En el análisis de la historia de la sífilis podríamos encontrar hechos repulsivos en los que los médicos se alejaron de esenciales principios éticos
EN la contemporaneidad la sífilis aún motiva preocupaciones. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) se estima que se diagnostican cada año más de cinco millones de casos nuevos en todo el mundo. Los conocimientos y adelantos en la prevención y tratamiento de esta enfermedad venérea no han conseguido eclipsar sus huellas y daños.
En torno a este mal y a su forma de transmisión se han erigido juicios que llegan a estigmatizar a disímiles poblaciones. Se podría empezar por referir cómo en el siglo XV se culpaban a las aborígenes del Caribe de haber contagiado con sífilis a los marineros que acompañaron a Cristóbal Colón en su primera travesía trasatlántica, quienes, a su vez, la introdujeron en el llamado Viejo Mundo.
Pero las mayores afrentas posiblemente se generaron en épocas más recientes, con la inadmisible participación consciente de médicos. Por eso, ciertas investigaciones son capaces de causar gran conmoción.
Entre estos experimentos se hallan los llevados a cabo por el doctor Jonh Cutler, un cirujano estadounidense que obró bajo el amparo del sistema público de salud estadounidense. Este hombre se empezó a destacar a partir de estudios que desarrolló en la tristemente célebre cárcel de Sing Sing, en Nueva York, donde inoculó sífilis a los presos.
Después de aquellos experimentos ejecutados en prisiones, y a pesar de conocer que la penicilina era efectiva para el tratamiento de la sífilis, el doctor Cutler fue uno de los principales instigadores del diseño de un estudio más inmoral: infectar con sífilis a una mayor cantidad de personas.
Pero había una gran limitante para este estudio: no se podía realizar en Estados Unidos porque la opinión pública de ese país no transigiría ante tanta falta de ética. Entonces fue cuando se pensó en Guatemala, un país donde la prostitución estaba aprobada y se permitía, incluso, en las cárceles.
Cutler comenzó a infectar a los soldados y prisioneros por medio de la prostitución. Para ello empleaba a mujeres que previamente contagiaba de forma intencional con la sífilis.
Cabe decir que esta estrategia no era del todo efectiva para sus fines. Todas las mujeres contraían la enfermedad, pero no sucedía así con los hombres quienes, además, con frecuencia se resistían a las extracciones periódicas de sangre.
Luego el galeno recurrió a métodos aún más desalmados cuando decidió infectar intencionalmente a los pacientes de una clínica siquiátrica de Guatemala. Por sus condiciones mentales, estos nuevos pacientes no se opondrían al experimento.
A estos enfermos se les causaron heridas en la piel y los genitales, los forzaron a tragar soluciones cargadas de bacterias, e incluso, les inoculaban gérmenes directamente en la médula espinal a través de cruentas inyecciones en la columna vertebral. Los galenos estadounidenses negociaron esta extraña cooperación ofreciendo suministros y compensaciones para los pacientes en forma de cigarrillos.
A finales de 1948 el experimento concluyó por motivos aún desconocidos. No fue hasta el año 2003 que estos estudios salieron a la luz, cuando Susan Reverby, una catedrática de la Universidad de Wellesley los descubrió mientras examinaba archivos de otra polémica investigación relacionada con la sífilis: el experimento Tuskegee.
En Tuskegee, un poblado rural de Alabama, Estados Unidos, se realizó un experimento similar al de Guatemala. El doctor John Cutler se encontraba nuevamente en el equipo que guiaba la investigación con el supuesto fin de conocer la historia natural de la enfermedad, en ausencia de tratamiento.
El experimento Tuskegee sobre sífilis —también conocido como estudio Tuskegee sobre sífilis sin tratar en varones negros— fue realizado entre los años 1932 y 1972 con el auspicio del Servicio público de salud de Estados Unidos.
Fue realizado en hombres pobres de piel negra, quienes recibían como retribución atención médica gratuita, una comida gratis y un seguro de 50 dólares para cubrir los gastos del entierro, en caso de fallecer.
Tal como ocurrió con el estudio guatemalteco la introducción de la penicilina no fue considerada para interrumpir el macabro estudio y los pacientes eran constantemente engañados. Para asegurar la anuencia de ellos con el fin de efectuarles punciones lumbares se les consignó una engañosa carta titulada «Última oportunidad para un tratamiento especial y gratuito». En este documento se les solicitaba, además, permitir la autopsia tras la muerte con la excusa de recibir el seguro que cubría los gastos del sepelio.
continuó el estudio hasta 1972, cuando algunas voces advirtieron sobre la falta de ética mostrada. Tras una enérgica protesta pública se creó un grupo consultor que determinó que la investigación no tenía excusa médica y se ordenó su terminación.
El estudio Tuskegee había durado 40 años y solo 74 sujetos permanecían vivos. De los 399 participantes infectados 28 habían sucumbido ante la sífilis y otros cien por complicaciones médicas relacionadas. Además, 40 mujeres víctimas de este experimento resultaron infectadas y nacieron 19 niños con sífilis congénita.
Los ejemplos antes mencionados, junto a la figura de Cutler, constituyen demostraciones de lo que nunca debiera permitirse: vulnerar los valores y la esencia que deben atesorar perennemente los médicos de hoy y del futuro.