Mi abuelo ya no es el mismo. Han mermado sus capacidades para, en muchas situaciones, valerse por su cuenta, así como su lucidez. Mi abuela nos pide que no la dejemos sola con él. Cuidarlo es una gran responsabilidad y ya ella no tiene edad para eso. Mi abuelo está transitando por su «segunda infancia», concepto metafórico con el que se alude a la naturaleza cíclica de la existencia humana, en que en la vejez se reflejan rasgos asociados con esta primera etapa.
Por ello, no resulta para nada raro que mi abuelo hurgue entre las pertenencias de mi hermano, descubra unas gafas de sol, y con total naturalidad se las ponga y se pasee así por toda la casa. Ni tampoco que, al llegar mi mamá (su hija) del trabajo, le pregunte: «¿qué me trajiste?». Ni que se la pase abriendo el refrigerador y revisando en la cocina en busca de algo de comer (sin importar que haya acabado de desayunar, merendar, almorzar, cenar). O bien revolviendo y examinando sus gavetas una y otra vez, cual niño que escudriña su caja de juguetes. O que, cuando lo regañemos, lo mismo proteste que sonría con cara de pícaro.
Mi abuelo requiere total atención. Hay que vigilarlo todo el tiempo para que no haga alguna «travesura». A veces siento pena de él, cuando lo veo mirando hacia la calle a través del portal como si fuera un pajarito enjaulado. Es muy difícil la situación en que se halla, puesto que hace menos de un año se encontraba caminando sin parar por todo el barrio. Porque eso sí, con 90 años a cuestas seguía siendo un gran caminante.
Cuidar a mi abuelo es agotador. Se precisa tener mucha paciencia y, aun así, en ciertos momentos es inevitable perderla. Por suerte, somos lo que se considera para estos tiempos una familia grande y, además, unida. Pero vivir tal situación me genera varias inquietudes.
Mi abuelo es muy afortunado. No todas las personas que demandan cuidados tienen esta dicha, como tampoco sus cuidadores. Pero, ¿qué ocurre con los abuelos que se hallan en el lado menos favorecido de la balanza, y con los cuidadores que no tienen con quien alternar esta difícil y desgastante función?
Desafortunadamente, en un país en el que cada vez son más los adultos mayores, menos los niños —como consecuencia de la baja natalidad— y escasos los jóvenes, esto se convierte en un problema que, incluso, trasciende las fronteras familiares y para el que urgen soluciones.
Cuidar de alguien requiere de una estabilidad sicológica, de recursos económicos, de tiempo y sensibilidad, ya que este no debe ser un acto de resignación, sino de profundo amor. Es la mejor manera de retribuir a nuestros padres, abuelos, familiares y hasta conocidos el cariño, las enseñanzas, la paciencia que algún día nos dedicaron; y, a su vez, un modo de hacer sus últimos días más felices. También es una forma de hacer el bien —a lo cual siempre deberíamos aspirar—, porque todos los casos no son iguales, ni las historias familiares las mismas; y, lamentablemente, no es menos cierto que cada cual cosecha lo que siembra. No obstante —lo repito—, intentemos siempre obrar lo mejor posible; la vida nos lo agradecerá.
Igualmente, en la actualidad, hay muchas familias fragmentadas, ya sea por conflictos internos, por separaciones o por la migración; y la cotidianidad se torna más ajetreada, en pos de la supervivencia. Entonces, surgen importantes disyuntivas: ¿quién funge como cuidador?, ¿cómo propiciarles una vejez decorosa a nuestros ancianos?, ¿quién cuida o cuidará del cuidador? Son muchas las problemáticas que derivan de este fenómeno social y que necesitan que se les preste mayor atención.
Aunque no puedo predecir el futuro, de momento, solo puedo expresar que desearía que todos los abuelos y abuelas tuvieran la suerte de los míos, incluidos mis padres cuando les toque y yo cuando me llegue la hora, porque no olvidemos: todos —aunque no tengamos nietos biológicos— algún día seremos abuelos.