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Coco

Prendidas están las luces de la plaza San Fernando, en el estado libre y soberano de Colima. Es octubre. Es 2017. No soy devoto de los dibujos animados, lo confieso; pero Gilda Callejas me lleva de su brazo a Cinépolis. «No te lo puedes perder», me advierte. Coco, una producción de Pixar, una historia  inspirada en la celebración del Día de Muertos en México, va a estrenarse.

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Me pegué a los barrotes, traspasé los pasillos, seguí los pétalos naranja, los pétalos de sol. Mis ojos saltaron hasta el pequeño altar, hasta los panes, los papeles calados, las calaveras. En las fotografías del altar, asoma el ademán sereno, la mirada noble. Siento una conexión.

—¿Gusta pasar?, me dicen. Y cuando abren la verja de la pequeña escuela, cuando sigo mis pasos, cuando me presentan a las maestras difuntas, entro al mundo de muertos, al México profundo, a mis propios recuerdos.

Un altar de muertos es un perpetuo homenaje a la memoria, una celebración de la vida. La flor de Cempasúchil («veinte flores» en náhuatl), es el pórtico que comunica a los vivos y a los que ya se han ido. Sin los muertos, nada es posible, sin nuestros muertos queridos.

Para entender ese universo mítico entro al Museo Universitario de Artes Populares de Colima. Me dispensa el honor el maestro José Antonio (Toño) Enciso Núñez. Su sabiduría destila por el crisol de tradiciones prehispánicas, fundidas con elementos de la religión católica traída en la conquista.

Por entre los olores del tomillo y la resina del copal, me explica los diferentes niveles que han de atravesar las almas. El arco de carrizo en la cima, que es la puerta de entrada. La pureza y el duelo, el maíz y el cacao, el pulque en cuencos de barro, el mole, las calaveras de azúcar. Y comienza el susurro para llamar a los muertos con las velas prendidas…

Prendidas están las luces de la plaza San Fernando, en el estado libre y soberano de Colima. Es octubre. Es 2017. No soy devoto de los dibujos animados, lo confieso; pero Gilda Callejas me lleva de su brazo a Cinépolis. «No te lo puedes perder», me advierte. Coco, una producción de Pixar, una historia  inspirada en la celebración del Día de Muertos en México, va a estrenarse.

El amor de Miguel por la música le hace recorrer una historia familiar escondida, entrar incluso al universo de los muertos y de los espíritus. El cosmos de esa comunión con los antepasados, asoma con sus guiños simbólicos, con Pedro Infante y Frida, con todos sus amores. El estreno, sin embargo, se enrarece, se encabalga con otro título, Frozen, una aventura congelada. La expectativa se alarga, la nieve y mamá Coco no sintonizan. Tendrán que retirarla en las jornadas posteriores.

Se agolpa, se inunda el aire en plena proyección. Hay júbilo a la salida, hay lágrimas…  «Recuérdame hoy me tengo que ir mi amor/ Recuérdame, no llores por favor/ Te llevo en mi corazón y cerca me tendrás/ A solas yo te cantaré soñando en regresar»… Voy cantando por las calles empedradas de esta ciudad del Pacífico mexicano. No soy el único.

Aunque la realización del filme se hizo más al norte, supo aprehender las fibras de una tradición, el espíritu de una cultura. El arte trazado desde el respeto, alumbra una creación sin coloniajes. Y entonces, el pensamiento cruza un siglo para detenernos frente al pabellón de México, en la Exposición Universal, en París. Es 1889. Martí escribe, y corre el horizonte, cae el tiempo:

«Como en un cinto de dioses y de héroes está el templo de acero de México, con la escalinata solemne que lleva al portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh (…) ¡Y ese templo de acero lo levantaron, al pie de la torre, dos mexicanos, como para que no les tocasen su historia, que es como la madre de un país (…) ¡así se debe querer a la tierra en que uno nace: con fiereza, con ternura!».

 

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