La Asociación de Reporters surgió en La Habana, en 1902, con 17 miembros. No es que entonces, como se ha dicho, el periodismo no existiera. Había columnistas, cronistas y gacetilleros, pero el reportaje —entiéndase la información que llegaba a los periódicos procedente de lo que ahora llamamos sectores— era escasa y apenas merecía la atención de los directores de los diarios. Lo que les llegaba por esa vía, lo condensaban y relegaban en apretada síntesis a las páginas interiores de las publicaciones.
El reportaje de los departamentos oficiales se inicia entre 1880 y 1890 en el Palacio de los Capitanes Generales. Solo había tres sectores que atender en esa época: el policiaco, el mercantil y el oficial, es decir, la información que se generaba en las instancias del gobierno.
Dos jurisdicciones tenía el Capitán General en función de su mando: la civil y la militar, que delegaba por lo común en el Segundo Cabo. La jurisdicción civil se subdividía en secciones: Gracia y Justicia; Gobernación; Intendencia General de Hacienda, Fomento e Índice. En esta última era donde se resumían órdenes y decretos llegados desde la península, en tanto que la de Fomento, que incluía agricultura, obras públicas y comercio, era la que más información generaba.
Como todas esas secciones radicaban en un mismo edificio, el del Capitán General, bastaba un solo reportero para «cubrirlas» para su periódico. Algo se complicó la situación para los reporteros cuando el gobierno interventor norteamericano aumentó el número de esos departamentos y algunos salieron del viejo Palacio para empezar a gozar de edificio independiente, política que se continuó bajo el gobierno de Estrada Palma, cuando la Secretaría de Obras Públicas se instaló en el viejo Arsenal, donde radica desde 1912 la Estación Central de Ferrocarriles.
Al instaurarse la República, en 1902, los ministerios, llamados entonces secretarías, fueron: Estado y Justicia, Gobernación, Hacienda, Obras Públicas, Instrucción Pública y Agricultura e Industrias. El presidente José Miguel Gómez adicionó, en 1909, las de Sanidad y Comunicaciones. Grau, en 1933, creó la secretaría del Trabajo, y Mendieta, al año siguiente, la de Comercio.
El primer salón del que los periodistas dispusieron para trabajar en una dependencia oficial se habilitó en el viejo Palacio Presidencial (Palacio de los Capitanes Generales) a comienzos del mandato de Estrada Palma, cuando se les acondicionó una mesa con plumas y tinteros en lo que después fue la portería del edificio. Era una mesa para seis asientos. Y no hacían falta más, porque en aquella época solo La Discusión, El Diario de la Marina, El Nuevo País, El Comercio y El Mundo tenían periodistas acreditados ante la máxima instancia del poder. Eran tan pocos que se estableció entre ellos una camaradería extraordinaria que, en lo personal, los llevaba a desprenderse del último peso y la última camisa para ayudar a un compañero y que, en lo profesional, dada la complejidad y variedad de sectores, propiciaba un intercambio de pequeñas noticias que facilitaba la labor de rutina. Pero otra cosa era cuando uno de ellos andaba detrás del «palo periodístico» o quería agenciarse una exclusiva. Entonces no había camaradería que valiera. Así fueron famosas, entre 1911 y 1913, las guerras entre los reporteros de La Prensa y La Noche que atendían el Palacio Presidencial.
Mejor no menearloUno de aquellos «palos» se lo anotaría, por pura casualidad, el reportero Enrique H. Moreno, uno de los periodistas cubanos de más extensa trayectoria profesional en todos los tiempos: estuvo entre los fundadores de la Asociación de Reporters en 1902 y todavía en los años 50 se mantenía activo.
Contaba Moreno que en una de esas noches en las que nada sucede y parece que nada sucederá, disfrutaba, repatingado en una luneta, la puesta de una obra en el teatro Albizu, cuando advirtió que el secretario de Gobernación, que ocupaba un placo cercano a su asiento, avisado por un ayudante, se ponía de pie y abandonaba la sala con nerviosismo evidente.
Sin pensarlo dos veces Moreno salió del teatro tras el ministro, pero no pudo alcanzarlo en la calle, donde el funcionario había abordado su coche de inmediato. Intentó el reportero tomar un vehículo para seguirlo; no consiguió ninguno y, a buen paso, se dirigió al ministerio.
Allí, la antesala del despacho del ministro estaba vacía. Resignado a esperar por alguien que le dijera si algo sucedía o no, Moreno se entretuvo en seguir el ritmo de un aparato telegráfico que no paraba de sonar. En eso lo sorprendió el subsecretario.
—¿Qué hace aquí, Moreno? —inquirió.
—Nada. Me entretenía oyendo el telégrafo —respondió el periodista que, con la mayor intención, marcó cada una de las sílabas de sus palabras.
El subsecretario cambió de color y le echó el brazo por los hombros.
—Tenemos que hablar —dijo y lo invitó a su despacho.
Ya en su oficina y en la suposición de que Moreno se había enterado por el telégrafo de lo que estaba pasando, procedió a comentar la noticia. Los liberales se habían alzado en armas contra el presidente Estrada Palma y quería recomendarle cómo dar la información a fin de evitar la alarma en el país.
Lo que nunca llegaría a saber aquel subsecretario era que de telegrafía Moreno no sabía ni jota.
Otro «palo» no menos sonado se lo anotó el reportero José Benítez, del periódico El Día. Corría el año de 1908 cuando descubrió que la secretaria de Emigio González, jefe de la Policía Secreta, tenía por costumbre no utilizar por más de una vez el papel carbón que empleaba en las copias de los informes más reservados. Hecho ese descubrimiento, advirtió otro detalle importante: la mujer no se deshacía de esos papeles, sino que los acumulaba en la tablilla de apoyo de su mesa de trabajo.
A partir de ese momento, Benítez comenzó a ser visita cada vez más frecuente en el local de la secretaria y se las arreglaba para, en el menor descuido, tomar de la tablilla un manojo de aquellos papeles que, luego, a trasluz, leía en la bodega de la esquina.
Fue así que se enteró del contenido de un informe del jefe de la Secreta al ministro de Gobernación en el que daba cuenta de que el millonario periodista Antonio San Miguel, el norteamericano Frank Steinhart, propietario de la empresa de los tranvías habaneros, y Juan Gualberto Gómez estaban detrás de la insurrección de los Independientes de Color, capitaneada por Estenoz e Ivonet, y habían financiado el alzamiento.
Resultó de altura el escándalo que levantó la exclusiva de Benítez cuando se dio a conocer en el periódico de Armando André. No pasó, sin embargo, del revuelo que ocasionó tanto en el sector político como en el estrictamente periodístico. Los tres acusados eran personajes importantes y, por otro lado, ya el alzamiento había sido ahogado en sangre. Y mejor no menearlo.
Armando André, de filiación política conservadora, fue la primera víctima del gobierno dictatorial de Machado. Ordenó asesinarlo en agosto de 1925, a solo tres meses de haber tomado posesión de la presidencia y cuando todavía no había empezado a enseñar las garras y gozaba de amplio respaldo popular, que se evidenció en los 200 840 sufragios con que llegó al poder y que lo llevaron a obtener la mayoría en cinco de las seis provincias cubanas de entonces. Perdió solo Pinar del Río, históricamente conservadora, por 200 votos.
Existen varias versiones de la causa que movió la orden del asesinato de Armando André. Se dice que, en una nota aparecida en El Día, el periodista aludió a la supuesta relación amorosa entre una de las hijas de Machado y una amiga, con la que se disponía a viajar al exterior.
Esa es la versión más difundida, lo que no equivale a decir que sea la verdadera. El caso es que una madrugada André llegó a su casa y no pudo meter la llave en la cerradura, que le habían taponeado con jabón. Mientras buscada la forma de entrar, matones a sueldo del gobierno lo acribillaron a balazos desde la calle.
El papelitoLa forma en que se conseguían esas exclusivas, vista desde hoy y juzgada desde el punto de vista de otras profesiones, quizá no se considere totalmente ética, pero tenían validez en su época. Llegaron así los días de la I Guerra Mundial y los directores de periódicos empezaron a ver con nuevos ojos la información que emanaba de las secretarías y los departamentos oficiales y a destacar su importancia mediante reportes especiales que con frecuencia alcanzaban el rango de la primera página.
Se desplazaba así, definitivamente, al reportaje mercantil, que era la información que verdaderamente interesaba durante los primeros años del siglo XX. Se generaba, en lo fundamental, en el puerto de La Habana y existía un periódico, El Avisador Mercantil, que la divulgaba en exclusiva hasta que El Mundo decidió incluirla en sus ediciones diarias. Digamos de paso que es mucho lo que el periodismo cubano debe a ese diario. Abrió puertas tanto en la gráfica (ilustraciones y fotografías) como a lo que los géneros periodísticos se refiere. En sus páginas apareció, el 20 de mayo de 1902, la primera entrevista moderna de la prensa cubana: la que Manuel Márquez Sterling hizo a Tomás Estrada Palma.
La información ministerial decayó y perdió fuerza en los periódicos en los años 30. Eran los días de los gobiernos títeres que el coronel Batista manejaba desde el campamento militar de Columbia, y surgió en las secretarías y otros departamentos del Estado el llamado Buró de Prensa.
Poco tenía que hacer entonces el reportero. La información le llegaba molida, colada y digerida en hojas de papel mimeografiadas y se centraba sobre todo en noticias o referencias halagadoras para el titular del departamento.
A ese procedimiento, los periodistas le llamaron «el papelito», y tuvo sus antecedentes en el Ministerio de Agricultura, con las listas de marcas y patentes que se entregaban a los reporteros, y siguió luego en Obras Públicas con la relación de estudios, proyectos y subastas que ese departamento tenía entre manos. La fórmula pasó a otros sectores y se generalizó, hasta que en 1941 el Primer Congreso Nacional de Periodistas exigió la abolición de los buroes de prensa, sustituidos a partir de entonces por oficinas de información y publicidad que no tenían afanes tan totalizadores.