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Divinas titiritadas de la vida

Divina titiritada es el título de la pieza de teatro para títeres con la que el escritor e investigador matancero, Ulises Rodríguez Febles, obtuvo en este 2012 el premio del concurso de literatura para niños y jóvenes La Edad de Oro. Sobre su obra, el lauro y este género conversa con Juventud Rebelde

Autor:

Dainerys Machado Vento

Cuatro años de edad tenía el dramaturgo Ulises Rodríguez Febles en 1972 cuando la Editorial Gente Nueva entregó por primera vez el premio del concurso de literatura para niños y jóvenes La Edad de Oro. Quiso el destino que a exactas cuatro décadas del acontecimiento, un personaje--niño llamado como él mismo le reportara la dicha de ganar el certamen.

Divina titiritada es el título de la pieza de teatro para títeres con la que el escritor e investigador matancero obtuvo el premio en este 2012. Dice que es «como la quinta o la sexta» obra de ese tipo que escribe. Y acaso su cuenta se pierde en la maldita circunstancia de haber sido también un prolífico escritor para niños, publicado y premiado, pero escasamente puesto en escena. Huevos, Béisbol, Balada del marino, entre otras, han sido algunas de sus piezas para adultos más reconocidas y representadas.

La defensa de los ideales y el uso de las nuevas tecnologías han sido temas recurrentes en su producción infantil. Presentes también en la más reciente, Divina titiritada, el autor la reconoce más como «un homenaje al teatro de títeres, a toda esa herencia clásica que nos llega del teatro universal, pero también a la cubana».

Inspirada en la Divina Comedia, de Dante, el protagonista de la pieza recorre sus propios círculos, donde se mezclan parodias a varias obras clásicas de la literatura. Su universo es el mundo de los titiriteros, a partir de una estructura dramática análoga a los videojuegos que inundan el siglo XXI.

«En Matanzas tenemos una influencia muy grande de esa manifestación», explica Febles. «Desde niños asistimos como espectadores a funciones con títeres. Hace años nos acompaña el trabajo de dos grupos como Teatro Papalote y Teatro de las Estaciones, y creo que de alguna manera nos formamos en esta herencia. Es muy difícil que alguien que viva en la provincia no haya tenido alguna relación con ese teatro».

—¿Qué ha impedido entonces que su dramaturgia para niños y jóvenes llegue a escena?

—No sé. Hace muy poco escribí una obra por encargo para el director Rubén Darío Salazar y para la cual Senén Calero iba a hacer el diseño. Está basada en El carnaval de los animales y resulta que tampoco podrá montarse por sucesos que acontecieron en el grupo. Es como una maldición que tiene esa zona de mi teatro.

«Es que a veces también hay una condición espectacular relacionada con lo que uno escribe y con el hecho de cómo se construye en realidad el teatro para títeres».

—La provincia de Matanzas tiene una gran tradición en el teatro para títeres y para niños, pero, como investigador, ¿cómo ve la salud de esa manifestación en Cuba?

—Creo que le falta la escritura propia del siglo XXI. Salvo excepciones, falta un discurso más contemporáneo de lo que son las niñas y los niños. Escasea el tratamiento de temáticas que de alguna manera reflexionen sobre la psicología, el contexto social o sobre cómo se mueve el mundo en la literatura.

«Tengo la teoría de que mucha gente escribe pensando en el niño que fue, pero yo prefiero escribir pensando en el niño que vive al lado mío, porque su psicología es muy diferente a la de mi generación.

«A ello se agrega la carencia en la especialización de dramaturgos en teatro para niños. Los autores a veces son los mismos directores de sus espectáculos y eso entraña riesgos. Notas entonces que los grandes resultados en el teatro para niños tienen que ver con ese dramaturgo que se convierte en director o con un dúo de director y dramaturgo, como Rubén Darío y Norge Espinosa».

—En lo personal, ¿qué representa entonces ganar La Edad de Oro?

—Siento que este premio se parece a la historia del niño de la obra, que busca a su madre y a sus raíces. Este premio es también un viaje a mi raíz, porque mi debut actoral fue con Teatro Papalote, en 1993, con la obra Disfraces, bajo la dirección de Tomás Hernández.

«Como archivista y bibliotecario que también soy, hace poco estuve leyendo la primera obra que vi. Resulta que había obtenido el premio a finales de la década de 1970. Recuerdo que la hicieron mis compañeros de aula y me marcó tanto, que supe desde ese momento que quería hacer en mi vida lo que estaban haciendo ellos allí».

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