No tendré que esclarecer a mis lectores el significado de la palabra que más repetiré en esta nota. Aunque propia de la terminología filosófica, hace tiempo que pasó al discurso político, al lenguaje de los periódicos e, incluso, a la conversación cotidiana. Eso solo está en tu subjetividad, nos dicen a veces cuando alguien cree que cuanto uno dice no está presente en la llamada realidad objetiva; esa que nos llega por las sensaciones y que es independiente de nosotros.
Pero hay que distinguir una sutileza de la vida. Resulta que a veces la subjetividad es una cosa objetiva, es decir, hablo de ella sin que sea un espejismo de mi conciencia. Lo es, sin embargo, de muchos otros. Con lo cual la subjetividad ajena viene siendo parte de mi objetividad. Bueno, basta de enredo. El problema es que lo subjetivo está dañando, enconando las relaciones sociales en nuestro país.
Habitualmente nos empeñamos en que nada subjetivo empañe el uso de los recursos materiales y el cumplimento de las tareas. Construir con calidad, recomendamos, y la calidad, ese toque decisivo depende en parte de la subjetividad de los individuos. Si usted no quiere trabajar bien, ni aunque le asignen un tesoro su trabajo quedará con eso que, en un lugar común muy feo, llamamos «calidad requerida». En fin, digo que insistimos en esos aspectos del uso racional de los bienes, del ahorro, del control. Y está muy bien. Pero tendríamos que combatir públicamente contra otras subjetividades, que son más difíciles de medir, pero más fáciles de sufrir.
Veamos este ejemplo. Cierta vez recibí un mensaje de una persona de 65 años cuyos papeles laborales se habían extraviado a lo largo de una vida azarosa, y ya sintiéndose enfermo asistió a la oficina municipal de Trabajo y Seguridad Social —adónde si no—. Y la persona que lo atendió, después de oírlo con cierta impaciencia, le dijo que si no había papeles nada podían hacer por él. El hombre le preguntó: ¿Entonces cómo quedo yo? Pues, que sus hijos lo mantengan, fue la respuesta.
Claro, la situación del lector quedó resuelta poco después cuando alguien restableció la doctrina y la legislación socialistas. Pero estamos en presencia de una subjetividad sumamente perjudicial. Más que cualquier otro error, ese lacera el consenso político en Cuba. Claro que las carencias, las dificultades en el transporte, la existencia de una doble moneda —hechos objetivos— afectan a la gente. Sin embargo, tales insuficiencias, a mi modo de ver, no lastiman tanto como cuando la gente acude a una institución y recibe respuestas como la citada.
Desde luego, de qué hablamos. De nuestra realidad cotidiana. Basta con leer la sección vecina de Acuse de recibo, y confirmamos que muchas quejas se refieren a eso: desatención, indiferencia, tratamiento despótico, falta de respuestas plausibles. Esas fallas provienen de la subjetividad de algunos que representan al Estado en las instituciones. Y ello ocurre no por que el barco con un cargamento de «preocupación» se haya demorado, o por que la industria de «la correcta atención» haya dejado de producir por falta de materia prima... Eso sería lo objetivo, llevando el asunto a un irónico extremo. La indiferencia, la despreocupación, la irrespetuosidad están solo dentro de las personas, claro, condicionadas por las circunstancias.
Para mí esas actuaciones son enemigas de nuestra causa. ¿Qué hubiera pensado aquel ciudadano de mi historia si otra instancia no hubiese resuelto su problema; si en vez de escribir a un periódico, hubiera ido a rumiar su frustración a casa?
Esas acciones, más frecuentes de cuanto usualmente se estima, componen un signo. Un signo que habrá que interpretar. Casualmente, cuando la crítica pública actúa contra estos hechos, algunos se ofenden, el termómetro de la ira rompe el mercurio. ¿Por qué? Porque la crítica desnuda las fallas. Y así resulta el contrasentido de que nadie se molestó por haberse equivocado, sino porque se publicara su error. Me parece que, como cierta sentencia clásica dice, quien tenga ojos para ver, debe mirar.