Acuse de recibo
Hay dolores irreparables a los que no se debería añadir ni una gota de malestar. Pero a veces, tristemente, no sucede así. La historia que narra Ana Bella Sosa Sánchez (calle 19, No. 1220, e/ 18 y 20, Vedado, Plaza de la Revolución) bien lo ejemplifica.
Era 8 de marzo de 2017 cuando recibió Ana la noticia del fallecimiento de su sobrino, Adrián Sosa Blanco, hombre a simple vista saludable, de 48 años. Había sido encontrado muerto en su casa, en condiciones que aún la familia no se explica.
Según han podido investigar y deducir Ana, la sospecha se desató cuando el día 7 de marzo, a las 4:00 p.m., la vecina Carmen y su hija Mardelis, estudiante de Medicina, llamaron telefónicamente a Adrián y él no contestó. A las 11:00 p.m. repitieron la llamada y tampoco hubo respuesta. «A ellas les llamó la atención que en todo el día no sintieron el sonido del teclado de la computadora, pues mi sobrino escribía y pasaba horas delante de ella», evoca la remitente.
El día 8, 8:30 a.m., Mardelis vuelve a llamar al vecino antes de irse a la escuela. Al regresar, 11:30 a.m., repite la llamada y ocurre lo mismo. Ante la duda, ya preocupante, la muchacha y su mamá acuden a la doctora Yiriam Muñoz Rodríguez, del consultorio No. 15, de los Pocitos, quien «llega al lugar y encuentra la puerta entreabierta, y detrás estaba el cuerpo de mi sobrino tirado en el suelo, ya muerto. En ese momento ella indicó llamar a la policía y que no se tocara el cadáver. La doctora no tenía modelos para certificar el fallecimiento», relata la capitalina.
Y añade que la policía arribó alrededor de las 12:30 p.m. «e indicó a José Blanco, tío por parte de madre, que levantaran el cuerpo, lo bañaran y lo vistieran. Cuando llega el doctor Mario Borrego, certificó que mi sobrino había muerto a las 3:30 p.m. (del día anterior) de una trombosis pulmonar. A las 9:00 p.m. llegó el carro funerario para sacar el cuerpo de la casa. (…) Se encontraba (…) cianótico desde la cabeza hasta los hombros y con el abdomen hinchado»…
Inquieta a la tía que en ningún momento el cuerpo se trasladara a instancias de Medicina Legal para determinar con máxima exactitud las causas y circunstancias del fallecimiento.
«Cuando el cadáver llega a la funeraria de Marianao —refiere la remitente—, la controladora Ismara Martínez nos dice que no se puede velar (…) por el deterioro que tiene. Ante este hecho solicitamos a la supervisora que trabajaba esa noche, de nombre Yaqueline, gestionar un turno para la incineración. Su respuesta fue negativa, porque el cadáver estaba muy descompuesto y no lo iban a aceptar en el crematorio; también nos dijo que no se podía trasladar (…) para Medicina Legal por la misma razón. El final fue que el cadáver fue enviado al depósito del Cementerio de Colón».
Y en todo este angustioso proceso, ellos aún se cuestionan si se obró con el rigor, la profesionalidad y el humanismo que ha de regir en situaciones tan aciagas. ¿Por qué tardó tanto en llegar el carro fúnebre? ¿Acaso no se debió profundizar investigativamente, en coordinación con Medicina Legal, para saber todo lo referente al deceso, máxime tratándose de un hombre aún joven y sin declarados problemas de salud? ¿Por qué se decidió de facto que no sería posible la cremación sin al menos intentar gestionarla? Urgen aclaraciones.
El cienfueguero Juan Araya Milián (Montalvo 922, entre Pepe Alemán y José Luis Robau, Cruces) llama la atención sobre un fenómeno preocupante: la facilidad con que extienden versiones incorrectas de frases históricas y/o célebres. En este caso, recuerda el lector haber escuchado en repetidas ocasiones: «Como dijo Martí: “nuestro vino es agrio pero es nuestro vino” o, peor aún: «Como dice el refrán: “nuestro vino es agrio pero es nuestro vino”».
«José Martí expresó en el ensayo Nuestra América: “El vino, de plátano; y si sale agrio, es nuestro vino!”», apunta el lector; con lo cual, deduce: «No tiene por qué salir agrio». A veces, en esa delicada sustancia que es el lenguaje, un simple cambio, un mínimo matiz, altera todo el sentido de una frase. Evitémoslo.