Una caricatura del humorista contrarrevolucionario Rayma, aparecida en la prensa venezolana hace algunos meses, presentaba en cada uno de sus cuatro cuadros a un hombre, siempre tendido bocabajo: en el primero, titulado Fe en Dios, el hombre rezaba con las manos extendidas, según el ritual musulmán; en el segundo, titulado Fe en Marx, vestido de uniforme verde olivo y de barbas, apuntaba con su rifle; en el tercero, titulado Fe en Freud, recostado sobre un diván, hablaba con su psiquiatra; y en el cuarto, titulado Fe en uno mismo, sobre la arena de la playa, compartía un daiquirí con una linda muchacha en bikini.
El dibujo, claro, contiene varios niveles de manipulación: uno, el marxismo no es una fe sino una ciencia, en todo caso un compromiso —no con «la teoría», sino con los pobres—, aunque ¡ojo!, sí es cierto que requiere de fe; dos, la tesis de que uno no debe confiar su suerte a los demás (a un psiquiatra o a Dios; claro, la insinuación no es contra el Vaticano, ¡válgame Dios!, sino contra la Meca), sino a uno mismo es correcta; tres, esa suerte se reduce al goce material individualista, al ocúpese de usted mismo, al olvido de que compartimos un planeta; cuatro, tener confianza en uno mismo debiera significar lo contrario: que es posible transformar el mundo.
El dibujo se ubica en el centro de una sutil guerra de ideas, de valores: por una parte, la destrucción de toda fe, en especial de aquella que se sustenta en ideales colectivos —la fe en Marx aparece en uno solo de los cuadros, como si se tratase de una fe (irracional) más, y se apoya en la desinformación y el descreimiento político que dejaron los 90—, y su conversión en cinismo; por la otra, el estímulo de toda conducta cínica, del individualismo más feroz, despojado de impedimentos morales. Porque es preciso recordar la ventaja del trabajo ideológico capitalista: su slogan no es esfuérzate, sino relájate; no es preocúpate, sino despreocúpate, o hazlo tan solo de ti mismo.
El hombre exitoso es el que más se olvida de los demás, el que está dispuesto a aplastar a su vecino-competidor, el que por ello obtiene más plusvalía, la mayor suma de beneficios personales, produzca zapatos o arte. La calidad, sea unos u otro, importa en tanto se relacione con el precio del mercado, con la bolsa de valores. El fracasado es el que no logra para sí el bienestar de la sociedad de consumo.
El dibujo que he tomado de ejemplo está pensado para combatir una sociedad que apenas se traza un horizonte socialista, pero no pierde valor para entender a qué nos enfrentamos en Cuba.
Si intentamos convocar al señor Dinero como gran Solucionador de problemas sin reparar en su condición genuinamente burguesa, si nos dejamos seducir por ese Señor de frac, y buenos modales, y olvidamos a la Compañera Solidaridad que se empeña en ofrecernos la mano, la luz, sin pedir nada a cambio, aunque no esté de moda, o no parezca muy inteligente, acabaremos en la alcoba imperial.
En Cuba, por suerte, vive sin aspavientos ni poses sensacionalistas la Compañera Solidaridad, aunque algunos quieran desterrarla. Conozco a personas que se enfurecen cuando hablo de ella, porque aceptar su compañía trastorna la cómoda visión que justifica sus propios actos. No creen en los demás, sencillamente porque no creen en ellos, aunque recojan puntualmente sus mandados en la bodega, lleven a sus hijos al médico de la familia, o no duden de la posibilidad de que podrán estudiar carreras universitarias.
Tengo testigos: cada vez que se rompe mi carro —y se rompe muy a menudo—, aparece una mano misteriosa que se tiende solidaria. Hace apenas unos días, y el cuento quizá parezca increíble, un chofer me vio desconcertado y abatido en Centro Habana, casi en los límites de Prado, paró sin que lo llamase, preguntó qué me pasaba y me remolcó ¡hasta el Vedado! Supuse que nos conocíamos, porque soy despistado, o que era un vecino que me había visto alguna vez en la bodega del barrio, pero ni lo uno ni lo otro, el hombre misterioso vivía en Alamar, se desvió para ayudarme y no aceptó un centavo cuando intenté pagar el favor...
Mi esposa lo explica de otra manera: ella dice que yo ando por la vida con una tropa de ángeles de la guarda, que me rescatan en los momentos límite (tan frecuentes en esta vida), y para ser franco, me pareció ver en su espalda, bajo la camisa, un bulto como de alas recogidas.
Pero yo lo explico en términos más realistas, aunque para ciertos académicos mi realismo sea estrictamente poético: mientras exista esa solidaridad espontánea, mientras un hombre sea capaz en Cuba, en la capital cubana, de desviarse diez kilómetros de su ruta para tender la mano, habrá socialismo.