Lecturas
En estos largos meses en que la COVID-19 ha marcado el día a día de los cubanos y en los que tanto se habla de vacunas y candidatos vacunales, cabe recordar que hace 217 años que se inició la vacunación en Cuba. En efecto, el 10 de febrero de 1804 el médico habanero Tomás Romay y Chacón halló la posibilidad de introducir y propagar la vacuna contra la viruela en la Isla.
Hablamos de una figura cimera de la Medicina cubana. Dotó de una visión científica a su profesión y estableció la primera clínica médica que existió en La Habana. Estuvo entre los fundadores del Papel Periódico y dirigió la Sociedad Económica de Amigos del País. Fue tesorero de la Universidad, donde ejerció además como profesor de Anatomía y decano de su Escuela de Medicina. Fue cercano colaborador del capitán general Luis de las Casas, y a él se debe, con el apoyo del obispo Espada, le supresión de la práctica de los enterramientos dentro de las iglesias. Pero ha pasado a la historia, sobre todo, por haber iniciado la vacunación en Cuba. Representa, escribió el ensayista Félix Lizaso, la más clara conciencia científica unida al más acendrado desvelo patrio.
La viruela fue uno de los grandes azotes de la Humanidad. Una de las enfermedades infecciosas más temidas por su letalidad y secuelas. Sucedía, sin embargo, algo notable: quienes no morían por su causa, quedaban protegidos contra una infección posterior. De ahí que se procurara provocar el contagio de manera artificial, bien por usar las ropas de un enfermo o por dejarse pinchar con agujas embarradas del pus que emanaba de sus llagas. En los años postreros del siglo XVIII se propagó la noticia de que en Inglaterra se había encontrado un material ideal para la vacunación. Su descubridor fue el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) al observar que las vacas sufrían una enfermedad con la misma apariencia que las costras de la viruela. Llamó a esa enfermedad «viruela de las vacas» y advirtió que las personas que manipulaban a bovinos enfermos se infectaban y padecían de costras en manos y brazos. En una finca cercana enfermaron de viruela varias vacas y una muchacha contrajo la enfermedad. Con la sustancia obtenida de las costras de la enferma, Jenner vacunó a un niño de ocho años de edad que se repuso pronto tras sufrir los síntomas característicos del mal. Luego lo vacunó con la viruela verdadera, sin que presentara reacción alguna. Meses más tarde repitió la prueba sin complicación alguna.
Los médicos cubanos conocieron el procedimiento de la inoculación preventiva en 1802, apunta el investigador José Antonio López Espinosa en un brillante acercamiento al tema, del que se nutre el escribidor. Añade que los ejecutivos de la Sociedad Económica, impuestos de la eficacia del procedimiento y su creciente aceptación en el mundo civilizado, consideraron oportuno ponerlo al alcance de los médicos cubanos. Se confió a Romay la tarea de decidir si se publicaba o no en La Habana la traducción de una obra sobre el tema publicada originalmente en Francia y la de dirigir la operación de provocar la erupción de la viruela por vía artificial. Recibió virus vaccinal, que aplicó sin éxito, y no logró encontrarlo cuando la Sociedad le encomendó que lo buscase él mismo.
Así, el 10 de febrero de 1804 arribaba a La Habana María Bustamante. Procedía de Aguadilla, en Puerto Rico, y el día anterior a su salida había hecho vacunar a un único hijo, de diez años de edad, y a sus dos criaditas, de seis y ocho años. Cuatro o cinco días después de la vacunación se formó un grano vaccino en cada uno de los vacunados, que no sintieron molestia ni incomodidad alguna. Al entrar al puerto habanero todos los granos estaban en perfecta supuración.
Una mujer que visitó a la Bustamante se presentó en la residencia de Romay en compañía del menor de sus dos hijos y la mayor de las criaditas vacunadas. Sin perder tiempo Romay tomó pus del grano de la muchachita y de inmediato vacunó al hijo de su visitante y a sus propios dos hijos mayores. Lo visitó el niño vacunado en Aguadilla y de su gano extrajo un pus líquido y transparente con el que vacunó a otros cinco infantes y a dos criados, mientras que con el pus de la menor de las criaditas inmunizó a cuatro criados y a una niña; los vacunados fueron cuarenta y dos personas en total, desde el menor de sus hijos, de 29 días de nacido, hasta personas mayores de 40 años.
El 26 de mayo de 1804 llegaba a La Habana la expedición dirigida por Francisco Xavier de Balmis que recorría los dominios españoles con el objetivo de llevarles la vacuna. Aquí el jefe del grupo quedó gratamente impresionado con el trabajo de Romay y lo calificó de «sabio» en el documento en el que relató al monarca español los pormenores de su empresa. Propuso Balmis asimismo que se crease aquí una Junta Central de Vacunas, que designó a Romay su secretario ejecutivo, cargo que el médico cubano mantuvo durante 30 años en los que dio muestras de su constancia sorprendente y su celo inusitado.
Nació Tomás Romay y Chacón en la calle Empedrado entre Compostela y Habana, y fue el mayor de 18 hermanos. Un tío sacerdote lo embulla para que matricule en el Seminario de San Carlos y obtiene allí el título de Bachiller en Artes. Quiere el tío que estudie Medicina, pero la vida parece llevarlo por otro rumbo. Se siente el joven atraído por las Humanidades e inicia estudios de Derecho, matricula Filosofía y asume la cátedra de Texto Aristotélico, que le vale la licenciatura y el magisterio en Arte. Sigue al fin las recomendaciones del tío; obtiene su título ante el Protomedicato y gana los grados de licenciado y doctor. Es el médico número 33 que egresa de la Universidad de La Habana.
Alterna con lo más brillante de la intelectualidad de su época y son notables sus tertulias y representaciones teatrales que auspicia en su casa, en las que, bajo su dirección, actúan sus hijos —tiene siete—. Luz y Caballero es uno de sus yernos. No olvida su afición por las letras y escribe crónicas, versos y relatos, pero su labor como escritor es secundaria. Su estilo, dicen los que lo han leído, es confuso y ampuloso, lleno de un vacuo retoricismo. Sin embargo, ningún escritor en su tiempo fue más celebrado que Romay. Influía sin duda en ello la estimación de que gozaba el buen doctor, por sus cualidades de carácter y sus servicios eminentes a la sociedad. Otra cosa es su literatura científica. No faltan los que consideran a su Disertación sobre la fiebre amarilla llamada vulgarmente vómito negro como el primer trabajo notable de la bibliografía médica cubana. De mucha cuenta es además su Memoria sobre los cementerios fuera del poblado.
Escribe José López Sánchez, uno de sus biógrafos:
«No alimentó la menor sombra de un interés mercantilista. En los postreros años de su vida, cuando las necesidades económicas lo apremiaban, recabó del Ayuntamiento el pago de lo que le adeudaban y el propio Cabildo se llenó de admiración por la paciencia que había mostrado, permaneciendo cinco años sin percibir su remuneración y sin haber hecho, como otros profesores, reclamación alguna sobre ella».
Tomás Romay, introductor de la vacunación en Cuba, murió en La Habana el 30 de marzo de 1849, a los 85 años de edad. En 1858 uno de sus hijos publicó una edición de sus textos. Sus Obras Completas aparecieron en 1964, en ocasión del bicentenario de su natalicio, compiladas por el investigador César Rodríguez Expósito.
El Ayuntamiento de La Habana colocó en la casa natal del eminente médico una tarja que dice:
¡Honra y prez a la Medicina española!
En esta casa nació el día 21 de diciembre de 1764
El Dr. Tomás Romay y Chacón,
Sabio médico y escritor insigne, a quien la isla de Cuba
Debe entre otros grandes beneficios
El de la introducción y propagación de la vacuna
El Ayuntamiento de La Habana
Acordó consagrar este recuerdo a su memoria
El día 12 de agosto de 1887, Bajo los auspicio del Excmo. Sr. Gobernador
Y Capitán General D. Sabás Marín