Uno sabe que a Cuba se le admira y quiere en el mundo, pero comprobarlo, sentirlo en cuerpo y alma, es otra dimensión. En días recientes, una misión de trabajo me llevó, por vez primera, hasta el llamado continente negro, hasta esa África donde están parte de nuestras raíces, de nuestra identidad; esa África, a la que también nos une una entrañable e inquebrantable amistad, sellada con la sangre de compatriotas nuestros en los campos de batalla, protagonistas de heroicas páginas internacionalistas.
Fue hermoso —y retador— sentir ese calor sentimental, no solo en voz de las autoridades con las cuales intercambiamos, sino también entre muchos de los hombres y las mujeres que, tanto en el Congo, Etiopía como en Namibia y Guinea Ecuatorial, trabajan con los nuestros en labores tan nobles como la de salvar vidas y preservar salud, o la de educar o construir, siempre desde el cariño, y con un alto sentido del deber y la responsabilidad de ayudar a quien lo necesita, como nos enseñó Fidel.
Con certeza, como testigo de primera, lo digo: a Cuba se le quiere en África. Nuestra solidaridad, altruismo y colaboración con sus pueblos y Gobiernos no son un discurso, sino una práctica diaria. Más allá de diferencias geográficas o políticas, este Archipiélago inmenso en principios, bloqueado de la manera más cruel y atroz nunca vistos, ha dado su corazón, ha tendido una mano, ha dado lo que tiene… sin pedir nada a cambio. Los médicos, maestros, ingenieros… no llegan allí para imponerse, sino para compartir con humildad —y convivir como uno más— nuestros mayores recursos: conocimiento, esfuerzo y humanismo.
Así lo expresaron con hondura muchos congoleses, namibios y ecuatoguineanos: «Somos más que amigos, somos hermanos, somos familia, Fidel también es un padre para nosotros». Esas expresiones, podríamos decir las más escuchadas en los últimos días de marzo por este reportero, son demostración de un vínculo que trasciende la diplomacia tradicional y se ancla en lo más profundo del afecto.
Fueron ellos, igualmente, los que hablaron de que Cuba le ha enseñado «la mejor definición de solidaridad: compartir lo que se tiene y no dar lo que te sobra». Y a ello correspondió el Primer Ministro, Manuel Marreo Cruz, quien encabezó la delegación antillana y confirmó que nuestro país «no está para competir con nadie, sino para seguir uniendo a las naciones, a los pueblos».
Escuchar, por ejemplo, a un emocionado Camilo Nzé Abesolo Audang, director técnico del Hospital General de Sampaka, ubicado en Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial, fue una lección de orgullo y cubanía. Él, formado en la Universidad de Ciencias Médicas de Pinar del Río, aseguró que «con los amigos y hermanos cubanos hemos aprendido en los buenos y en los malos momentos… hasta hemos llorado juntos como en los tiempos de la COVID-19. Trabajar juntos es una bendición, buena experiencia».
Especialmente significativas fueron las palabras del expresidente namibio Nangolo Mbumba, cuando afirmó que «ningún cubano debe sentirse aquí como extranjero, porque esta es también su patria, ustedes estuvieron listos para derramar su propia sangre por nuestro país». Entonces, no es casualidad que, en la lejana África o en no pocos otros lugares de este mundo, el nombre de Cuba evoque admiración y agradecimiento.
Si hubo un momento de profundo simbolismo, fue llegar entrada la noche al Parque Memorial a la Amistad entre Etiopía y Cuba para «abrazar», en silencio y respeto, a los 163 internacionalistas nuestros que cayeron en cumplimiento de su deber y que, como dijo Fidel, «fueron capaces de marchar a un lugar tan distante y combatir allí como si hubiesen estado combatiendo en su propia patria».
Ellos son parte de los 385 908 combatientes cubanos que pelearon en África, y no actuaron en busca de gloria personal ni de riqueza alguna, no les movía otro deseo que el de ser útiles, cumplir con la Revolución, estar a la altura del tiempo que les tocó vivir. Honor y gloria, sí, para todos y, con particular énfasis, para los que murieron luchando contra el colonialismo y el neocolonialismo, el racismo y el apartheid, el saqueo y la explotación de los pueblos del Tercer Mundo por la independencia y la soberanía.
Pero esta visita no fue solo un tributo al pasado, sino también un puente hacia el futuro. El propósito compartido —y ratificado— de poner las relaciones de cooperación, económicas y comerciales a la misma altura de las relaciones políticas, evidencian que una nueva etapa acaba de comenzar en la larga historia de hermandad y cooperación que nos une. Y Cuba lo agradece, desde el compromiso, con la misma fuerza con que ha acogido la voz unida de África exigiendo el fin del bloqueo y la exclusión de la infame lista de Estados que patrocinan el terrorismo.
Como bien expresó el primer ministro congolés, Anatole Collinet Makosso: «No importa cuán larga sea la noche, el sol brillará para el pueblo cubano». Y así será. Porque cuando uno constata que la relación entre nuestro pueblo y Gobierno con los hermanos de África no es cosa del ayer, sino de un mañana que hoy estamos edificando juntos, fortalecido en la lucha y el amor, la victoria será nuestra, de los creen —y defienden— a esta Isla, un gigante de dignidad.