que habrá en ese país cuando la cobertura abarque toda la geografía y los bolsillos de todos los norteamericanos puedan pagar las cuentas de la Bell, de ATT y otras empresas de telecomunicaciones.
Los mercados emergentes, esos que tanto se elogian para empujarnos a seguir la comparsa, se parecen más al de Cuba. Pero las cifras siempre son manipulables. En tanto tienen poblaciones mucho mayores que la nuestra, se magnifican los millones de aparatejos y servicios vendidos, pero no se dice una palabra de su alcance geográfico, y mucho menos el porciento que representan del total de nacionales, sin contar que todos callan que en el fondo, no se debate de libertades ni del beneficio común producido, sino de cómo las transnacionales de las comunicaciones pueden hacer más dinero.
Nadie menciona que en cualquier parte del mundo, para pagarse un teléfono hay que trabajar y ganar un salario honrado, y no vivir de la maraña y del cuento, de la remesa del tío o de benefactor extranjero. Casi nadie de esos matemáticos, duchos en equiparar salarios —nunca ingresos reales— de los cubanos con el cambio del dólar, menciona que los precios de ETECSA clasifican entre los más bajos del mundo, aun cuando muchos, incluido este periodista, no esté en condiciones de asumirlos, ni constituya su prioridad, ni tenga que traumatizarse, sufrir fiebre o hacer estragos no-se-sabe-dónde. Nadie dice tampoco una palabra de que, por razones de conectividad, la zona del Caribe —donde está Cuba— es, junto con las islas del Pacífico, el área del mundo con las más altas tasas de cobro por servicios telefónicos.
Yo estoy contento con la noticia de los celulares. Me alegro por aquellos que resolverán su problema, tanto como me río de los tontos que lo seguirán exhibiendo como atributo de un falso poder. También recordaré cómo algunos presuntuosos líderes de la era «celular» contaminan electromagnéticamente a sus poblaciones, sembrando indiscriminadamente antenas para satisfacer la voracidad de las empresas. Y no dejaré de preguntarme cómo, con tanto desarrollo sin bloqueos y tanta abundancia mercantil, los verduleros de noticias venderán la buena nueva de que la densidad de hogares sin teléfono en España dejará de ser un día el doble de la Unión Europea, como es hoy, y que un tercio de los gallegos, riojanos y manchegos que hoy carecen de ese servicio, podrán hacer estragos y colas por una llamada telefónica.