El acoso escolar es un fenómeno frecuente en todo el mundo, desde el nivel primario hasta la Universidad. Lo más importante es el seguimiento psicológico. A cualquier edad, la familia debe entenderlo como rasgo alarmante, un indicador de cómo el joven manejará en el futuro sus relaciones humanas
Vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor, mientras la violencia se practica a plena luz del día.
John Lennon
¡Qué alivio, comenzaron las clases!, bromea una mujer mientras conduce a su hijo de 11 años camino a la escuela. Otra asiente desde la acera contraria mientras su hija trata de esconderse. La alarma en sus ojos y el paso más lento son señales innegables de que algo malo ocurre entre ellos.
Suena el timbre y los grupos forman. Ambas madres observan al chiquillo, de quien han oído ya varias quejas. Él se coloca cerca de la niña sin disimulo y empieza a halar su mochila, luego sus trenzas, hasta que le quita la bolsa de merienda y la tira lejos.
A la tarde, la madre logra que su hija revele otros detalles: el chico la molesta desde que sus senos despuntaron y su cuerpo tuvo más curvas. Primero le dijo de ser novios, luego de besarla o tocarla de vez en cuando. Cuando no aceptó, él empezó a burlarse frente a sus amiguitas y a destruir sus cosas.
Delante de las maestras se cuidaba un poco… pero siempre encontró un momento para molestarla, al igual que a otro muchachito del aula cuyos gestos parecen más de niña que de varón. A ese todos le decían cosas y algunos profes lo llevaban más recio que a nadie.
¿Cómo contarle eso a su mamá, quien seguía viéndola como una niña? Tampoco tenía muy claro por qué el chico se comportaba así o qué hacer para detenerlo. Ni las vacaciones fueron un descanso: su imagen femenina se acentuaba y ella temía que llegara septiembre.
El acoso escolar, llamado en inglés bullying, es un fenómeno frecuente en todo el mundo, desde el nivel primario hasta la Universidad. Puede incluir burla, extorsión, maltrato físico, acoso informático y abuso lascivo. Sus víctimas suelen pertenecer a grupos estigmatizados por su etnia, nivel económico o credo religioso, y a nivel individual, por apariencia física, rendimiento académico o situación familiar.
El rasgo más importante es el alto grado de vulnerabilidad de quienes lo sufren, pues la mayoría no se atreve a contar en casa lo que sucede, y menos en familias agobiadas por una gran carga de trabajo o disfunciones, muy competitivas o marcadamente patriarcales.
Peor aun si son homófobas, apunta una destacada pedagoga cubana, la máster Rita María Pereira, quien denuncia la desigualdad de oportunidades para desarrollar un sano proyecto de vida cuando por miedo a ese maltrato muchas personas homosexuales o transexuales abandonan la enseñanza prematuramente.
El abuso ocurre casi siempre en presencia de sus coetáneos. Sin medios psicológicos o físicos para hacerle frente, las víctimas desarrollan mecanismos inadecuados de respuesta, como rendirse a sus reclamos, evadirse vergonzosamente o participar del abuso hacia otros sujetos «diferentes»
y desviar un poco la atención. Si la situación se prolonga, pueden rechazar la escuela, reflejar esa violencia en otras áreas de su vida y hasta intentar el suicidio como solución.
En algunos reglamentos escolares del mundo se censura claramente como indisciplina grave y se reporta a las autoridades educacionales cuando es reiterado. En otros, ni siquiera aparece esta figura. Además, este hecho se procesa como delito penal si el perpetrador tiene más de 16 años y la escuela o la familia de la víctima lo denuncia.
En cualquier caso lo más importante es el seguimiento psicológico. A cualquier edad, la familia debe entenderlo como rasgo alarmante, un indicador de cómo el joven manejará en el futuro sus relaciones humanas, pues muchas investigaciones con personas recluidas por haber cometido abuso lascivo, violación o asesinato revelan un historial de bullying escolar, ya sea como víctimas o como instigadores.
La falta de autoestima y de cultura jurídica, más los preceptos culturales que catalogan la denuncia como cobardía, llevan a silenciar el fenómeno. Las víctimas temen revivir los hechos ante otras personas y que al final se les considere culpables por atraer el abuso con su actitud o elecciones de vida.
Por eso la Unicef alerta sobre un seguro subregistro de casos. Algunos países estudian el fenómeno y tratan de reducirlo. Otros no han tomado conciencia de su alcance o no perciben en la adolescencia la etapa más frágil y de peores resultados.
Aun cuando exista un pronunciamiento oficial y un programa de capacitación sobre esas conductas, no siempre las escuelas cuentan con herramientas para manejarlas desde la prevención y exposición de casos, vía esencial para cortarlas de raíz y promover el respeto a los derechos y la dignidad humana.
La cultura posmoderna ha propiciado un modo más relajado de tratar a las otras personas, lo cual incluye gestos y vocablos que antes eran ofensas y hoy se emplean como muestra de camaradería, a pesar de la incoherencia con los estereotipos que les dieron vida.
Por ejemplo, cuando un padre llama «cariñosamente» a un amigo o familiar con el sinónimo más despectivo de homosexual masculino y luego habla de ese grupo de personas despiadadamente, o cuando lanza piropos soeces en la calle y conmina a su hijo a hacerlo también, le está inculcando el hábito de ofender para marcar su superioridad machista, y además lo plantea como si fuera una broma y no tuviera nada que ver con los valores que defiende.
Así es muy difícil establecer límites entre lo correcto y lo incorrecto, lo normal y lo abusivo. Para destacar en la escuela, o para compensar facetas en las que se siente en desventaja, ese niño acudirá a lo aprendido en casa como natural.
También tiene buena parte de responsabilidad el consumo acrítico de series extranjeras que restan importancia al bullying o presentan a sus víctimas con la resignación y heroicidad de quienes al final se saldrán con la suya.
No aprovechar esas escenas para hacer un diálogo ético en familia es legitimar una imagen distorsionada del fenómeno. Peor aun: el mensaje de fondo es que a los adultos ni les preocupa, y si pasa en sus escuelas de nada vale contarlo, porque es probable que no encuentren el respaldo emocional y legal que necesitarían.