El cruce del río Palma Mocha puso a prueba la solidaridad de la tropa. Fotos: Calixto N. Llanes
Durante las primeras seis horas de marcha, mientras bromeábamos con la tropa dispersa por más de diez kilómetros de ondulantes trillos; cuando maldecíamos el peso de la mochila por la comida, el agua, la linterna nueva, el abrigo innecesario o el romanticismo de un libro que no quisimos dejar en el campamento; pero sobre todo al admirar en silencio el verde y el azul, que parecían no tener fin, nos preguntábamos una y otra vez por qué subir hacia lo desconocido en busca de respuestas que solo están dentro de uno mismo.
¿Qué lenguaje, impulsado por qué resortes, hacía caminar, comunicar, edificar a este grupo tan heterogéneo? ¿Cómo definiría un diccionario la mezcla de edades, profesiones, orígenes y aspiraciones en la vida que aquí se imbricaban? ¿Acaso expedicionarios de un sueño? ¿Tal vez negadores impenitentes de la muerte cotidiana, que secuestra hombres e ideales?
A pesar del cansancio, la tertulia de Llanos del Infierno rindió homenaje al Che en el cincuentenario de su ascenso a Comandante. Nadie podría explicarlo a ciencia cierta, pero en la pequeña explanada de Llanos del Infierno, a 733 metros sobre la línea del mar, cuando las nubes se apartaron para regalarnos una vista poco frecuente del Pico Real del Turquino, aquellas y otras dudas comenzaron a disiparse.
Allí se unieron por hilos invisibles las dos columnas que convocaban esta expedición. Una, la histórica, nació en ese intrincado punto de la geografía cubana, con la designación del primer Comandante de la hornada insurgente.
La otra, la Ocurrente, nació en La Habana, en las estribaciones de un periódico Rebelde, y en sus siete años de existencia no ha parado de sumar adeptos, gente necesitada de creer en el mejoramiento humano y de probar que con una tecla puede pulsarse el alma.
Allí también, en manos amigas, estuvo Guillermo Cabrera, animador del homenaje, quien, bromista al fin, viajó más ligero que todos, y estuvo Silvio en la voz de un trovador cienfueguero, y estuvieron ustedes, que hoy nos leen, con ansias de seguir trepando nubes.
PONLE COMANDANTEGuillermo Cabrera regresó a la Sierra, polvo enamorado para fertilizar el ejemplo de todas las generaciones comprometidas con el destino de la patria. Hace 50 años, un grupo no mucho mayor que los que llegamos esta vez se exponía a la muerte en aras de la vida. Para más dramatismo, el lugar evocaba explícitamente nada menos que El Infierno, y su calificativo de «llanos» era más bien irónico, pues se trataba de un risco medianamente ancho en una escarpada ladera a la que los campesinos han nombrado con mejor tino La Pared.
No llegaba aún a ocho meses la estancia de la guerrilla rebelde por esas lomas, asediada por vicisitudes inimaginables: hambre, sed, traición, deserción, heridos, muerte... Así lo confirma el testimonio de Rodolfo Rosabal, de 78 años, quien aún vive en la zona y sufrió en carne propia los abusos de la guardia rural por ayudar a la tropa de Fidel, aquel puñado de hombres sacrificándose para fundar, hace medio siglo, un nuevo destino para la Patria.
Varias veces en la historia de Cuba esas circunstancias han rondado nuestro destino, y una y otra vez el dilema ha encontrado la respuesta precisa. Aquel 21 de julio de 1957 la columna Uno, la única entonces, el pilar de la Revolución, paría su primera columna independiente: la número Cuatro, que desde entonces encabezaría el Che.
El hecho no ocurrió de forma premeditada o pomposa, sino en la sencillez que imponen estas cumbres ariscas, bajo el techo de guano de un bohío con horcones de cuyá, árbol de dureza probada, puesto que cinco de ellos aún se mantienen en pie.
Con el paso fundacional de aquel veraniego domingo, la guerrilla demostraba que era tan fuerte como para comenzar a multiplicarse. Ese ha sido el destino histórico de la Revolución: fundar columnas una y otra vez, multiplicar obras, conciencias, voluntades, revoluciones hasta el infinito.
Fue en una carta dirigida a Frank País, como pésame por el asesinato de su hermano Josué, donde por primera vez se utilizó el grado de Comandante para referirse al Che.
«Querido hermano: En circunstancias como estas es difícil encontrar las palabras, si las hay, para expresar un sentimiento tal como lo experimentamos en lo más profundo de nuestras almas. Tal vez un fuerte y silencioso abrazo podría sustituirlas y expresar aún más. No pudo ser el abrazo, igual que a ti tampoco te fue posible ver a tu heroico hermano por última vez por estar en tu puesto de combate.
«Si el destino nos lo permite, juntos iremos un día a su tumba para decirle a él y a toda esa legión de Niños Héroes que hemos cumplido con esta primera parte de la lucha y que con la misma entereza y espíritu de sacrificio nos disponemos a culminar la obra de nuestra generación, teniéndolos a ellos como fiscales supremos de nuestros actos futuros».
La firmaron oficiales del Ejército Rebelde encabezados por Fidel y el Che. El resto de la historia, no por conocida deja de ser profética: «Ponle Comandante», había dicho el líder de la Revolución cuando se le preguntó el grado de Ernesto Guevara. Así se iniciaba la leyenda.
¡Cuán inmenso liderazgo militar y político, cuánta grandeza intelectual y humana había identificado Fidel en el Che para designarlo el primer Comandante del Ejército guerrillero, que ya había llegado a la mayoría de edad solo dos meses antes, en el combate del Uvero!
«La dosis de vanidad que todos tenemos dentro, hizo que me sintiera el hombre más orgulloso de la Tierra ese día», escribiría el Che refiriéndose a ese momento de su ascenso, y este es el texto de la placa que subimos a Llanos del Infierno en hombros de la tropa.
«SUEÑO CON VOLVER»Ni el fango del camino, ni la maleza que se adueñaba de los trillos, apagaron la alegría de tecleros y ganadores del concurso, empeñados en rescatar este sendero histórico. En una de las Teclas de abril de este año, Guillermo Cabrera contaba la anécdota del ascenso del Che y su propia feliz experiencia, años después, al visitar aquel lugar junto al Capitán Descalzo, Hipólito Torres (Polo), guía del entrañable guerrillero.
«Sueño con volver, y este año sería formidable hacerlo junto a lectores y tecleros de Juventud Rebelde», escribió en su columna, y propuso un concurso para elegir a quienes tendrían el privilegio de acompañarlo.
El tema para competir era un reto digno de las cumbres a escalar: responder en no más de dos cuartillas la pregunta «¿En qué te acompaña Che en tu vida cotidiana?».
Tal vez el aluvión de mensajes llegados a sus manos, las numerosas teclas que dedicó al tema y su ambiciosa concepción del trayecto que quería hacernos disfrutar, tuvieron mucho que ver con que su corazón continuara creciendo demasiado en esos meses.
Algunos amigos le advertían: «Guille, deja de soñar, mira que te vas a morir en uno de esos viajes», y él sonreía ante sus temores. En definitiva, ¿alguien conoce un modo mejor de despedirse de la vida?
A las seis y diez, antes de que el sol nos descubriera, comenzamos a avanzar en pequeños grupos desde Las Cuevas del Turquino, a la orilla del mar, sin saber a ciencia cierta cuánto habría que andar hasta nuestro destino, casi perdido en la maleza por los más de 15 años transcurridos desde la última expedición.
Veteranos y novatos en estas lides de desandar las lomas, nos ayudamos mutuamente, siempre al tanto de los rezagados gracias a los guías, que iban y volvían por la extensa columna para brindar mano y consuelo.
Su experiencia aportó consejos y evitó accidentes en el resbaloso camino, excepto por una herida en la frente del espirituano Abdiel, cuyo entusiasmo le jugó una mala pasada durante el descanso del regreso en el río.
Entre los «nuevos» se distinguió Carlos Alejandro, ya para siempre «Guaracabulla», por venir de ese pueblecito al centro de la Isla, donde el Guille lo sorprendió con la noticia de su premio y con la deferencia de transformarse en su cartero personal para devolverle la misiva.
Otro de los bautizados en esta contienda fue Ariel Barreiro, el trovador, quien al abordar el ómnibus era casi un desconocido: su vínculo con la Tecla no pasaba de la lectura ocasional de la tierna columna algún que otro jueves, cuando lograba atrapar el periódico.
La Asociación Hermanos Saíz lo convocó a esta aventura y él no dudó en sumarse, sin medir el alcance que tendría. Con el espíritu que le acompañara cuando visitó La Higuera comenzó a subir, guitarra al hombro, pensando en las canciones que llegaría a tocar.
Entre risas, nostalgias y algunas lágrimas, Guille escaló también. No en la espalda de uno, sino en el ánimo de muchos. ¿Cómo no perdonarle esa gran broma de morirse antes de la expedición para garantizar su llegada a cualquier precio, burlando a su cansado corazón, a los médicos y a quienes pensaron que esta vez no se saldría con la suya?
Pero no fue el experimentado periodista el único duende inquieto en nuestra travesía. El fotógrafo y teclero Félix Arencibia, recién fallecido en la capital, apretó el obturador de muchas cámaras para ayudarnos a atrapar el verdor del camino, el rojo de los pulóveres y el azul del Caribe en la distancia.
El lente inquieto de su presencia dibujó con luz el torrente diáfano del río Palma Mocha y hasta la risa y el cansancio de los resbalones; pero, sobre todo, eternizó la fraternidad surgida entre personas que horas antes apenas se conocían por sus nombres.
Y por supuesto el Che, de primero, retornó a los «Llanos», que esta vez le supieron a Paraíso. Viajó en el termo argentino de la espirituana Selfa, en el asma del villaclareño Yuniesky, en la barba rala de algunos muchachos y el verde olivo de otros, en los médicos de tres generaciones que custodiaron nuestra retaguardia, en el pincel de Richard y Jorge Luis, sanjuaneros que donaron al Instituto Internacional de Periodismo un lienzo con el rostro solemne del guerrillero internacionalista.
También en las palabras hacedoras de quienes leyeron su texto premiado, y en el lema de los niños cubanos, al que hicieron alusión César, el periodista, y Elio Félix, el benjamín de los ganadores, a quien el Che acompaña en el afán de tejer una ronda de todos los países.
Luz, una estudiante de Informática, dijo sentirlo en su manera de no quedarse en silencio ante lo mal hecho. Michel, el economista matancero, se refirió al ser mítico que nos visitó en pleno siglo XX, cuando tal vez aún no estábamos preparados para entenderlo. «Lo llevo tatuado en mi vida», resumió la entusiasta capitalina Tania.
¿Acaso no fue cosa de Guevara la rapidez con que el escritor camagüeyano Arcilio llegó de primero hasta la mata de mangos, testigo del ascenso histórico? ¿No iba el Che con Santiago Martí, el camarógrafo de Tele Turquino que trepó la loma con su cámara al hombro y las pesadas baterías a la cintura?
Allí estaba: Múltiple, diverso, irreverente. Sin pompa ni formalismos brotó de todos, y se quedó en cada uno.
NADIE SE VA A MORIR...Más que sus dos piernas, dos poderosas razones izaron a Ariel ileso hasta las nubes de aquel sábado. La primera, que no podía caerse de ningún modo, pues su sonora compañera podría sufrir un daño imperdonable, y se trataba de todo un símbolo, regalada personalmente por Fidel tras oírlo cantar con una guitarra desvencijada.
La segunda, que cualquiera podía, humanamente, decir «no llego», a sabiendas de que su carta, su tributo, su bandera, seguirían en manos de otros hasta la cima. Pero la música es caprichosa y no cambia de dueño, y como «vale la canción buena tormenta», Ariel debía desafiar a sus músculos para premiarnos con el valor de su garganta.
Nadie duda hoy que el recuerdo de los Llanos no sería tan intenso sin Las sillas de Silvio, que nos invitaban a nunca descansar; sin la «agonía de la prisa» que hizo cambiar teclados por tinta y papel para atrapar la magia del momento:
«En la punta del Amor viaja el Amigo / en la punta más aguda que hay que ver/ esa punta que lo mismo cava en tierra / que en las ruinas, que en un rastro de mujer. / Es por eso que es soldado y es amante, / Es por eso que es madera y es metal / Es por eso que lo mismo siembra rosas / que razones de bandera y arsenal...».
Y casi sin puente visible, todos nos vimos cantando la segunda, rotunda pieza, Preludio de Girón: «...Nadie se va a morir, menos ahora / que esta mujer sagrada inclina el ceño./ Nadie se va a morir, la vida toda / es un breve segundo de su sueño./ Nadie se va a morir, la vida toda / es nuestro talismán, es nuestro manto./ Nadie se va a morir, menos ahora / que el canto de la Patria es nuestro canto...», para vivir la increíble coincidencia de nuestras voces emocionadas con la llegada de la Gilda y el resto de la impedimenta, que desató la euforia y espantó la amenaza de la lluvia.
Ayudada por varias manos, pero integérrima en sus ganas de llegar, esta profesora de seis décadas irrumpía con abrazos para todos. Quería decirnos tanto que en los primeros minutos solo pudo hablar con lágrimas.
Sin Ariel, además, el aire no hubiera llenado de armonía nuestros pulmones en el dulce e insondable momento de esparcir en la tierra las cenizas del Genio, acero y plata para abonar las palmas en el borde de aquel risco, mientras de la guitarra se escapaba un arpegio.
MEMORIA Y FUTUROLeer lo escrito, escuchar los testimonios inverosímiles y regresar al escenario natural de los combates solo puede acercarnos muy tímidamente a lo que fueron aquellas épicas jornadas.
Pero es esa también una manera de abonar la memoria. Por eso la profe Gilda llegó a la cumbre a despecho de cualquier pronóstico, para llevar una carta de Antonio Guerrero en nombre de quienes sufren en el nuevo infierno, y numerosos marcadores de la Red de Solidaridad que ella coordina desde la CUJAE, junto a su esposo Julián, iniciativa en la que toman parte universitarios de muchos países.
Arriba era la meta, sin pensar en obstáculos. Su regreso en el mulo que generosamente facilitara un campesino desató el buen humor de los andantes y hasta nos pareció un gracioso guiño de aquel argentino que tantas veces prefiriera ese medio de transporte para recorrer la Sierra.
Luego, en la noche del domingo, otra sorpresa renovaría sus lágrimas: mientras tratábamos de ponernos al tanto de los últimos sucesos de los Panamericanos, el radiecito de Nevalis nos dejó escuchar cómo Julián, el esposo de Gilda, les contaba a los Cinco, desde el programa radial de la periodista Arleen Rodríguez, las peripecias de nuestra juvenil expedición.
«GUILLE-RRILEROS» SIEMPRECada día de la Patria está preñado de fechas fundacionales. Dicha grande la de un pueblo que puede caminar por sobre un lecho de epopeyas inolvidables.
Medio siglo de cotidiana lucha va dejando su estrago en la conciencia, pero no hay otra ruta hacia el mañana. Solo impidiendo que la maleza se robe esos caminos, abonados con sangre campesina y guerrillera, haremos tierra fértil de la memoria. Sin ella, tarde o temprano el futuro se desploma.
Cuando la profe Gilda tenía diez años, Fidel ponía al Che la sencilla y colosal estrella de Comandante. Elio Félix, a quien nadie pudo arrebatarle el privilegio de «dejar camino atrás y buscar las nubes», como describe él su obstinada marcha, más apurada mientras más arisca se hacía la pendiente, tiene ahora 11 años.
Cuando sus nietos asciendan hasta Llanos del Infierno —tradición que no se perderá, al decir de Amaury Quintana, segundo secretario de la UJC en la provincia santiaguera—, tal vez Elio Félix pueda acompañarlos, y quién sabe si allá arriba, para ascenderlos al grado máximo de lectores, les regale un ejemplar amarillento pero sin duda imperecedero, de Regalo de jueves, y les cuente la historia de una Tecla que fue columna de papel a la par que desandó montañas y unió almas en sus peñas, sin importar edad, distancia o credo.
Puede que entonces ellos también descubran la alegría de ser «guille-rrilleros» para conocer los caminos de la historia, que van directo al corazón del hombre, o para que otras generaciones no se olviden de transitarlos cuando quieran encontrarse a sí mismas, siempre listas a marchar, adarga al brazo, «hacia otras tierras del mundo que reclamen el concurso de nuestros modestos esfuerzos».
Palitroques, yaguas y coincidenciasLa tropa, dividida en dos guaguas, llevaba dos Ariel, dos Elio, dos Yennis, dos Carlos y dos Javier, uno de ellos con la doble coincidencia de conformar, con Haydé, la única pareja de hermanos de la expedición... Dos tecleros llegaron en botella hasta Santiago de Cuba para sumarse a la expedición: Orlando, de Ciudad de La Habana, y la tunera Nieves, que perdió el nombre para convertirse en «La Bala», bautizada así por El Cañón, el teclero andante. Las personas de mayor edad tenían ambas 60 años: El Cañón y la capitalina Gilda, profesora de la CUJAE. Al llegar a los Llanos nos esperaban dos tarjas de sendas expediciones anteriores, realizadas 15 y 20 años atrás. Lo que sí no tenía «repuesto» en este viaje eran las ruedas de la Yutong 2970: cuando faltaban solo 80 kilómetros para la capital debimos pedir una prestada porque se reventó uno de los neumáticos que tan guapos se habían portado en la carretera sureña de Guamá, mordida de mar y acribillada a piedras por las lomas en buena parte de sus más de 150 kilómetros. En muchos meses, la palabra «palitroque» desatará la risa de cada uno de los expedicionarios de esta travesía, la mula no será noble animal, sino río pedregoso donde despojarse del fango y el cansancio, y los caramelos, un manjar bendito, que además de alejar cualquier desmayo levantan la moral y pesan poco. Durante la bajada, muchos estuvimos dispuestos a cambiar el alma por una yagua, y nos hacíamos trampas infantiles para no descansar hasta la próxima lomita. En ese momento resultó muy útil distraernos con algunas frases célebres de la aventura, que regalamos a nuestros lectores:
—Rosy (después de salir del baño del Conejito, en Nueva Paz): ¿Dónde estamos? —¡En un baño! —le respondió el custodio.
—Moro (desplomado al llegar al pico de la loma y ver el alboroto de los demás): Caballero, dejen la bullita y hagan un descanso yoga, que lo que nos espera pa’ bajo es mucho.
—El Cañón (mirando al Moro): ¡Óyeme compadre, tú sí estás «despechingado»!
—Nieves (segunda mujer en llegar) ¡Llegó la bala!... pero sin pólvora, caballero.
—Rodolfo Rosabal (único vecino de aquellos parajes, cuando le preguntaron cuántas veces había subido a los Llanos): ¡Uff, una repilotá!... Imagínense: todos los días.