Fue el mayor general Francisco Vicente Aguilera, vicepresidente de la República en Armas, el encargado de liquidar las pugnas que desgastaban a los emigrados entre aldamistas y quesadistas
Aldamistas y quesadistas se enfrentaban en Nueva York por el control de la emigración cubana. Los primeros, antiguos reformistas y seguidores de Miguel Aldama, enfrascados en negociaciones para obtener una independencia negociada con España y temerosos de que la guerra llegase al occidente del país donde muchos de sus componentes tenían el grueso de sus propiedades, apenas enviaban recursos a los insurrectos pese a los continuos reclamos de Céspedes. Los otros, partidarios del mayor general Manuel de Quesada, ex general en jefe del Ejército Libertador y cuñado del Padre de la Patria, respondían favorablemente con el envío, con breves intervalos, de expediciones con hombres y pertrechos. Mas el estilo de Quesada, destituido de su mando por la Cámara de Representantes, molestaba a los del bando contrario y, en opinión del historiador Fernando Portuondo, causaba más daño que beneficios a la Revolución. Casi a mano armada exigía dinero a los ricos mientras exhibía el modo de vida de un embajador imperial y se jactaba de la confianza depositada en él por el Presidente de la República.
Enfrentados continuamente entre sí por el control de las riendas del aparato de dirección, ambos sectores se desvinculaban de su verdadero objetivo: la ayuda a la Revolución en Cuba. Después de apelar a la cordura de unos y otros con cartas dirigidas a los prohombres de la emigración e incluso a hombres y mujeres de a pie que iban definiéndose ante la contienda bélica, Céspedes tomó, en julio de 1871, una decisión tajante. Enviar a Nueva York al mayor general Francisco Vicente Aguilera, vicepresidente de la República en Armas, con el encargo de liquidar las pugnas que desgastaban a los emigrados. Lo acompañaría Ramón Céspedes, secretario de Relaciones Exteriores. Este obraría como comisionado diplomático, y Aguilera como agente general, con la misión común de restablecer la concordia, y, en el caso particular de Aguilera, allegar recursos y remitir armas a Cuba.
Escribe el historiador Oscar Loyola: «Una sucinta descripción de las actividades de Aguilera demuestra, no obstante su limpia trayectoria, que el patriota oriental fue fácil juguete de aldamistas y quesadistas, quienes, de manera sucesiva, le prometían una ayuda para Cuba no materializada. Aguilera osciló entre vincularse a un grupo o a otro, en la medida que estimó podría ser ayudado; ni él, con su prestigio, ni su colega Ramón Céspedes… pudieron resolver las pugnas intestinas de la emigración cubana en Norteamérica. Por el contrario, si Quesada, merced a su parentesco con el Ejecutivo, mantenía grandes relaciones con Céspedes, la Cámara de Representantes, por oposición, estrechó sus nexos con Aldama, quien se encargó de comunicar al cuerpo colegislador la “incapacidad” de Aguilera para resolver problemas mayúsculos de dirección».
El 6 de junio de 1875, en el intento de atajar cualquier nueva llamada a Aguilera para asumir la presidencia del Gobierno, escribía Miguel Aldama a Salvador Cisneros, marqués de Santa Lucía: «Creo que puede ser una gran desgracia para la revolución de Cuba la idea del general Aguilera para hacerse cargo de la presidencia del Gobierno, pues reconociendo yo en él excelentes calidades morales como hombre privado, respetándolo y apreciándolo por lo que ellas valen, y por los grandes sacrificios que ha hecho por la libertad de nuestra patria, juzgo que no son esas las suficientes garantías para sostenerse en el puesto a la altura de las exigencias…».
Tras la llegada a Cuba en mayo de 1871 de la llamada «expedición venezolana de vanguardia» —1 000 fusiles, abundante parque, material de cirugía y medicina…— Quesada prometió a Céspedes otros envíos similares. Eso hizo que el Padre de la Patria accediera al reclamo de su cuñado de que le ampliara sus facultades como agente de la Revolución, ya que revestido de autoridad exclusiva podría acopiar mayores recursos.
Nombró entonces agente confidencial a Quesada y dio por terminada la misión de Aguilera y Ramón Céspedes. A este le dijo que ya no habría representación diplomática en Estados Unidos porque «no es posible que por más tiempo soportásemos el desprecio con que nos trata el gobierno de Washington». En tanto que explicó a Aguilera que, con su democión, quería, dado su cargo de vicepresidente, facilitarle su retorno a Cuba. Temía que de ser depuesto y faltar Aguilera, la Presidencia cayese en manos de «algún ridículo mamarracho» que envilezca el cargo y lo convierta en objeto de escarnio.
Al ocurrir la deposición de Céspedes, destituido por la Cámara de Representantes, en octubre de 1873, el gobierno interino llamó a Aguilera a ocupar la presidencia. De cualquier manera todo estaba previsto en caso de que no la ocupara, pues un acuerdo de la Cámara del 13 de abril de 1872 estableció que en ausencia del vicepresidente la jefatura del Ejecutivo sería ocupada por el Presidente de la Cámara. En este caso Salvador Cisneros. Era sabido que Aguilera había prometido no volver a Cuba si no lo hacía con una gran expedición. «Dado su carácter, dice el historiador Fernando Portuondo, se esperaba que no regresaría al solo objeto de recibir la herencia de Carlos Manuel de Céspedes».
Poco a poco lo despojaron de cargos y grados. La interinatura del marqués de Santa Lucía como presidente se prolongó hasta 1875 cuando la insurrección de las Lagunas de Varona lo obligó a renunciar, y fue sustituido por Juan Bautista Spotorno, también presidente de la Cámara, cuerpo que el 21 de marzo de 1876 acordaba «nombrar definitivamente Presidente de la República, teniendo en consideración la ausencia de Aguilera del territorio nacional desde que, destituido Céspedes, debió ocupar la Presidencia». Otro acuerdo cameral de abril del mismo año remataba la destitución al consignar que «el general Francisco Vicente Aguilera dejó de ser vicepresidente de la República desde la fecha en que fue depuesto el Presidente Carlos Manuel de Céspedes».
Un trago amargo más le tocaría apurar. El 8 de mayo de 1876, Miguel Aldama, en su carácter (otra vez) de agente general de la República de Cuba en el exterior, le hace llegar el decreto del Gobierno del anterior 19 de marzo «que marca a los militares el término de cuatro meses para que se presenten a ocupar sus puestos en el Ejército, apercibidos de ser borrados del escalafón los que no lo verifiquen».
Responde Aguilera a Aldama, el 16 de agosto. Expresa que «mis esfuerzos por llegar al campo de guerra están bien conocidos, por más que la fatalidad se haya empeñado hasta ahora en detenerlos», y precisa: «estoy dispuesto a acatar y respetar el referido decreto, en la parte que me concierne, como Mayor General; y que cualquiera que sea la decisión del Gobierno respecto a ese punto, no será bastante a amortiguar mi patriotismo, ni a debilitar mi deseo a seguir combatiendo por la independencia de mi patria o morir en la contienda».
El patricio bayamés colaboró entonces con Aldama como antes lo hizo con Quesada, a pesar de todo lo que lo distanciaba de ellos. Se vio obligado a internar a sus hijos más pequeños —tuvo 11 vástagos— en un asilo de niños huérfanos. Durante su gestión en el exterior Aguilera allegó para la causa insurrecta un total de 145 500 dólares y organizó cinco expediciones que fracasaron. En una ocasión estuvo en Jamaica y Nassau sin poder llegar a Cuba. Escribe Fernando Portuondo: «Mientras el cáncer destruía su organismo, la enemistad de sus críticos propalaba la versión de que tenía tres millones de pesos depositados en Londres. Había sido calumniado, vejado —hasta golpeado, estafado, burlado, pero no se pudo decir de él que cejara en ningún momento de su propósito de trabajar por la independencia de Cuba».
El mito envuelve la figura de Francisco Vicente Aguilera. Se dice, sin que se sepa si es cierto, que en un momento de su vida procuró un título de conde. Que en otra ocasión pidió permiso, que le fue negado, al Rey de España para empotrar monedas de oro en el piso de una de sus residencias. Afirma asimismo el imaginario popular que no perdió del todo su dinero, pues tuvo tiempo de enterrarlo en una de sus fincas. Lo que sí es cierto es que sus restos, llevados a Bayamo en 1910, fueron secuestrados y escondidos a fin de evitar que los inhumaran en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. Descansarían en el mausoleo que con ese fin se erigió en su ciudad.
De Aguilera dijo Manuel Sanguily: «… Muchas veces, el día que llevaba a su pobre habitación… las manos llenas de oro, no tuvo ni un solo pan para comer… Fue así un millonario que mendigaba por la libertad y la independencia… No sé si haya una vida superior a la suya, ni hombre alguno que haya depositado en los cimientos de su país y en su nación, mayor suma de energía moral, más sustancia propia, más privaciones de su familia adorada, ni más afanes y tormentos del alma…».
José Martí lo definiría de un plumazo al aludir a Francisco Vicente Aguilera como «el millonario heroico, el caballero intachable, el padre de la República».