Como un escultor, Reinaldo Cedeño ha encontrado el sitio donde se oculta la poesía en tantas películas que le han marcado. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:31 pm
Entre las múltiples propiedades de la pantalla grande está su capacidad de reproducirse: las imágenes fílmicas son panes y peces que el espectador multiplica y de los que se alimenta mucho más allá de la sala que proyecta; como si fuera poco, se apropia de ellos, los hace suyos.
Reynaldo Cedeño llegó aún más lejos: como un escultor, ha encontrado el sitio donde se oculta la poesía en tantas películas que le han marcado. Su libro Poemas del lente, laureado el pasado año en el concurso Hermanos Loynaz, que auspicia (y publica ahora) el Centro literario pinareño, da fe de ello.
El también periodista, quien vive y trabaja en Santiago de Cuba, no figura precisamente entre quienes ejercen la crítica de cine, ni tampoco, que yo sepa, integra esa especie que vive pendiente de encuestas sobre las mejores películas, los datos sobre galardones y festivales, ni del frívolo mundillo de las lentejuelas.
Pero el colega sí es de aquellos a quienes el cine cala y sacude, de los que no se resignan a que el filme termine con la palabra fin; de los que se lo llevan a casa pero no en los viejos rollos de 35 milímetros, ni siquiera en DVD o memoria flash, sino en un lugar más seguro y cálido: lo acomoda en su alma y sigue filmando, vuelve sobre los fotogramas y los planos primeros, medios y americanos, repasa tantas secuencias en las que muchos no repararon o ya olvidaron, estudia gestos y palabras de los actores y vuelve a hacer la película, solo que en vez de emplear las célebres 24 imágenes por segundo pone en juego su cámara personal: la palabra, específicamente el verso, que genera una sensibilidad no solo cinematográfica sino mucho más: estética y, sobre todo, humanística.
El poeta se acerca tanto a filmes clásicos como a otros no tan conocidos, pero que integran esa «colección privada» de todo cinéfilo; no falta la pantalla cubana, la no menos clásica y la que va camino a serlo; a veces, el texto fílmico le arranca uno literario de complejidad y extensión complementarias; otras, sin embargo, le bastan dos o tres escuetas líneas para, desde la elipsis que el propio cine pone en práctica, re-crear el mundo (antes) representado.
Dividido en dos partes, La linterna roja y La flor congelada, siguiendo los respectivos títulos chino y coreano, el poeta-cineasta se acerca a Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming-George Cukor, para hacernos recorrer el sur devastado por la guerra desde los ojos siempre deslumbrados de Scarlett-O Hara/Vivien Leight; otra memorable interpretación de la inmensa actriz (Un tranvía llamado deseo, Elia Kazan, 1951) le inspira, sin embargo, uno de esos micropoemas a los que aludía, que no necesitan más para transmitir la esencia del filme y de los sentimientos que dejan en el escritor: Yo te devolvería Belle Reeve aunque lo hubieses construido en el aire/ yo detendría los trenes/ con una mano echaría el Missisipi a mis espaldas/ si fuera Dios/ si fuera Brando.
Pero antes, nos ha regalado una íntima sonata desde El piano (1993), de la neozelandesa Jane Campion; entiende, aunque no justifica, la (in) comprensible ingenuidad de Leni Riefenstahl, aquella no obstante genial documentalista del III Reich; y hasta el controvertido Apocalypto (2006) de Mel Gibson, le arranca inteligentes y hermosas reflexiones (un olor a pulque y a pimienta traspasa las oquedades/ danzan los sacerdotes con pieles de jaguar/ con las flautas de cáñamo).
Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) le permite, en pocos trazos, introducirse en la majestad venida a menos que Gloria Swanson interpretó con irrepetible grandeza, mientras la soviética Plumita de oro nos devuelve a uno de aquellos «muñequitos» soviéticos de los años 60, que antes nos aburrían y ahora añoramos tanto.
El sujeto lírico se transubstancia a veces en alguno (s) de los personajes, como la Sor Juana de la Bemberg, la Lucía/Raquel de Solás, o el «hijo pródigo» de Casa Vieja (2010, Léster Hamlet); otras es el narrador que emula con el realizador fílmico desde su perspectiva generalmente omnisciente; ejemplo de lo primero es el breve e intenso texto dedicado a los Sueños (1990), del japonés Kurosawa; de lo segundo, las geishas alternantes de La linterna roja (1991, Zhang Yimou).
Y en no pocas ocasiones, sin embargo, es el simple (por llamarlo de un modo bien eufemístico) espectador que aprecia, disfruta e incorpora: la Lucía/Adela, Despedida de Iluminada Pacheco (El Premio flaco, 2009, Juan Carlos Cremata) o varios de los inolvidables hombres y mujeres que «entonan» la preciosa Suite Habana (2000), de Fernando Pérez.
Mezclados tan diversos puntos de vista o perspectivas líricas, lo cierto es que al autor le brotan personales re-creaciones de filmes tan singulares como Brokeback Mountain (2005, Ang Lee), Habitación en Roma (2010, Julio Medem), Reflejos en un ojo dorado (1967, John Huston) o Historia de amor en Bangkok (2007, del tailandés Pok Amon).
El poeta maneja un nutrido arsenal tropológico, pero no lo emplea gratuitamente, como ornamento alardoso que otros arrojan al rostro del lector; sus imágenes son elaboradas quizá con no poco taller, mas ello no se siente pues la expresión le brota limpia, sin afeites y casi siempre elegante.
Entre lo mucho que debemos agradecer a Reynaldo Cedeño por tan entrañable libro, voy a sumar un pequeño favor que me ha prodigado, con respecto a un filme aplaudido hasta el delirio del que no soy, en lo absoluto, devoto. Se trata de Casablanca (1942, Michael Curtiz), pues no solo resume la fuerza poética y el poder de condensar en pocas palabras inmensos universos, lo cual descuella entre los méritos del libro todo, sino la manera con que elude constantemente el lugar común y la frase hecha.
Con estos versos les invito a no perderse este singular y bello libro (también en su diseño, que realizó Néstor Monte de Oca sobre una pieza de Salvador Dalí) o lo que es lo mismo: a no permitir que se apague nunca la luz incomparable del proyector en la sala de cine: Yo solamente vengo a preguntar/ cómo cerrar el piano/ cómo se apaga la mirada más luminosa del mundo.