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Cuando se cumplen las promesas

Bajo la «batuta» general de la veterana Mirta González Perera —una autoridad dentro del audiovisual cubano— y dirigidos individualmente por varios realizadores, llegan cada martes a la teleaudiencia cubana, a través del canal Cubavisión, los capítulos de la serie Promesas 

Autor:

Frank Padrón

Remover las neuronas en torno a casos y cosas de nuestra realidad, invitar a la reflexión sobre seres humanos y actitudes a veces desconcertantes, pero verosímiles, entretener mediante relatos tan poco usuales como apasionantes, parecen integrar la diana de la serie Promesas, que transmite, un poco tarde, el canal Cubavisión (martes, 10:30 p.m... y a veces más).

Bajo la «batuta» general de la veterana Mirta González Perera —una autoridad dentro del audiovisual cubano— y dirigidos individualmente por varios realizadores, en capítulos autónomos que titulan los nombres de sus protagonistas, pero hermanados por la topicidad del mismo barrio habanero y la participación de un narrador, hábilmente asumido por el actor Luis Alberto García,  no pude «arrancar» con el inicial,  aunque desde que me incorporé a su teleaudiencia a partir del segundo, avisoré una perspectiva diferente a otros proyectos audiovisuales, excepto quizá Rompiendo el silencio al que parece unirlo cierta semejanza estética.

Vladimir, con puesta de Yoel Infante, discursa en torno a las dificultades de un joven obeso para establecer vínculo amoroso con una joven y hermosa enfermera a la que conoce en unos días de convalecencia hospitalaria.

Rolando Rodríguez interpreta a Vladimir en el capítulo 2. Foto: Fotograma de la serie Promesas

 La obra elude clisés sobre el tratamiento habitual del tema, como eso de que «la belleza va por dentro» y otras fruslerías manejadas como consuelo de tontos, algo que se resume en la frase que le espeta Mariela a su rechazado pretendiente, en lo que esencialmente entronca con otro viejo dicho, este sí muy certero: «lo que no entra por los ojos ...». O sea, no es que las personas pasadas de peso deban renunciar al amor, pero la verdad es que la tienen más difícil y de ello va este iconoclasta texto que se sitúa en las antípodas de Una novia para David, aquel filme cubano de Orlando Rojas, el cual, con todo y sus buenas intenciones (e innegables virtudes) se abroquelaba en esa visión un tanto idealizada del asunto a que me refería.

Entre los indudables logros del episodio están la gracia con que el guion de Alberto Luberta Jr —y la complementaria puesta— transita por la cuerda floja entre el humor y la seriedad; la fluidez narrativa y el desapego con que focaliza otros items (la vulnerabilidad de la fe o la relación amistad/erotismo,  este último sí desde una postura discutible) sin olvidar los certeros y centrados desempeños de Rolando Rodríguez (personaje principal), Flora Borrego, y los veteranos, siempre renovados,  Paula Alí y Aramis Delgado.

Con Jorge, Amílcar Salatti propone desde la escritura un acercamiento al recurrido tópico de los gemelos, aunque el tema aquí es la ira y la lucha de uno de ellos contra ese, uno de los conocidos «pecados capitales». El hermano, protector y amoroso, lo ayuda, pero es un amor del pasado que retorna quien más lo incentiva en su esfuerzo.

Luis Mujía, Jorge en el capítulo 3. Foto: Fotograma de la serie Promesas

Aunque el sui géneris vínculo gemelar (tan agudamente tratado por el francés Michel Tournier en su novela Los meteoros) no centra el interés del guionista, por supuesto que las habituales confusiones entre esas identidades nada idénticas son empleadas aquí a nivel diegético, sobre todo en el golpe de «efecto final», pero el relato, bien narrado desde lo visual por el director José Víctor Herrera y actuado con decoro por el elenco —Luis L. Mujías  en su doble papel, se aprecia mejor en el hermano del protagónico, este un tanto forzado al darle vida a su cierta disfemia—, no trasciende la corrección sobre todo por el  hálito moralizante de la propuesta, sin demasiado alcance conceptual.

Con Julián, siguiente momento de la serie, el listón sube de nuevo. Escrito por Lil Romero  y dirigido por el camagüeyano Jorge Campanería, enfrenta dos cosmovisiones y dos generaciones: el matrimonio integrado por  el hombre que nomina el texto audiovisual y su esposa, vive con modestia y no puede dar a su hijo quinceañero los regalos caros  que para la fecha pueden ofrecer algunos de los padres de sus compañeros de escuela.

Carlos Gonzalvo, Julián en el capítulo 4. Foto: Fotograma de la serie Promesas

Ellos se criaron inmersos en valores espirituales y culturales sólidos, en una época en la que eso era más preciado que lo material, de ahí su insistencia en los libros y el teatro, adonde el retoño adolescente (que nombraron Virgilio en honor a nuestro célebre dramaturgo y poeta) los acompaña alguna vez sin entusiasmo,  más ocupado en las obsesiones de esos grupos etáreos con las redes sociales, la tecnología, los tenis de marca que no puede tener y el sueño con una celebración de cumpleaños en un hotel cinco estrellas, como miente ante sus colegas.

No voy a revelar los detalles del conflicto y los giros argumentales para quien no haya visto el capítulo y ante la posibilidad de una reposición (sería pertinente), pero baste apuntar que los valores socio-axiológicos de la pieza  son de altura, al lanzar interrogantes cómo: ¿hasta dónde debe llegar el amor paternal para complacer a un hijo joven, cuyo egoísmo incluso antepone un disfrute prescindible en vez  de, por ejemplo, sugerir que cierto  dinero extra se destine al colchón nuevo que mejore las dolencias óseas del progenitor?; o, ¿complacer a un hijo legitima un acto deshonesto, que puede, como indica el desenlace, incidir negativamente en su formación y comportamiento social?

Aunque Julián emplea como argucia pretextual las diferencias de clase entre nosotros, su verdadero interés radica, a mí juicio, en lo apuntado arriba: las (des)valorizaciones, la educación que sigue empezando (y terminando) en casa; los abruptos cambios de un sector juvenil que lamentablemente sigue, al decir de Silvio, «soñando desvíos», como este tocayo de quien escribiera Aire frío o Electra Garrigó que tan poco heredó de su grandeza y humildad, por la que apostaron durante mucho tiempo sus padres.

Campanería se explaya con su cámara en amplios exteriores  que delatan la exploración de un espacio semantizado, a los que saca partido con la complicidad de una fotografía indagadora y sensorial, mientras la edición aporta en las ondulaciones dramáticas del relato, algo a lo que también se suma la banda sonora que, como bien se sabe, no es solo la música.

Carlos Gonzalvo, que hace tiempo demostró ser, además de sobresaliente comediante, un actor en toda la plenitud del término, incorpora con sensibilidad y convicción ese padre desgarrado por la impotencia ante lo que considera debe ser la entrega en su rol, la pobreza que la condiciona, y la autotraición  a que todo ello lo conduce, labor en que lo secundan Anelore Barrios y Andro Díaz.

Para algunos, sin embargo —así lo han manifestado en internet— Josefina es lo mejor que hasta ahora ha presentado Promesas. Con puesta de Yoel Infante sobre letra de Serguei Svoboda, incurrió en lo que el teórico y crítico literario Carlos Bousoño llamaba «ruptura de sistema de lo lógicamente esperado», algo que,  como puede verse, es frecuente en muchos de los plays de la serie, pero aquí llega al tope.

Yeni Soria, Josefina, en el capítulo 5. Foto: Fotograma de la serie Promesas

Contra lo que una lectura apresurada pudiera hacer pensar, Josefina no va ni de moralinas tontas (no hablar de más, no contarle mucho a la amiga «cercana», no tomar camino por vereda, no dejar un amor seguro por una aventura...) ni de las inservibles «terapias de pareja»  y las autoayudas que solo ayudan a los bolsillos de esos sicólogos a los cuales vemos con frecuencia en películas foráneas sobre el tema.

En puridad, de todo eso se burla el texto concebido por Svoboda  desde sus códigos satíricos, la subversión que emprende de los clisés en el melodrama clásico y el lenguaje evidentemente paródico  que refuerza la puesta  mediante un derroche elocuente y elegante de efectos visuales y sonoros,  en la que debe encomiarse la apoyatura dramática de la música, no solo la muy sugestiva que significa la llamada «incidental», sino también las canciones insertadas, que van desde la conocida  aria de la ópera Payasos (Leoncavallo), hasta los boleros vitrólicos en la voz flamenca de la visceral Concha Buika.

El discurso verdadero se explaya de modo subtextual en los a veces inevitables cambios de roles de las relaciones eróticas y humanas en general, esos algoritmos de las redes, pero no virtuales, sino literalmente sociales. No creo que en realidad juzgue ni culpe a nadie, ni ande con banales consejerías matrimoniales, aunque más de un espectador se ponga en plan demiurgo o en refranes de abuelas, tipo «no se tira por la borda un matrimonio estable», «más vale mal conocido que...», u otros lugares tan comunes como inútiles. Si algún verso resume Josefina sería el de aquel bailable: «hay cosas que son así/ y no pueden evitarse».

Magistral este episodio, casi perfecto, si no fuera por la intromisión aquí sí generalmente superflua del narrador (que cede temprano su voz a la de la protagonista in off) al punto de que, innecesariamente,  a veces hasta silenció o llevó a segundo plano el diálogo para seguir comentando desde su tribuna cuando con aquel bastaba para el flujo narrativo.

Por demás, el rubro actoral recuerda el título del filme, «mejor imposible». Yeni Soria, quien en varias ocasiones ha demostrado su clase, se luce de nuevo en un rol que le permite una sensualidad y una  gama de matices y transiciones admirables, junto a sus compañeros, sobre todo los «ángulos» del trío (Roberto Espinosa y Delvis Rodríguez, muy precisos y seguros en la proyección de sus caracteres).

Faltan aún varias Promesas que, de continuar con este umbral cualitativo, ya podremos concluir como una deuda más que cumplida dentro del reciente audiovisual cubano.

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