Lecturas
Dos observaciones muy atinadas hace el arquitecto Mario Coyula con relación a Miramar. En una, que tiene que ver con la Quinta Avenida, dice que el carácter de esa vía no es homogéneo «como engañosamente pudiera sugerir la continuidad visual del paseo central arbolado, sino que cambia en diferentes trechos según la tipología arquitectónica, el programa funcional y la época de construcción». La otra observación se refiere al reparto aludido. «Miramar es posiblemente el barrio de La Habana que más veces ha cambiado en los últimos 40 años», puntualiza Coyula.
Este domingo, tal como lo anunció la pasada semana, el escribidor vuelve a esa zona capitalina que se extiende, más allá del río Almendares, al oeste de La Habana. Apoya su paseo, como la semana anterior, en el libro Centenario de Miramar, reparto habanero, que acaba de aparecer bajo el sello de Ediciones Boloña, de la Oficina del Historiador de la Ciudad, y que, coordinado por Rita María Hernández y Alina Ochoa, y prólogo de José Linares, reúne textos de Felicia Chateloin, Félix Julio Alfonso y Patricia Zornoza, Mario Coyula y Severino Rodríguez. Obra que, por las fotos que reproduce y las cien plumillas acometidas con mano maestra por el artista Evelio Toledo, es también válido como objeto y asegura el deleite de quien lo hojea.
Se ha repetido mucho la negativa que, por el color de su piel, recibió el senador Alfredo Hornedo, propietario del Mercado Único de La Habana y de los periódicos Excélsior, El Crisol y El País, entre otros negocios de peso, en su pretensión de ser admitido como socio en el muy exclusivo Habana Yacht Club, actual círculo social Julio Antonio Mella. Igual suerte, y por el mismo motivo, correría Fulgencio Batista en la misma sociedad: se le negó la entrada por su piel oscura, no por su historia represiva. Hornedo, en venganza, construyó su propio balneario, el Casino Deportivo, hoy círculo social Cristino Naranjo, donde tampoco se permitió la entrada a negros ni mulatos. A Batista lo admitió el Havana Biltmore Yacht and Country Club, actual Club Habana, y el dictador, agradecido, obsequió al club una gigantesca marina que valía más que todas las propiedades del Biltmore juntas.
También en esas sociedades se discriminaba a las mujeres, aseguran Félix Julio Alfonso y Patricia Zornoza en Cultura del ocio, uno de los dos ensayos que aportaron para el libro. «Existieron segregaciones de género dentro del club; solo se resaltaba el papel de los hombres, en detrimento del lugar que correspondía a las mujeres», escriben. «Las mujeres podían concurrir a la casa-club principal en los horarios establecidos por la directiva. Carecían además de identificación propia, por lo que se acogían a la del esposo, padre, hermano o hijo. A partir de la década de los 20… la idea de que el club constituía un centro de interacción familiar abrió nuevos espacios y posibilidades a las féminas».
El Habana Yacht Club, reducto principal del patriciado criollo, fue fundado en 1886. En 1925 inauguró una nueva sede, obra del arquitecto Rafael Goyeneche. El Biltmore data de 1928 y se reconstruyó en 1999. La Concha (actual Braulio Coroneaux), o lo que queda de ella luego de la depredación despiadada y sistemática a que fue sometido, es de 1929, cuando fue reedificado tras haber sido arrasado por el ciclón de 1926. El Círculo Militar y Naval (círculo social Gerardo Abreu Fontán) se edificó después de 1952. El Vedado Tennis (José Antonio Echeverría) es de fines del siglo XIX o comienzos del XX. El Náutico (Félix Elmuza) es de 1937, aunque se reconstruyó después.
Se detienen Félix Julio y Patricia en el Miramar Yacht Club (primero, Círculo Social Patricio Lumumba; hoy Casa Central de las FAR). Setenta y dos futuros socios acordaron su fundación el 10 de diciembre de 1926 y eligieron a Miguel Mariano Gómez, entonces alcalde de La Habana, para presidir su mesa directiva. Fue él quien colocó la primera piedra del edificio —ceremonia en la que participó asimismo el presidente Machado— e izó la bandera del club el 12 de febrero de 1927. La inauguración, en el espacio en que la calle 92 se interna en el mar —la llamada caleta de la leña— tendría lugar el 23 de diciembre del mismo año con un baile que fue un sonado acontecimiento social. Era un palacete de madera que a comienzos de los años 50 fue sustituido, en el mismo sitio, por el edificio actual.
En sus inicios se propuso ser un nuevo club náutico «modesto y sencillo», concebido para las clases medias y profesionales, «equilibrio o punto medio entre el Habana Yacht Club y el Vedado Tennis». En 1929 sus propiedades y activos eran muy inferiores a los del Vedado Tennis. En la década de 1950, sin embargo, el monto de sus propiedades se equiparaba a las de esa sociedad y eran superiores a las declaradas por el Habana Yacht Club tres años antes.
El club era una forma de legitimarse dentro de la sociedad, escriben los autores citados. Su membresía era un grupo selecto y exclusivo. Los asociados se subdividían por categorías y cada una de estas trataba de captar, con la mayor amplitud posible, a los sectores sociales para los que estaba concebida la asociación. Este criterio respondía a una política de flexibilidad manifiesta también en la admisión a partir de la década de los 20 de nuevas categorías de socios con cuotas más bajas, dada la necesidad de aceptar a quienes aportaran al club capitales simbólicos o culturales. Podían ser intelectuales, profesionales de alto nivel, atletas de renombre o figuras públicas en general, quienes por su posición destacada enaltecían las listas de socios. Añaden Félix Julio Alfonso y Patricia Zornoza que en ocasiones había personas asociadas a más de un club, aunque todos proveían los mismos renglones de esparcimiento. «El exclusivismo, como política, permitía visualizar a los asociados como portadores de los valores paradigmáticos de la sociedad y, a su vez, la imagen de los asociados se convertía en poderoso factor de atracción para ganar estimación entre los sectores que no podían ser incluidos».
Papel significativo tenían los clubes del oeste de La Habana en la práctica de determinados deportes. Era otra propuesta para emplear las horas de ocio, que garantizaban esas sociedades. Auspiciaban estas entrenamientos y competencias en natación, remos, clavados, yatismo, bolos, béisbol, softbol, fútbol colegial americano… Siempre en la línea amateurs o de aficionados, se enfrentaban también a clubes de otros países. Los más destacados por su constancia y resultados eran Habana Yacht Club, Biltmore, Miramar, Casino Español y Vedado Tennis. Eran los llamados Big Five; los cinco grandes, que fueron seis —Big Six— cuando, con el tiempo, se sumó el Club de Profesionales.
Se pregunta el arquitecto Coyula en las páginas que escribió para este libro por qué y cómo cambió Miramar a lo largo de las últimas cuatro décadas. Dice:
«Al quedar prácticamente vacío por la salida en masa de la burguesía, muchas mansiones fueron adaptadas como escuelas y albergues para estudiantes de todo el país, becados por el Gobierno revolucionario, y la Quinta Avenida conoció un nuevo paisaje con niños uniformados marchando por su paseo central. En la medida en que se fueron construyendo escuelas, esas casas se vaciaron nuevamente. Se reforzó el uso de las casas más importantes para embajadas y residencias diplomáticas; otras fueron dedicadas a viviendas para técnicos extranjeros; y muchas se fueron adaptando, más o menos adecuadamente, para oficinas estatales y centros de investigación científica. Pero, al mismo tiempo, los apartamentos y casas menos lujosas se entregaron a cubanos, dentro de un estricto control, por la administración de Zona Congelada».
Las medidas que se tomaron para atenuar el impacto del llamado Período Especial, añade Coyula, incidieron sobre el territorio del municipio de Playa y especialmente sobre Miramar. «La apertura del turismo y la inversión extranjera se reflejó allí de inmediato», dice, y anota enseguida que en eso resultaron decisivas la buena imagen heredada, la disponibilidad de edificaciones de calidad vacías y relativamente nuevas, las buenas vías de acceso, la calidad ambiental, la existencia de una marina y la baja congestión poblacional.
Como elemento negativo Coyula señala que todo el terreno del antiguo Monte Barreto, poblado hasta los años 70 por mangostas y cabras, fue asignado a un solo uso, el hotelero, sin dividirlo con una parcelación apropiada. Se malgastó así un suelo muy valioso, lo que atentó contra los intereses de los mismos inversionistas. Dice en su ensayo Playa frente al espejo, incluido en el libro que venimos glosando: «La lección que ofrecen la propia Quinta Avenida y tantos otros ejemplos antológicos en la capital, no fue aprendida: un espacio público jerarquizado no es un gasto inútil de terreno, sino una inversión que se paga con creces al subir el valor del suelo circundante».
Habla Coyula de lo beneficioso que resultaría para la zona un malecón que siga por el río Almendares desde La Puntilla hasta el puente de la calle 23. Sería un proyecto de recalificación de ambas riberas y contemplaría la salida hacia el mar del Parque Metropolitano. Las márgenes del río se despejarían así de casuchas, almacenes y talleres que impiden el acceso público al borde del agua y cierran las visuales, mientras que en la ribera este continuaría el malecón por el borde del río; nueva fachada de El Vedado hacia el Almendares.
Otro proyecto importantísimo a nivel de ciudad sería el redesarrollo del antiguo aeropuerto militar de Columbia (Ciudad Libertad), lo que podría vincular al municipio de Playa con la zona de los hospitales, el obelisco Finlay y el núcleo histórico de Marianao siguiendo hasta el aeropuerto internacional. Proyecto que permitiría superar la ruptura urbanística que la Ciudad Militar, con su aeropuerto, introdujo entre las tramas de los repartos Playa, Querejeta, Buenavista y Cubanacán, junto con los barrios marginales de Romerillo, Cocosolo y Zamora y terminar por abrirse al mar eliminando los asentamientos precarios entre la playa, el aeropuerto y las escuelas de arte.
Un grave problema advierte el arquitecto en el territorio de ese reparto habanero con la extensión de la cultura de la barbacoa calzada con la moneda dura, lo que se traduce en la indisciplina urbanística presente tanto en obras estatales como privadas y que restan atractivo a la zona: colocación desordenada de anuncios y letreros, la pintura en colores arbitrarios y chocantes, cercados con diseños, materiales y altura no convenientes… Gente y entidades con dinero, pero también con mal gusto que intentan vivir al margen de toda norma.
Hasta aquí este paseo dominical por Miramar, reparto habanero que cumplió ya cien años, sin duda una de las zonas más agradables y acogedoras de la capital cubana y soporte de un repertorio de bienes inmuebles digno de admiración. El escribidor no quiere terminar esta página sin resaltar el papel de la Casa de las Tejas Verdes, Centro Promotor de la Arquitectura, el Urbanismo y el Diseño Interior, en la realización de un libro que es una verdadera joya.