Un suceso lo retrata de cuerpo entero. Transcurrido el alboroto ocurrido en Bayamo en los días de Santiago Apóstol y Santa Ana, con ostensibles manifestaciones de hostilidad al régimen colonial, recayeron serios cargos en Francisco Vicente Aguilera; se le supuso y se le señaló como inductor de lo sucedido. Fue así que Julián de Udaeta, teniente gobernador de la ciudad, lo llamó a su presencia. Le dijo:
—Señor Aguilera, sé que usted es el instigador de esta asonada… y me extraña mucho que un hombre que peina canas se meta en asuntos de esta naturaleza. Tengo tomadas mis medidas, y juro a usted que haré ejemplar castigo sobre cualquiera que grite: ¡Muera España!
Aguilera, indignado por el tono autoritario de Udaeta, repuso en el acto:
—Aseguro a usted que no he tomado parte en ese asunto; pero también le juro, como caballero, que si Francisco Vicente Aguilera toma algún día parte en asuntos de esta naturaleza, ha de hacer temblar a España.
Dicho esto, el prohombre bayamés saludó a su colocutor, que debió quedar estupefacto, y se marchó.
Aguilera fue considerado en su momento el hombre más rico de la provincia de Oriente, con una fortuna calculada en tres millones de pesos, suma aladinesca para entonces, dos ingenios azucareros y haciendas como Cananiguán (casi 3 000 caballerías) y Birama (4 500) que eran mayores en extensión que algunos principados alemanes; cafetales, vegas, potreros, inmuebles en varias poblaciones, 35 000 vacunos y 4 000 caballos, sin contar otros bienes asociados a la explotación agropecuaria y no menos de 500 esclavos.
Ese hombre, que gozó de todas las consideraciones de su rango en la sociedad colonial, vio reducida a la nada su inmensa riqueza, que puso a disposición de la independencia de Cuba. En Nueva York, donde cumplió las misiones que le encomendaba el Gobierno de la República en Armas, caminaba bajo la nieve con los zapatos rotos sin tomar para sí un solo centavo de los miles de dólares que recaudaba para la causa liberadora, mientras sus hijas, formadas como princesas, desempeñaban los empleos más bajos y humillantes. Moriría en esa ciudad, en la sórdida habitación de una casa de vecindad y en la mayor miseria, de un cáncer en la garganta, en febrero de 1877, hace ahora 143 años, el hombre que, como lema enarbolaba esta divisa: «Nada tengo mientras no tenga patria».
Escribía el historiador Fernando Portuondo: «Se le conoce como uno de los promotores del movimiento revolucionario que culminó en el alzamiento del 10 de octubre de 1868; pero su vida suele pasar en penumbra a partir de aquel momento histórico. No tuvo vocación por la milicia; ni ocupó la presidencia de la República en Armas, como pudo; ni figuró en la Cámara de Representantes. Sin embargo, sirvió con vocación indeclinable a la Revolución. Si Céspedes personifica al héroe impetuoso, que rompe con todo y comienza la guerra de liberación, si Agramonte y Moralitos encarnan la intransigencia de principios y Gómez y Maceo sobresalen por sus condiciones de hombres de acción —independientemente de otras virtudes públicas y personales—, Aguilera es el prototipo de la abnegación patriótica».
No se extenderá el escribidor en los detalles biográficos de Francisco Antonio Vicente Aguilera y Tamayo. Diremos de paso que luego de hacer estudios en el famoso colegio de Carraguao, en el Cerro habanero, a donde acudía en coche propio, se instaló en Bayamo, donde nació en 1821, para asumir los cuantiosos negocios que su madre le puso en las manos. Pronto se convirtió en un patriarca querido y respetado, no solo en Bayamo, sino también en Manzanillo, Jiguaní, Las Tunas y dondequiera que tenía intereses, con ahijados y compadres por decenas. Su independencia de carácter, ajeno a hipocresías y convencionalismos, pronto lo convirtió en un sublevado en potencia, consciente de que nada haría la metrópoli en beneficio de los propietarios criollos. Cuando los más radicales comenzaron a considerar las posibilidades de una insurrección, vieron en Aguilera a un jefe natural. Estuvo entre los fundadores, en 1867, de la Junta Revolucionaria de Oriente, y al año siguiente fue elegido jefe máximo del movimiento libertario. Hombre prudente, pensaba que la guerra no debía comenzar hasta pasada la primavera de 1869, a fin de disponer de los recursos que aportaría la zafra azucarera. Carlos Manuel de Céspedes, jefe natural de los manzanilleros, era de otra opinión. El 4 de octubre de 1868 conversaron los próceres sin llegar a acuerdo. Al separarse, Aguilera llevaba el triste presagio de que su tesis acerca del aplazamiento estaba derrotada. Sabía que carecía de elocuencia, y los manzanilleros estaban encabezados por un abogado elocuente. Se reunieron estos, sin dar aviso a Aguilera, en la noche del 6 de octubre en el ingenio Rosario de Cálix y acordaron alzarse el día 14 y nombrar a Céspedes General en Jefe del Ejército Libertador. De inmediato comunicaron esos acuerdos a Aguilera que permanecía expectante en su ingenio Santa Gertrudis, cerca de Manzanillo.
La reacción de Aguilera revela su estatura moral. Se trasladó de inmediato a su hacienda Cananiguán a fin de organizar a los 150 hombres comprometidos para la guerra. Supo allí que el alzamiento había ocurrido el día 10. Al frente de su tropa montada partió hacia Bayamo, a donde también se dirigía Céspedes. Recibe en el trayecto cartas de este. En una, le comunica su nombramiento como General de División, en otra le pide que cubra el camino de Holguín y evite que tropas españolas salidas de esa ciudad refuercen la sitiada guarnición de Bayamo. Aguilera acata la orden y de hecho, pese a su condición de jefe de la Junta Revolucionaria de Oriente, se ve excluido de participar en la entrada triunfal de los libertadores en Bayamo.
Entra Aguilera en Bayamo, y Céspedes, ya con uniforme y grados de Capitán General, ordena a Aguilera, «con todo el aplomo y la dignidad que su nuevo carácter demandaba», dice este en sus memorias, que impida el avance de la columna española que va sobre Bayamo desde Manzanillo. Lo acompañaría el general dominicano Modesto Díaz que, en unión de otros patriotas, manifestó a Aguilera su malestar por la actitud asumida por Céspedes con relación a la jefatura y pidió que los autorizara para elevarlo al puesto que le correspondía. Aguilera cerró oídos a la propuesta que, escribió en sus memorias, «tan graves trastornos podía traer a la revolución».
Pronto tendría otra oportunidad de mostrar su rectitud personal. Céspedes sufrió un grave quebranto con la pérdida de Bayamo; faltó la dirección central que se ejercía desde aquella ciudad y arreció la pugna entre camagüeyanos y orientales. La crisis estalló en marzo de 1869. Mármol, designado por los enemigos de Céspedes para sustituir al Padre de la Patria —Aguilera se había negado a esa remoción— convoca a una junta de jefes que entre otros cuenta con la presencia de Calixto García, Máximo Gómez y Fernando Figueredo, quien era, dice Aguilera, uno de los que llevaba «el hilo de la trama».
Enterado de lo que se proponían, Aguilera pasó aviso a Céspedes y lo invitó a concurrir juntos al campamento de los disidentes. Apunta Fernando Portuondo: «En Tacajó, la autoridad moral de Aguilera y la actitud viril de Céspedes, apoyada en su elocuencia, lograron reducir a Donato Mármol y evitarle a la revolución el quebranto, quizás mortal, que hubiera podido ser la cesantía de Céspedes en aquel momento».
Céspedes, designado ya Presidente de la República, nombró a Aguilera secretario (ministro) de guerra, lo que causó general complacencia. En ese cargo, más nominal que efectivo, estuvo hasta comienzos de 1870, cuando la Cámara de Representantes creó el cargo de Vicepresidente y designó a Aguilera para desempeñarlo. Se preparaban ya las condiciones para relevar a Céspedes.
El Padre de la Patria estaba obligado con Aguilera. De manera que el 8 de marzo de 1870 lo nombra Lugarteniente General del Estado de Oriente, cargo inoperante, tanto más en manos de un hombre eminentemente civil y a quien repugnaba el ejercicio de la autoridad. Ya tenía Aguilera el grado de mayor general, concedido por la Cámara a propuesta de Céspedes.
Con la llegada del año de 1871 se abría un nuevo período en la vida de Francisco Vicente Aguilera. Un período que también sería el último; el más angustioso y cruel de su existencia. (Continuará)