Látigo y cascabel
Cuando el maestro Juan Formell escribió la música para que el inolvidable Abraham Rodríguez estrenara La barbacoa, en 1984, y convirtió en indiscutible hit La Habana no aguanta más, ni siquiera soñaba con que, con el tiempo, me contaría entre quienes, sin haber nacido en Maternidad de Línea ni haber enviado un telegrama anunciándome ante los primos que no tenía, se quedaría en la capital de los cubanos con la esperanza de llevar adelante mi proyecto de vida.
No voy a contar la historia divertida y triste, amarga y emocionante, de estos, mis 19 años habaneros, que no son nada —no llegan ni a las dos décadas a las cuales le cantó la gran María Teresa Vera— en comparación con los 490 que acaba de cumplir la Villa, pero que han sido decisivos para mi realización profesional y personal. Entonces no extrañará a nadie que ahora afirme que adoro esta ciudad, cuando antes —durante mi niñez y adolescencia— «juré» que jamás vería pasar los días lejos de mi Tunas natal. Bueno..., así es la vida...
El caso es que vivo atrapado entre el olor y el color de esa tierra a la cual le cantó El Cucalambé y el blanco de las sábanas colgadas en los balcones de esta urbe donde definitivamente me radiqué, aprovechando quizá que el tema de Van Van dejó de ser la cubanísima crónica del día. No obstante, confieso que me gustaría que el gran Formell retomara el popular título, cambiándole la letra, pues ciertamente La Habana no aguanta... más maltrato de los indolentes.
Obligándome a no alzar la cabeza frente a los «rascacielos» y sin llegar a tirarme jamás la famosa foto frente al Capitolio, me paseaba ensimismado por estas calles, cuando un monumento impresionante como el dedicado a José Miguel Gómez se convirtió, por la desidia y el vandalismo de no pocos, en pestilente baño público, posada de paso y, sobre todo, el escenario idóneo para desplegar los más inapropiados graffitis.
Por suerte, años después, se pudo rescatar, antes de que «pereciera», un sitio que nos hace sentir orgullosos de nuestra plástica y nuestra arquitectura.
No debe dudarse que, de existir los recursos, se acometerían hoy mucho más acciones como estas (encabezadas en la capital por la Oficina del Historiador), que devuelvan todo su esplendor a edificaciones que constituyen, sin dudas, patrimonio de la humanidad. Mas ahora es imposible, y ello representa un peligro, cuando no escasean quienes no les asiste la educación, la conciencia y la decencia.
Está comprobado que es mayor el riesgo de que terminen seriamente dañadas, si no se reparan pronto, las zonas que parecen abandonadas a su suerte, donde prevalece el descuido, la suciedad y el maltrato a los bienes públicos.
Horroriza ver cómo en cualquier espacio (cuidado o no) algunos, con aerosoles cargados en sus manos, insisten en dejar las huellas de sus pasos por este mundo o en plasmar sus amores, sus macabras bromas..., y hasta homenajes, cual rara especie urbana de primitivos posmodernos.
También angustia enfrentarse a esas pésimas representaciones de personajes históricos, que se replican por doquier, a veces irreconocibles. Caricaturesco y hasta irrespetuoso resulta, y consigue ser, incluso, más antiestético que muchos de los dibujos, señales, signos y símbolos que afean edificaciones, paredes y muros.
Bienvenida la cultura del graffiti, esa intrusa deidad del desenfado y la libertad, pero cuando sea capaz de sorprender, alegrar, de hacernos la existencia más placentera. No faltan muestras que son puro arte, con magníficos diseños, mas laceran aquellas que contribuyen a la degradación citadina.
Es gratificante que la gente exprese lo que siente y que, además, muestre su arte, pero respetando el arte legado por los demás. Como proclamó el Conde de Lautrèmont: «la poesía debe ser realizada por todos», pero, por favor, ¡la poesía!