Aquejada por una sequía persistente, Cuba ha decidido aumentar plantas para potabilizar el agua marina. Es hora de conocer más de cerca la técnica de desalinización
Cada año el Informe Mundial sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos de las Naciones Unidas da cuenta del estado de este elemento imprescindible en el planeta. Este 2017, apenas el título del informe pudo alertar hasta al lector menos entrenado en estos temas: Aguas residuales: el recurso no explotado, dejó claro desde la primera línea que, mal que nos pese, hay un problema. Si las soluciones comienzan a considerar el uso de las aguas residuales con un nivel de seriedad tan alto —más allá de que sea una opción inteligente para el desarrollo sostenible—, el asunto de los recursos hídricos no anda muy alentador.
Si ese lector, además, es cubano, la realidad del agua llega a preocuparle aún más. Desde inicio del año la sequía que aqueja al país ha sido una protagonista indeseada en la vida y en los medios de prensa, y aunque no faltan medidas de distribución y estrategias paliativas, la realidad internacional y la del patio son evidentes: cerca de 700 millones de personas en el mundo no tienen acceso a agua potable; 1 800 millones tendrán escasez grave de agua para 2025, y Cuba sufre una sequía cruenta que ya se prolonga por años.
Según especialistas, es una tendencia climática que no se revertirá a corto plazo. Los fenómenos de El Niño costero y en general el calentamiento global atentan contra nuestra sed. Por eso, más allá de planes de ahorro, educación y distribución, es hora de conocer mejor qué papel cumple la ciencia mundial y cubana en la batalla por el agua.
Con tanta agua salada por todas partes, sobre más del 70 por ciento del planeta, por estos días una vieja técnica para potabilizar el agua de mar vuelve a la agenda académica y de desarrollo. Está decidido: la desalinización será la tabla —en el mar— contra la crisis hídrica, y Cuba se sube a ella. El Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos (INRH) anunció la instalación de nuevas plantas en Santiago de Cuba, Granma, Cauto Cristo, Villa Clara, Cayo Coco y Guanabo. Estas se suman a otras seis ya existentes. Por eso vale la pena conocer de qué se trata y qué esperanza traen.
La desalinización, o desalación, es el proceso por el cual el agua de mar, que contiene 35 000 partes por millón (ppm), y las aguas salobres, que contienen de 5 000 a 10 000 ppm, se convierten en agua apta para el consumo del hombre, uso doméstico y utilización industrial, según los estándares de potabilidad de la Organización Mundial de la Salud.
Aunque actualmente hay varios métodos posibles para lograr el mismo fin —evaporación súbita por efecto flash, destilación multiefecto, termocompresión de vapor, compresión mecánica de vapor y electrodiálisis—, la ósmosis inversa es la técnica más viable y usada. Se basa en un proceso similar que ocurre en las células en el mundo natural para separar sustancias, usa membranas que permiten potabilizar el agua marina, o sea, una membrana semipermeable que deja pasar el agua pero retiene las sales.
Al aplicar a un lado presión muy alta, el agua atraviesa la membrana semipermeable y se filtra sin sales, o con muy pocas, al otro lado, mientras que se queda como residual del proceso un concentrado de agua muy salada llamado salmuera.
Con este proceso, el agua resultante no solo es potable, sino que su costo alcanza niveles accesibles, más baratos que los del agua mineral que se suele comercializar.
Aunque esta técnica pareciera «nuevecita de paquete», lo cierto es que presume de dataciones matusalénicas. Quizá la más antigua referencia que existe sobre la desalación de agua marina, según el investigador cubano Juan Francisco Zúñiga, aparece en la Biblia (Éxodo, 15;22-25): Cuando al mando de Moisés, los hijos de Israel avanzaron varios días por un desierto, llegaron ante el mar y —luego de mucha queja— clamaron al Dios judío. El patriarca, cuenta el relato bíblico, echó en el agua un madero, y esta se volvió dulce por milagro divino.
También del mundo antiguo, pero con una mirada de corte ya cientificista, Tales de Mileto (624-547 antes de nuestra Era a.n.E.), Demócrito (460-370 a.n.E.), Aristóteles (384-322 a.n.E), Plinio (23-79 después de nuestra Era d.n.E.) y Alejandro de Afrodisias (193-217 d.n.E.) tratan el tema.
En la Edad Media varios autores se preocuparon por el asunto, mientras en la Modernidad los largos viajes en embarcaciones, con el furor de los descubrimientos geográficos y el comercio, multiplicaron su estudio por la preocupación de cómo abastecer a las tripulaciones que continuamente surcaban los mares y gastaban el agua a medio camino.
A comienzos del siglo XIX, ya eran conocidos los principios de los métodos de desalación que podemos llamar naturales: la evaporación solar, la destilación y la congelación, pero el uso industrial de estos principios iba «a paso de conga».
Para 1884, el ingenioso James Weir creó, con destino a barcos, una planta de evaporación que utilizaba nada menos que la energía residual del vapor de salida de la caldera. Desde 1884 hasta 1956 el tipo de destilación de tubos sumergidos sirvió de base a la mayoría de las instalaciones marinas de esta naturaleza, luego a instalaciones en tierra, hasta llegar a las casi 18 000 plantas que hoy desalinizan en el mundo, principalmente, con el método de la ósmosis inversa.
El principal desafío de este método es un viejo rival de muchos procesos tecnológicos y descubrimientos: requiere de un gasto de energía muy alto para ejercer la presión inicial sobre el agua salada. Por esa causa, las plantas del mundo se hallan concentradas en zonas muy ricas en energías como Arabia Saudita, y los investigadores sueñan con un modo más práctico y sencillo de extenderlas.
Investigadores han optado por el uso de membranas de grafeno, o de nanotubos de carbono, puesto que estos materiales necesitan menos presión ejercida, y con ello, menos energía.
Pero desde hace unos pocos días hemos dado otro paso en la escalera histórica de desalinizar, con el descubrimiento de que el grafeno puede optimizar sus propiedades como filtro si se somete a una sencilla modificación: los nanoporos.
Buscando alternativas, los especialistas y estudiosos David Cohen-Tanugi y Jeffrey Grossman, trataron de controlar las propiedades del grafeno a nivel atómico. «Agregaron otros elementos al material, para provocar que los bordes de las aberturas minúsculas interactúen químicamente con moléculas de agua, ya sea repeliéndolas o atrayéndolas», refiere Tecnology Rewiew. Descubrieron, en resumen, que el grafeno nanoporoso puede filtrar en forma efectiva la sal del agua en varios órdenes de magnitud más altos que las tecnologías de ósmosis inversa de última generación.
Cohen-Tanugi cree que su sistema podría funcionar «cientos de veces más rápido que las técnicas actuales, con la misma presión» u operar a tasas similares a los sistemas convencionales, pero con menor presión.
Tales investigaciones prometen un proceso de desalación a costos menores y extender el uso de la técnica a lugares que antes no podían darse ese «lujo».
No es de extrañar entonces que los anuncios de que ya es posible vencer la crisis del agua, lleguen con tonos de un optimismo contagioso. Se ha logrado el abaratamiento energético, y aunque preferiríamos la reversión de la crisis del agua, hay una tabla en el mar.
El uso de la técnica debe ser responsable, pues la salmuera resultante al ser vertida nuevamente no debe llegar al contacto con ecosistemas marinos antes de diluirse.