No son pocas las amenazas contra la conservación de las estaciones de arte rupestre en el extremo más occidental de Cuba
La naturaleza supo repartir sus encantos en Pinar del Río, provincia dotada de singulares elevaciones, portentosos valles y exuberante vegetación. Allí, ocultas en los 8 883,74 kilómetros cuadrados del territorio, también descansan alrededor de 32 estaciones de arte rupestre, que atesoran tradiciones, ritos y leyendas de nuestra etapa aborigen y el cimarronaje.
Sin embargo, no son pocas las amenazas que ponen sobre una cuerda floja la conservación de estas manifestaciones pictográficas y, con ello, la posibilidad de estudiar y disfrutar esta importante forma de expresión.
Así lo demuestra un estudio realizado por el Grupo Cubano de Investigaciones de Arte Rupestre (GCIAR), que evaluó el estado de conservación de estos dibujos en 17 estaciones del extremo más occidental de Cuba.
Según informó en exclusiva a JR el coordinador general del GCIAR, Racso Fernández Ortega, el porciento de deterioro en estos sitios es bastante elevado, y solo disminuye en la medida en que aumentan en altitud y se hace más intricado y difícil el acceso. Uno de los principales agravantes —dijo— es la tala indiscriminada de árboles en los alrededores.
«El hecho de deforestar grandes espacios para la producción agrícola, por ejemplo, trae aparejada una mayor incidencia de la luz solar en el interior de las cuevas. Esto propicia la aparición sobre las pictografías de organismos, como hongos y líquenes, que aprovechan la luz para realizar la fotosíntesis», puntualizó Fernández.
De acuerdo con el investigador, la inexistencia de una barrera vegetal también posibilita el desarrollo de panales de avispas y otros insectos, así como la contracción y dilatación de las rocas por los cambios de temperatura, que culminan con la pérdida de la capa de pigmento en los dibujos.
El estudio sugiere, además, que la construcción de carreteras, presas o vaquerías a poca distancia del lugar, es otro agravante del referido problema.
«Una edificación a 50 o 100 metros de la estación supone la emisión de gases contaminantes provenientes de tractores, autos y camiones que se adhieren a las paredes de la cueva, como mismo sucede en la ciudad», explicó Fernández.
También —subrayó— los campesinos a veces utilizan ese espacio como corrales para el ganado menor. «La orina y las heces de los animales cambian el pH del suelo. Eso, unido a la compactación resultante de las pisadas, modifica cualquier evidencia arqueológica enterrada que pudiera brindar información valiosa sobre quienes hicieron las pictografías, y el sentido que tuvieron para esa población».
Los resultados del estudio señalan como otras amenazas la construcción de fogones y fogatas, que esparcen cenizas y humo, el remarcado con grafito del contorno de las pinturas, retoques de las áreas afectadas con arcilla, así como la creación de concreciones sobre las paredes.
Para enfrentar esta situación —reflexionó Fernández— hay que crear una conciencia en la población sobre la necesidad de proteger y cuidar estos espacios, para que sientan suyo ese patrimonio, como una parte de su identidad.
A juicio del experto, el acopio de conciencia debería comenzar por algunas autoridades locales que a veces no tienen una noción cabal de la necesidad de salvaguardar estos sitios.
Puntualizó que deberían cercarse aquellas estaciones puestas en función del turismo, crear recorridos con impactos mínimos en el área y señalizar debidamente para que las personas conozcan la importancia y las regulaciones para acceder a esos sitios.
«De igual manera debería hacerse una concienzuda evaluación de las inversiones constructivas y tener en consideración la ubicación de estos espacios. A veces la carretera no tiene porqué pasar contigua a la cueva.
«Desplazarla unos 200 o 600 metros generalmente no representa una diferencia sustancial en los gastos y, sin embargo, se protege un recurso único e insustituible, que habla de una época, de una cultura, de nuestros propios orígenes».